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El Canciller siguió sin mirarla.

– El Principio Único Sagrado fue el principio de todo. Luego el hombre débil olvidó quién era y lo que sabía. Nosotros sólo hemos retomado el viejo camino. Sólo hemos vuelto a pronunciar las palabras puras -declamó.

Luego se inclinó hacia delante y clavó unos ojos llameantes en Paul, mientras el rostro se le crispaba en un gesto de asco.

– Y además, ¿qué nos importa a nosotros que maten o no a esas cosas? No formaron parte del Principio y no cuentan. No existen. No tienen más entidad que la hebilla de tu zapato. Ya ves, nos parecen tan inapreciables e irrelevantes que incluso te hemos permitido introducir aquí, ¡aquí, en la embajada labárica!, a una de esas cosas. Y, por añadidura, hembra.

El hombre se puso bruscamente en pie, aunque en realidad no se notó mucho: era bastante más bajo de lo que su gruesa cabeza hacía prever.

– Que el Principio Sagrado sea tu Ley -masculló ritualmente.

Y salió del cuarto arrastrando por el suelo un informe ropón de color violeta que le venía demasiado largo.

Bruna abandonó el edificio a toda prisa: la ira había puesto alas en sus pies. Lizard la seguía varios pasos atrás, cauteloso y cachazudo, barruntando tormenta.

– Espera, Bruna… ¿dónde está el fuego?

La rep giró sobre sí misma como un látigo y apuntó hacia el policía un dedo tembloroso.

– Tú… Gracias por apoyarme delante de ese miserable especista -rugió.

– Profesionalidad, profesionalidad… Una detective como tú debe saber que gran parte de nuestro trabajo consiste en interrogar a gente mala, y los malos suelen ser desagradables. No hay que perder la calma digan lo que digan. Dicen todo eso para desconcentrarte. Y contigo ha funcionado.

En realidad, la androide en el fondo lo sabía, Lizard tenía razón. Pero estaba demasiado llena de furia como para poder enfriarse tan pronto.

– Todos los humanos sois iguales. Al final siempre os apoyáis los unos a los otros -dijo malignamente con los restos de amargura que le quedaban en la boca.

El rostro del inspector se ensombreció.

– Eso no es verdad -masculló con un dejo de fastidio.

Bruna había deseado herirle y sin duda lo había logrado. Ahora empezaba a arrepentirse, pero no podía pedirle perdón. No todavía. No con toda esa adrenalina y esa humillación dándole aún vueltas por dentro. De manera que caminaron durante unos minutos el uno junto a la otra sin decir palabra y sin saber hacia dónde iban, hasta que el hombre se detuvo.

– Es hora de comer. Tomemos algo rápido y así hablamos un poco sobre el caso.

Antes de poder contestar entró una llamada de Nopal. Bruna dio un respingo, hizo una seña con la mano al policía indicando que la aguardara y se retiró unos metros para hablar con el memorista.

– ¿Qué haces con ese perro de presa? ¿Ya has conseguido que te detenga? -dijo el escritor con sorna.

¿Y a ti qué te importa?, pensó la detective. Pero por alguna razón no pudo decírselo. Se agarró la muñeca del móvil con la otra mano porque estaba temblando. Nopal la ponía nerviosa.

– Qué quieres.

– Tu cita de mañana. Me ha llamado el tipo. Quiere que vayas una hora antes.

Sí, claro. El encuentro con el pirata que rellenaba memorias ilegales.

– Entonces será a… las 12:15, ¿no? ¿Mismo lugar?

– Sí.

– De acuerdo, gracias.

Pablo arrugó la frente.

– Escucha… ese Lizard es peligroso. No confíes en él.

Bruna se irritó. De pronto sentía que tenía que defender al inspector. Sentía que Paul era su amigo. Paul. Era la primera vez que pensaba en él por su nombre de pila. Por lo menos, Bruna se sentía menos en riesgo con Paul que con Nopal.

– Te equivocas. El otro día me salvó de una paliza -dijo.

Y resumió al escritor el encuentro con los matones.

– Vaya, qué casualidad. Te atacan y precisamente Lizard está ahí. Y le basta con sacar la pistola para que todo el mundo salga corriendo. Porque resulta que, oh, fortuna, ninguno de los asaltantes lleva un arma de fuego. Y nadie es detenido, desde luego. Yo sé escribir escenas mucho más verosímiles.

– Qué tontería -dijo la rep.

Pero las palabras de Nopal empezaron a zumbar alrededor de su cabeza como amenazadores avispones.

– No me creerás, Bruna, pero soy tu amigo. Estoy y estaré siempre de tu lado. Y me preocupa lo que te pase. Es evidente que esta escalada de violencia antitecno está meticulosamente organizada. Lo veo, lo sé, ¡me he pasado años recreando la vida y puedo ver cuando la realidad es demasiado perfecta, más real que lo real! Todo lo que está sucediendo ha sido preparado, está dirigido, tiene un guión. Y tú no puedes montar algo así sin que intervenga también la policía…

La androide calló. No quería escuchar más. Pero escuchó.

– ¿No hay nada de él que te haya sorprendido? ¿Ningún comportamiento extraño? ¿No se habrá esforzado por casualidad por hacerse amigo tuyo? ¿Por ganarse tu confianza?

Bruna echó una ojeada a Lizard y le pilló contemplándola desde lejos con los brazos cruzados. La androide desvió la vista a toda velocidad. En efecto, el policía le había parecido siempre demasiado amigable… Demasiado colaborador. Como hoy. ¿Por qué la había llevado a ver al sacerdote?

– Pero… ¿de qué le serviría hacerse amigo mío?

– Que yo sepa, eres el único detective independiente que está investigando el caso por cuenta de los tecnos. Si te tiene cerca, puede enterarse de lo que vas descubriendo. Y quizá quiera utilizarte para algo peor. Este guión guarda aún muchas sorpresas, y me parece que es una historia de terror. Cuídate, Bruna, y no confíes en él.

Y cortó la conversación, dejando a la rep con una sensación de orfandad y desconsuelo.

La androide regresó lentamente hacia donde la esperaba Lizard con el ánimo tan pesado como sus pies.

– ¿Qué te ha dicho? -preguntó el policía con acritud.

– ¿Qué?

– Nopal. ¿Qué te ha dicho?

– ¿Por qué miras por encima del hombro para ver quién me llama? ¿Esa ausencia del más mínimo respeto forma parte de la brutalidad policial?

– Te he visto. He visto esa mirada de refilón que me has echado. No era una buena mirada.

– ¡Oh, por todas las malditas especies…! ¡No me fastidies con tus paranoias!

– ¿Por qué te has puesto tan nerviosa cuando te ha llamado? Nunca te había visto así. ¿Qué te pasa con ese hombre? No confíes en Nopal, Husky.

Vaya, antes la llamaba Bruna. Había regresado a la formalidad del apellido. Los ojos verdes del policía se veían muy oscuros, casi negros. Duras bolas brillantes de expresión temible atrapadas como insectos bajo sus gruesos párpados.

– Pablo Nopal es un asesino. Lo sé. Mató a su tío y probablemente al secretario. Todo le incrimina sin ninguna duda, pero se salvó porque no pudimos encontrar el arma. Usó una pistola antigua, un arma de pólvora con munición metálica de 9 mm. Probablemente una P35…

– Una Browning High Power… Esa pistola es de hace más de un siglo…

– Sí, un trasto viejo, pero con capacidad de matar.

Las armas de pólvora habían sido retiradas de circulación tras la Unificación con la famosa Ley de Manos Limpias, que limitó también de manera estricta el uso del plasma a las fuerzas de seguridad y al ejército. Las viejas pistolas y revólveres fueron rastreados con eficaces escáneres capaces de detectar sus aleaciones metálicas, y las pistolas de plasma necesitaban para su fabricación una lámina de celadium, el nuevo mineral de las remotas minas de Encelado, en donde cada una de las láminas era registrada, numerada y dotada de un chip localizador. Pese a todas estas precauciones, en la Tierra abundaban las armas ilegales de todo tipo, reliquias de la era de la pólvora y plasmas variopintos.

– Lo que quiero decir es que es un hombre sin escrúpulos y sin moral. Un tipo verdaderamente peligroso.

Y ha sido memorista… Tal vez sea él quien esté haciendo los contenidos de las memas adulteradas. ¿Para qué te llama? ¿Se ha ofrecido quizá para ayudarte? ¿No te parece raro? No sé qué poder tiene sobre ti, no sé por qué te turba tanto, pero sé que te está engañando.