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Encontraron a la violinista en su camerino comiendo una pizza. Les miró impasible y Bruna envidió su temple, o quizá su experiencia. Probablemente Mirari había tratado antes con alienígenas.

– ¿Qué pasa?

– Hola. Éste es Maio. Es músico. Me gustaría que lo escucharas tocar.

Mirari torció la cabeza para observar con atención al alienígena. La mujer parecía un pájaro con el rostro rematado por la brillante corona de su pelo, blanco y tieso como una cresta plumosa.

– Un flautista omaá… Dicen que son buenos. ¿Queréis una pizza?

Manipuló la pequeña cocina-dispensadora que tenía en el cuarto y enseguida aparecieron en el cajetín dos humeantes pizzas vegetales extragrandes y una de tamaño pequeño para Bartolo. Masticaron todos en silencio durante algunos minutos hasta terminar con la última miga. Luego se lavaron las manos en un chorro de vapor.

– A ver qué sabes hacer -dijo Mirari, arrellanándose en el asiento.

Maio se llevó el amb a los labios y comenzó a soplar. Líquidos sonidos nacieron de su boca, hilos rumorosos que parecían deslizarse por la habitación dejando un rastro de luz. Bruna aguantó la respiración, o más bien olvidó respirar durante unos segundos, sumergida en la música como quien se zambulle dentro del agua.

Algo semejante a un delicado, conmovedor lamento resonó a su lado. La rep volvió el rostro y vio que Mirari estaba de pie, tocando su violín. Las voces de ambos instrumentos se fueron trenzando en el aire, la flauta sinuosa y apaciguadora junto con el quejido en carne viva del violín, formando un todo tan profundo e inmenso que Bruna sintió que por sus venas fluían sonidos en vez de sangre. El tiempo se deshizo, el pasado se fundió con el presente y Merlín volvió a estar vivo porque en esa melodía primordial cabía absolutamente todo menos la muerte. Y entonces el arco de crines resbaló y el violín chirrió, rompiendo el hechizo.

– ¡Mierda! -gritó Mirari, fuera de sí, arrojando el arco al suelo.

Dejó el violín sobre el asiento y empezó a darse puñetazos en su agarrotado brazo biónico con la otra mano. Debió de parecerle poco, porque luego se acercó a la pared y, balanceando el cuerpo con movimiento de látigo, estrelló repetidas veces el brazo contra el quicio de la puerta. Estaba furiosa y el estruendo de chatarra aporreada parecía avivar su frenesí. Al fin se detuvo, acezante y agotada, su blanquísimo rostro enrojecido con incendiados parches de rubor, el brazo artificial colgando laciamente del hombro, descuajeringado. Mirari resopló, apartó el violín con mano temblorosa y se dejó caer sobre el asiento. Maio y Bruna la observaban en silencio. La violinista fue recuperando el ritmo de la respiración. Luego miró con inquina el miembro ortopédico y se puso a revisarlo y a moverlo. Chirriaba.

– Ya me lo he vuelto a cargar… -musitó, taciturna.

Se estiró para recoger el arco del suelo.

– Por lo menos esto no se ha roto.

Levantó la cara y miró al alienígena.

– Eres muy bueno, omaá. Eres maravilloso. Lástima.

Hizo una mueca que tal vez pretendiera ser un gesto duro pero que en realidad resultaba desolador, y abriendo una caja roja que tenía en el suelo, sacó un destornillador electrónico y se puso a hurgar en las junturas del brazo.

– Espera, Mirari. Yo sé un poco de esto. Creo que puedo ayudarte -dijo Bruna.

Y era cierto: la dotación de serie de los tecnos de combate incluía una formación de grado medio como mecánicos electrónicos, para que, en una emergencia, pudieran reparar sobre el terreno armas, periféricos y vehículos.

La violinista le pasó el destornillador y se recostó en el respaldo. Se la veía agotada. Acuclillada junto a ella, la rep se puso a estudiar el funcionamiento de la ortopedia.

– Me contaste el otro día que tu violín era un Sten… un no sé qué, una pieza muy cara. ¿No podrías venderlo y comprarte un buen brazo? -comentó mientras apretaba unos remaches.

– Un Steiner… Todos decían que yo era una buena violinista. En realidad decían que era muy buena. No lo cuento por vanidad, sino para que comprendáis lo que sucede. El caso es que yo confiaba en mi música y quería crecer… Seguro que tú me entiendes, omaá. Quería crecer y para eso necesitaba un buen violín. Me enamoré de ese Steiner y ya no podía pensar en nada más, de manera que pedí dinero prestado y me lo compré. Pero hubo unas cuantas cosas que me salieron mal y de pronto no pude seguir pagando el préstamo, así que hice un par de saltos, me teleporté un par de veces a las minas exteriores para sacar dinero. Y lo que pasó es que a la vuelta del segundo viaje, en mi cuarto salto, el desorden celular hizo que este brazo llegara sin huesos. Sólo quedaba la última falange del dedo anular; el resto del tejido óseo se había volatilizado y la extremidad era una piltrafa de carne que hubo que amputar. Así que perdí el brazo para adquirir el violín, y ahora no estoy dispuesta de ninguna de las maneras a vender el violín para conseguir un brazo. Por eso me he metido en los otros negocios subterráneos: para reunir ges y hacerme con una buena pieza de ingeniería biónica. Aunque, con la suerte que tengo, seguro que antes acabaré en la cárcel.

Bruna nunca le había escuchado a Mirari una parrafada tan larga. Tensó con cuidado un cable del codo y luego miró a la violinista.

– Te ha gustado Maio, ¿no?

– Es espléndido. Podría dedicarse a eso. Se ganaría bien la vida. Los flautistas omaá son una rareza cotizada.

– Exacto… Es lo que pensé. Me dije, ¿no le interesaría a Mirari para su orquesta?

La violinista se enderezó en la silla y puso una expresión reconcentrada. Casi se podía oír el ruido de sus pensamientos.

– Un músico tan bueno y además alienígena… -dijo lentamente-. Sí… estaría bien. Nuestra pequeña orquesta mejoraría mucho. Podríamos renegociar nuestro contrato. Incluso pedir un porcentaje de las ganancias. ¿A ti te interesa?

Maio sacudió afirmativamente la cabeza.

– Entonces de acuerdo. Todos a partes iguales. Pero yo soy quien mando, ¿está claro? Todavía tengo que consultárselo a los demás, pero dirán que sí. Siempre dicen lo mismo que yo digo.

El alien volvió a cabecear enérgicamente. Su corpachón se estaba encendiendo de vibrantes colores. Tal vez fuera una manifestación de alegría.

– Una cosa más: Maio no tiene lugar donde vivir… Y, además, tampoco me gustaría separarlo del tragón, ¡se llevan tan bien! -dijo la rep, esperanzada: con un poco de suerte, podría librarse de los dos en una sola carambola.

Mirari se encogió de hombros.

– Pueden quedarse aquí, en el camerino. Hay una cama detrás de ese biombo.

Y, sin darse cuenta, señaló hacia el fondo del cuarto con el brazo biónico, que se desplegó dócilmente en el aire.

– ¡Ah! Vaya, ya funciona… -dijo, tentando con un dedo las articulaciones de metal.

– Sí, funciona. Aunque procura no volver a machacarlo contra la pared hasta que no puedas comprarte un brazo nuevo.

Bruna estaba haciendo cola delante de la ventanilla de admisión. Llevaba tiempo de pie y empezaba a cansarse; hacía calor, la sala carecía de ventilación, el lugar era opresivo y deprimente. Cientos de personas se apretujaban en un espacio demasiado pequeño, de techos bajos y luces mortecinas. Había viejos sentados sobre bultos, adultos que paseaban nerviosos, niños que lloraban; fuera de esos llantos, reinaba un extraño silencio, como si la gente hubiera agotado las palabras con tan larga espera. Parecían refugiados de guerra, apátridas en busca de un asilo, y de alguna manera la rep sabía que era así. Miró alrededor y se dijo que todos los que llenaban la sala, tecnos y humanos, mutantes y bichos, eran seres desesperados, aunque se tratara de una desesperación fría, pasiva, resignada. De pronto, Bruna se encontró ante la ventanilla: al fin había llegado. Una mujer se hizo cargo de sus documentos y un hombre la condujo hasta una puerta.