– Te buscaba porque conseguí la cita con el sacerdote canciller de la embajada de Labari. Por si quieres venir. Tú fuiste quien me sugirió que le llamara.
Sí, claro que quería. La legación estaba bastante lejos del Majestic y decidió tomar de nuevo un taxi pese a sus renovados propósitos de hacer economías. Pero después de perder diez minutos en la acera sin lograr que le parara nadie, tuvo que tomar el metro. Era evidente que los taxistas humanos no querían llevar a un tecno de combate, y en Madrid el sindicato de conductores había impedido que hubiera taxis automáticos como los que circulaban en otras ciudades. En cuanto a los taxistas androides, parecían haber desaparecido. En realidad, apenas se veían reps por ningún lado.
Llegó a la cita sin aliento: estaba siendo un maldito día de prisas y carreras. La sede de los representantes labáricos era un enorme y vetusto edificio situado en la avenida de los Estados Unidos de la Tierra, junto al Museo del Prado. Durante siglos había sido una iglesia católica, la iglesia de los Jerónimos, hasta que fue quemada y medio derruida en tiempos de las Guerras Robóticas. La empobrecida institución católica, hundida por sus crisis internas, por el laicismo progresivo del mundo y porque los individuos ansiosos de certezas preferían doctrinas más radicales, se vio obligada a vender las ruinas a un consorcio que en realidad era una tapadera de sus más acerbos contrincantes, los únicos del Reino de Labari, que reconstruyeron el templo en una versión amazacotada y sombría. Contemplando ahora esa mole pintada en un tono morado oscuro, el color ritual labárico, la detective sintió un escalofrío: ese edificio arcaizante, abrumador y riguroso era toda una declaración de principios, una definición pétrea de la intransigencia.
– Venga, Bruna, ¿qué haces? No te quedes atrás. Llegamos tarde -masculló Lizard.
Y la rep se obligó a caminar detrás del policía y entró renuente en la embajada de un mundo en donde su especie estaba prohibida.
El interior debía de haber sido en tiempos una nave diáfana, como solían serlo las iglesias católicas, pero ahora estaba compartimentado como cualquier edificio, con diversos pisos y habitáculos normales. O casi normales: a medida que pasaban de cuarto en cuarto, del vestíbulo al recinto de seguridad y después a la sala de espera, la detective fue sintiendo crecer en su pecho una vaga opresión: las dependencias eran todas mucho más altas que anchas. En realidad eran desagradablemente angostas y sus interminables muros estaban recubiertos de gruesas cortinas amoratadas que caían a plomo desde las alturas.
– Qué lugar más alegre -musitó Lizard.
En ese momento les vino a buscar un hombre con la cabeza afeitada y una cadena que se hincaba en los lóbulos de sus orejas y colgaba por encima del pecho como un collar. Quizá fuera un esclavo, se dijo la detective mientras le seguían. Hasta entonces no habían visto a una sola mujer. Antes de franquearles el paso al despacho, el supuesto esclavo se volvió hacia ellos.
– Llamadlo eminencia… Ése es su título. Y tenéis que usar el tratamiento de cortesía antiguo… Tenéis que hablarle de usted. Que no se os olvide.
El sacerdote canciller les recibió en una sala que se elevaba vertiginosamente hasta un techo abovedado lejano y oscuro. Debía de ser la altura original de la iglesia de los Jerónimos, pero el hecho de que la sala fuera una habitación relativamente pequeña y de planta hexagonal hacía que pareciera un asfixiante pozo. Las colgaduras moradas sólo llegaban hasta la mitad del muro, y más arriba las paredes de piedra desnuda se perdían en las sombras. El diplomático era un hombre maduro con el largo cabello gris recogido en una cola alta sobre la coronilla, el típico peinado de los jerarcas labáricos. Estaba sentado detrás de una gran mesa de madera maciza.
– El Principio Sagrado es el Principio -dijo pomposamente, utilizando el saludo ritual de los únicos.
– Gracias por recibirnos, eminencia -contestó Paul Lizard.
– Es mi trabajo -masculló el hombre con tiesa gelidez.
El tipo tenía algo raro en la cara. De primeras, los afilados pómulos, la barbilla puntiaguda y las cejas elevadas y circunflejas, como las de los antiguos dibujos del diablo, daban la impresión de una fisonomía huesuda, severa y alargada. Pero luego se advertían los trémulos mofletes, la blandura general de la carne, la redondez del aplastado rostro. Era como si un hombre rechoncho y cabezón estuviera transformándose en un tipo delgado y anguloso, y en el proceso se hubiera quedado por error a medio camino. Los pómulos, el mentón y esas cejas imposibles que parecían dos tejaditos picudos sobre los ojos debían de ser un producto del bisturí. Bruna había leído en algún sitio que la religión labárica no admitía la cirugía plástica cuando su función sólo era estética, pero sí cuando la operación tenía una finalidad moral. Tal vez dotar de un aspecto algo más imponente y espiritual a ese tipejo gordinflón y anodino había sido considerado un mandato sagrado.
Lizard sacó una bola holográfica del bolsillo y la activó. Sobre la mesa del único flotó la palabra «venganza». La imagen estaba sin duda tomada del cuerpo de alguno de los cadáveres, aunque en la holografía no se percibía bien el soporte y el tatuaje estaba agrandado cuatro o cinco veces.
– ¿Conoce usted esto?
El tipo le echó una lánguida ojeada.
– No.
– ¿No hay nada en ello que le suene familiar?
– No -repitió el embajador sin siquiera molestarse en volver a mirar.
El inspector manipuló la bola y la imagen se amplió hasta mostrar lo que era: un tatuaje en la espalda del cuerpo desnudo de una mujer muerta.
– ¿Y ahora?
El legado contempló el cadáver un segundo con expresión vacía. Luego miró a Lizard.
– Ahora aún menos.
– Pero esa grafía… Esas letras son del Reino de Labari -saltó Bruna.
El canciller ni la miró. Siguió dirigiéndose a Lizard.
– De primeras podría parecer que ese tipo de escritura tiene semejanzas con cierto alfabeto usado en mi mundo en ocasiones ceremoniales.
– La escritura de poder labárica -remachó la rep.
El hombre ignoró su intervención y prosiguió:
– Pero estoy seguro de que se trata de una imitación.
– Yo he visto la escritura de poder y la grafía es idéntica -insistió Bruna.
– ¿Por qué crees… perdón, por qué cree usted que se trata de una imitación, eminencia? -preguntó Paul.
– ¿Por qué sabes cuando un replicante es un replicante y no una verdadera persona, a pesar de ser una imitación tan parecida? -respondió el único.
– Por los ojos.
Bruna se indignó con Lizard. Le indignó que contestara una observación evidentemente formulada para humillar.
– La escritura labárica también tiene ojos para quien sabe ver. Y esto es una falsificación, sin duda alguna. ¿Algo más?
– Sí. ¿Sabe usted de quién es ese cadáver?
El sacerdote suspiró con fastidio como si se tratara de una pregunta idiota, aunque su gesto de olímpico desdén quedó algo menoscabado por el retemblar de los mofletes.
– Supongo que es alguno de los replicantes recientemente ejecutados por otros replicantes.
– Y si de verdad la escritura fuera una falsificación, ¿quién podría estar interesado en implicar al Reino de Labari en un caso tan sucio como éste?
– La Única Verdad tiene más enemigos que granos de arena el fondo de los océanos. El Orden Primigenio siempre fue atacado por los esbirros del Desorden, que son multitud. Pero estamos acostumbrados: llevan milenios intentando desvirtuar nuestras palabras. No nos hacen mella.
– ¿Milenios? El Culto Labárico empezó hace menos de un siglo -intervino la rep con aspereza.