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– Es tu turno -dijo.

Ante ella, bastante más abajo, en una visión panorámica a sus pies, se abría el maravilloso espectáculo de una ciudad abigarrada y pletórica, un radiante charco multicolor por debajo de la oscura bóveda del firmamento. Excitación y vértigo. Dio un paso hacia delante pero alguien agarró su brazo y la detuvo.

– Él no puede pasar.

La androide se volvió, sorprendida, y descubrió que Merlín estaba a su lado. Se encontraban cogidos de la mano.

– Él, no -volvió a decir la voz, imperativa.

Merlín la miró y sonrió. Una sonrisa pequeña y melancólica. Bruna quiso hablar con él, quiso dar la vuelta y regresar a la sala. Pero ya se habían puesto en movimiento, ya todo era imparable y era muy rápido. Bruna descendía volando hacia la ciudad y Merlín se iba quedando rezagado, Merlín era un peso muerto tirando de ella. La rep apretó la mano de su amante, apretó y apretó para no soltarse de él, para no separarse. Pero el hombre flotaba como un globo de helio y se quedaba atrás, haciendo que su brazo se estirara dolorosamente.

– ¡Nonononono! -gritó la androide, sintiendo que se le escapaba.

En su desesperación por no perderle le clavó las uñas en el dorso, pero las sudorosas manos fueron resbalando y, de pronto, ya no se tocaban. Merlín, con las extremidades extendidas en el aire como una estrella, ascendía hacia el cielo negro e inacabable y desaparecía al fin a la deriva entre las sombras del nunca jamás.

Bruna se sentó de golpe en la cama. Estaba empapada de sudor y jadeaba, porque el terror de la pesadilla todavía le aplastaba los pulmones. Miró la hora proyectada en el techo: 03:35. Del jueves. No, del viernes. Del 28 de enero de 2109. A una semana del final del mundo, según los apocalípticos. Cuatro años, tres meses y catorce días.

Gimió quedamente porque el dolor la estaba matando. El dolor de la ausencia de Merlín, el dolor del recuerdo de su dolor. Si la gente viera morir a los demás de modo habitual, si la gente fuera consciente de lo que cuesta morirse, perdería la fe en la vida. Bruna tensó las mandíbulas y rechinó los dientes. Basta, pensó. Se levantó de un salto, se puso el viejo equipo de deporte de la milicia y salió del apartamento a desfogarse. Madrid estaba desierto, más solitario aún porque en la esquina ya no se encontraba apostado Maio: su presencia había sido tan constante que ahora parecía haber dejado un hueco en el paisaje. Pero el bicho se había quedado en el circo, con Mirari.

Bruna empezó a trotar por la calle vacía pero enseguida se puso a correr, salió disparada a toda velocidad sin siquiera esperar a calentar, corría y corría por encima de su capacidad y los muslos empezaron a dolerle y el aire penetraba en sus pulmones como si fuera fuego. Zancada-zancada-zancada, sus pies resonando sobre el duro asfalto, el corazón retumbando en la garganta, el cielo sobre su cabeza, tan negro y amenazador como el de su pesadilla. Ah, Merlín, Merlín. El sonido empezó a salir a presión entre sus dientes apretados, primero fue un gruñido, luego un gemido, ahora Bruna había abierto la boca de par en par y gritaba, aullaba con todas sus fuerzas, con su carne y sus huesos, cada una de las células de su organismo exhalaba a la vez ese alarido, corría y gritaba como si se quisiera matar gritando y corriendo, como si quisiera volver su cuerpo del revés. Las gruesas botas militares caían una y otra vez sobre la acera y el pesado golpeteo resultaba vagamente satisfactorio, le parecía estar pisoteando el mundo y dándole patadas a la realidad. Bruna corría con saña.

De cuando en cuando sombras fugaces como cucarachas desaparecían a toda velocidad delante de ella. Se abrieron algunas ventanas a su paso, se iluminaron luces. Cuatro años, tres meses y catorce días, pensó la androide mientras chillaba a pleno pulmón. O también: 711 días. Ya casi dos años desde la muerte de Merlín. Entre los dos vectores, la suma ascendente de la memoria y la descendente de la propia vida, se abría el gran agujero de los terrores, el insoportable sinsentido. Imposible no desesperarse y no gritar.

Justo en ese momento vio que una pistola emergía frente a ella en la oscuridad.

– ¡Alto! Policía. Identifícate.

Era un PAC, un Policía Autónomo Contratado, un servicio mercenario que utilizaba el gobierno regional, siempre en perpetua crisis económica e incapaz de mantener sus propias fuerzas de seguridad. Las empresas de PACS variaban mucho en precio y calidad; este agente jovencito de voz indecisa y arma temblorosa debía de pertenecer a una contrata muy mala y muy barata. Sin detenerse, Bruna aprovechó el impulso de su furor y su carrera para arrancarle la pistola al muchacho de un puntapié y luego arrojarse sobre él. El chico cayó de espaldas al suelo y la rep quedó encima y atenazó su cuello. El policía ni siquiera intentó defenderse: estaba lívido, paralizado de terror. En un chispazo de cordura, la androide se vio a sí misma desde fuera: con el rostro deformado por la ira y rugiendo. Porque ese ruido sordo que escuchaba era su propio rugido… un amenazador bramido de animal.

– Por-favor-por-favor-por-favor -farfulló el policía medio ahogado.

Era un niño.

– ¿Por qué me has apuntado?

– Perdona… Perdona… Los vecinos nos han avisado… yo era el que estaba más cerca…

Eso quería decir que pronto vendrían más.

– ¿Qué edad tienes?

– Veinte.

¡Veinte años! Bruna jamás había tenido veinte años, aunque los recordara. Experimentó una punzada de odio tan inesperado y tan agudo que se sobresaltó: un odio infinito hacia ese humano privilegiado que ni siquiera sabía lo mucho que tenía. Sus manos vibraron por un momento con el deseo de apretar los dedos. De cerrar las manos en torno al cuello del chico. Fue como un calambre, como el paso instantáneo y galvanizador de una corriente eléctrica. Pero después ese impulso se fue y no quedó ni rastro. Sólo quedó un chico, casi un niño, a punto de llorar bajo sus garras. Y un cielo muy negro sobre sus cabezas.

Entonces Bruna soltó al policía y se puso de pie.

– Perdona. Lo siento de verdad. Espero no haberte hecho daño.

El policía se sentó en el suelo y negó con un gesto.

– Ha sido un acto reflejo al verte venir hacia mí con la pistola de plasma. Estoy con los nervios de punta, eso puedes entenderlo. Nos estáis persiguiendo, nos estáis marginando, nos estáis odiando. Nos estáis matando. Pero fuisteis vosotros quienes nos construisteis.

Dos lágrimas densas y redondas como gotas de mercurio cayeron sorpresivamente por las mejillas de Bruna. ¿De dónde salía ese agua? ¿Cómo era posible haber vivido antes tanto dolor con los ojos siempre secos, y llorar ahora sin ningún motivo? Entonces, mientras intentaba controlarse y contenerse, la rep vio que el PAC también estaba llorando. Sentado sobre el suelo, como un niño chico, mojaba sus pestañas con un pequeño llanto. Tan distintos los dos, y de repente unidos por las lágrimas en esa noche oscura y solitaria. Fue un instante muy extraño. El momento más raro de la vida de Bruna.

Entre su absurda carrera de madrugada y lo mucho que le costó volver a conciliar el sueño. Bruna no había dormido nada. Se levantó más cansada de lo que se había acostado la noche anterior, torpe hasta la exasperación, lenta y atontada. Se equivocó al pulsar la cocina dispensadora y en vez de un café se sirvió una sopa que tuvo que tirar; decidió entonces coger uno de esos expresos desechables que bastaba con agitar para que adquirieran la temperatura perfecta, pero cuando despegó la cubierta del vaso se derramó todo el líquido encima. Ya estaba de suficiente malhumor, pero por añadidura la ducha de vapor dejó repentinamente de funcionar y la androide tuvo que aclararse con agua. Un costoso desperdicio, sobre todo teniendo en cuenta el calamitoso estado de sus finanzas.