– Oh, déjame en paz -barbotó Bruna.
Lo que quería decir era: no sigas, cállate, no quiero escuchar más, estoy confundida. Pero la confusión le provocaba inseguridad, y la inseguridad la ponía furiosa.
– Estoy harta. Me voy.
Dio la espalda a Lizard y se alejó con nerviosas zancadas calle abajo. Iba ya a saltar a una cinta rodante cuando, de pronto, se le ocurrió una idea maravillosa. Una idea increíblemente sencilla, deslumbrante. Volvió la cabeza: le llevó unos segundos divisar los grandes hombros del inspector y su cuello recio sobresaliendo por encima de la gente. Corrió detrás de él y lo alcanzó justo cuando el hombre iniciaba la complicada maniobra de plegar su corpachón para meterse en el coche.
– Lizard… Paul… por favor, espera…
Tomó aire y dibujó una amplia sonrisa en sus labios. No le fue difíciclass="underline" estaba tan encantada con la idea que había tenido que sentía ganas de reír.
– Te pido disculpas. Me estoy comportando como una estúpida. Estoy… nerviosa.
– Estás inaguantable -dijo él en un tono neutro y aplomado.
– Sí, sí, perdona. El labárico me sacó de quicio. La situación entera me saca de quicio. Pero dejemos eso. Hablabas antes de tomar algo. Me parece bien, pero vamos a mi casa. Prepararé cualquier cosa de comer y de paso quiero enseñarte algo.
– ¿Qué?
– Ya lo verás.
En el coche oficial llegaron enseguida, pero a Bruna se le hizo eterno. Le costaba contener la excitación. Subieron en el ascensor sin decir palabra y al llegar a la planta la rep se abalanzó a su puerta y la abrió. Una extraña música llenó el descansillo. De pie en medio del salón-cocina, el bicho estaba soplando una especie de flauta. Se detuvo y bajó el instrumento.
– Hola, Bruna.
– Hola, Maio -dijo ella, por primera vez verdaderamente contenta de verlo.
La rep miró a Lizard. El hombre estaba pasmado. Al fin había logrado quebrar su estúpido aire de flemático sabelotodo. Volvió a contemplar al alienígena: enorme, tan alto como Lizard pero aún más ancho, con esa cara increíble de perro gigante y con el torso desnudo y una algarabía de palpitaciones y colores, de trémulas vísceras y jugos interiores atisbándose a través de su piel traslúcida. Guau. Bruna estaba empezando a acostumbrarse al bicho, pero desde luego era una visión impresionante.
– Perdón -rumoreó Maio con su voz de arroyo.
Cogió la vieja camiseta y se la puso.
– Me la quité porque es molesta, lo siento.
No era de extrañar que le molestase: entraba a reventar sobre su gran tórax y parecía apretarle como una faja.
– Tú debes de ser un refugiado omaá… -murmuró el policía, aún algo aturdido.
– Así es.
– Lizard, éste es Maio. Me lo encontré un día en… la calle. En fin, ayer le dije que se podía quedar a dormir en el sofá… hasta que busque algún lugar donde meterse. Y, Maio, éste es el inspector Paul Lizard, que me está ayudando con mi último caso. Por favor, Lizard, explícale lo que haces…
– ¿Que le explique qué?
– Sí, vamos, cuéntale que estás investigando el asunto de las muertes de los reps… Y que hemos estado colaborando juntos…
Mientras hablaba, Bruna miraba intensamente al omaá a los ojos, como intentando pasarle una señal. Luego se dio cuenta de su estupidez, y empezó a decirle mentalmente al bicho: métete en su cabeza. Métete en la cabeza de este tipo y dime qué piensa. Dime si me oculta algo. Dime si quiere hacerme daño.
– No puedo… -dijo el omaá.
– ¿No puedes qué? -preguntó Lizard.
– ¿Cómo que no puedes? -gritó ella.
– ¿Qué es lo que no puede? -insistió el policía.
El omaá bajó la cabeza y repitió:
– ¡No puedo!
Sonó como quien lanza el contenido de un cubo lleno de agua contra un muro.
– Pero ¿por qué? -se desesperó Bruna.
El alienígena empezó a cambiar de color. Todo él se oscureció, adquiriendo una tonalidad pardo-rojiza.
– ¿Qué te ocurre? -se preocupó la rep.
– Es el kuammil. Es una consecuencia de una emoción intensa. Como cuando quieres hablar pero no debes.
– ¿Qué está pasando aquí? -masculló Lizard con irritación.
Algo le dijo a Bruna que no debía ahondar en el asunto. No por el momento.
– Entonces, ¿de verdad que no puedes?
Maio negó con la cabeza. La rep se volvió hacia el inspector.
– Mira, perdona, mejor lo dejamos y te vas. Además, no tengo nada de comer. Ya hablaremos otro día.
Lizard la miró con los ojos más abiertos que nunca. En ese momento el hombre advirtió que Bartolo le estaba royendo los bajos del pantalón y, sacudiendo el pie, lanzó a la criatura a medio metro de distancia. El bubi chilló.
– ¡Qué haces, bruto! -gritó la rep, furiosa, agachándose a coger al tragón en sus brazos y sin darse cuenta de que ella había hecho lo mismo dos días antes.
La indignación parecía haber arrebatado a Lizard toda su somnolencia.
– Estás loca -barbotó.
Lo dijo con rabia. Con odio.
– Lo que pasa es que no confío en ti, Lizard.
– Yo tampoco en ti. Porque estás loca. Quédate con tu zoo sideral y déjame en paz -escupió él.
Y se marchó dando un portazo.
La androide se volvió hacia Maio, que estaba recuperando lentamente su color tornasolado habitual.
– Y tú, a ver, dime, ¿por qué demonios no puedes leer sus pensamientos?
El omaá se oscureció un poco.
– Sólo puedo meterme en la cabeza de aquellos seres con los que he estado cerca.
Bruna se inquietó.
– ¿Cómo de cerca?
– Muy cerca. Totalmente cerca, íntimamente cerca. Todo lo cerca que pueden estar dos seres. Cuando dos seres hacen guraam, se rozan los kuammiles y a partir de entonces se pueden leer mutuamente el pensamiento. Guraam significa conexión. Es lo que vosotros llamáis…
Bruna levantó una mano.
– No sigas.
– No sigo.
Estaba otra vez de color rojizo amarronado.
Cuatro años, tres meses y quince días, pensó Bruna para pensar en algo que no fuera el omaá. Se fue al cuarto de baño por si la náusea que sentía acababa en un vómito, pero no pasó nada. Se mojó la cara con su preciosa y precaria reserva de agua. Cuatro años, tres meses y quince días. Lo que se hubiera reído Merlín de todo esto.
Regresó a la sala y Maio estaba soplando de nuevo en su pequeño trozo de madera. O de algo parecido a la madera. Era como una flauta, sólo que en uno de los costados había unas estrías que recorrían el instrumento de punta a punta. Y se tocaba transversalmente, como las armónicas, pasando los labios sobre las ranuras. Producía un sonido embelesante, un siseo líquido delicado y hermoso. Bruna se sentó en el sillón y dejó que la música alienígena la relajara. Eran unas notas que parecían acariciar la piel. Que entraban por la epidermis, no por los oídos. Al rato, Maio se detuvo, tan opalino y multicolor como siempre.
– ¿Todos los omaás tocan así de bien?
El bicho sonrió.
– No. Yo soy ambalo. Quiere decir virtuoso del amb, que es este instrumento. Soy músico.
Entonces Bruna tuvo otra idea luminosa. La segunda gran idea del día. Y rogó mentalmente a Gabriel Morlay que esta vez saliera bien.
Llegaron al circo entre la función de la tarde y la de la noche. En esta ocasión Bruna no desconectó su móvil, porque tenía una razón comprensible y legal para visitar a Mirari. El trayecto hasta allí fue bastante desagradable: no era el mejor momento de la historia para que un alien zarrapastroso y una replicante de combate cruzaran Madrid codo con codo. Por no mencionar a Bartolo, que iba montado a caballito en el poderoso cuello del omaá. Formaban un grupo llamativo, pero el miedo que provocaban era más fuerte que el rechazo, y los humanos iban desapareciendo a toda velocidad delante de ellos. Las calles, los trams y las cintas rodantes se vaciaban a su paso como si fueran radiactivos. Si no hubiera sido tan deprimente hasta habría resultado divertido.