– ¿Y no tienes alguna hipótesis?
– ¿Y tú? A fin de cuentas tú eres la detective.
Bruna frunció el ceño.
– Al principio pensé que era una guerra por el mercado… para desembarazarse de los competidores.
– No. Además, no parece que quieran acabar con todos… De mis socios habituales, sólo han matado a uno. Estaba en compañía de otro traficante cuando lo asesinaron, pero al otro no lo tocaron. Parece que también los seleccionan.
– ¿Quizá por algo que saben?
El memorista palideció. Por eso se había operado de una manera tan salvaje, se dijo Bruna. Todo empezaba a encajar: no fue una cirugía estética, sino un cambio de aspecto y de identidad. Era un hombre que intentaba esconderse, un fugitivo.
– Por algo que saben… -repitió taciturno el pirata.
– Por ejemplo, lo de aquel proyecto clandestino de la antigua UE para implantar comportamientos inducidos. Aquellas memorias artificiales para humanos…
La idea se le había ocurrido de pronto, como salida de la nada. La androide siempre se dejaba llevar por esos súbitos relámpagos intuitivos: estaba convencida de que a veces se le metían esos pensamientos en la cabeza porque los captaba de alguna manera del entorno. La serie de replicantes de combate a la que pertenecía Bruna había sido provista de una enzima experimental, la nexina, que supuestamente fortalecía la percepción empática. Los experimentos no habían sido concluyentes y la enzima se consideraba oficialmente un fracaso, pero dijeran lo que dijesen los bioingenieros, a la detective le parecía que aquello funcionaba, al menos de cuando en cuando. El memorista se encogió sobre sí mismo.
– ¿Cómo sabes eso? -dijo bajando la voz.
– Todos tenemos contactos, como dices…
El hombre parecía incómodo.
– Es un tema muy… Ejem… Yo participé. Sí. No me importa decírtelo. Participé en aquellos experimentos. Cuando eran clandestinos, sí, pero oficiales. Un asunto de Estado. Y luego, cuando cerraron el programa a toda prisa y de mala manera, me hicieron la vida imposible. Me acusaron de cosas que no había hecho. Me expulsaron de la profesión. No me dejaron volver a trabajar de memorista. Y yo era el mejor. Soy el mejor. Por eso me habían contratado.
– No parece justo…
– ¡Es un atropello!
– ¿Y quiénes fueron los que te hicieron eso?
El hombre torció el gesto.
– No pienso decir más. Ya he hablado demasiado. Es peligroso.
– Pero esos miserables que te contrataron y que luego te destrozaron la vida… Merecerían que la gente supiera lo que han hecho…
El hombre resopló, furibundo.
– ¡Si se supiera yo ya estaría muerto! ¿Te crees que soy imbécil? No intentes dorarme la píldora de esa manera tan burda. No te creas que así me vas a sacar más información.
Bruna levantó las manos en un gesto de apaciguamiento.
– Está bien, de acuerdo, perdona. Es verdad que estaba intentando congraciarme contigo… un poco. Pero también es verdad que me parece una historia terrible… Y puede ser la razón de los asesinatos. ¿Quién dirigía ese programa? ¿Quién te hizo eso?
El memorista achinó los ojos y se mordió el labio inferior. Pero estaba demasiado iracundo para poder contenerse.
– La culpa no fue de quien llevaba la dirección científica. De hecho, los científicos también fueron…
El hombre calló de pronto y se quedó mirando a Bruna con ojos muy redondos. Y con la deformada boca muy redonda. Todo sucedió en una milésima de segundo, la inmovilidad, el gesto de pasmo; hasta que de su boca salió un chorro sanguinolento. Para entonces, la rep ya se había lanzado de cabeza al suelo y rodaba debajo del diván flotante. El aire olía a caramelo quemado, que era el olor del plasma, y a la dulzura nauseabunda de la sangre. Los disparos de plasma no suenan, de manera que sólo sabes que te están disparando cuando la helada luz te abre un agujero. Bruna gateó por debajo de los sofás y se protegió tras el armario Ming. Sacó su propia pistola, que parecía tan pequeña en su larga mano, e intentó calibrar la situación. Desde su precario parapeto no se veía a nadie. El memorista había caído de bruces al suelo; el tiro le había entrado por el cuello y parecía haberle reventado la tráquea. Debían de haber utilizado un plasma negro, un tipo de armamento ilegal cuyo impulso lumínico se convertía en un ancho haz al entrar en el blanco. De ahí la cantidad de sangre que le había salido por la boca, el instantáneo destrozo. En cualquier caso, el tiro habría tenido que venir de la puerta. Era la única entrada que había en la nave, estaba justo al lado del ascensor y sin duda daba a la escalera. Aguantó la respiración y escuchó atentamente. No se oía nada, aparte del murmullo acuoso del muerto al desangrarse.
Y no se veía a nadie.
Pero el agresor o los agresores tenían que estar ahí.
¿O tal vez sólo habían querido asesinar al memorista?
Esperó.
Y esperó.
Seguramente ya se había ido, pensó. Con un plasma negro, el armarito chino tras el que intentaba protegerse no era mayor defensa que una hoja de papel. Si el asesino hubiera querido matarla a ella también, ya lo habría hecho. Con cuidado, y siguiendo el recorrido que se había planificado previamente, Bruna se desplazó del armario al sillón grande. Del sillón a la mesa. De la mesa a la otra mesa de despacho. Ahí se detuvo, porque luego venía lo peor, un trecho despejado y bastante largo hasta la puerta. La nave no tenía ventanas, sino que estaba iluminada por unas placas cenitales de luz solar; de modo que tendría que salir por donde había entrado. Pero no por el ascensor, que podía convertirse en una estrecha trampa, sino por la escalera. Por el mismo lugar por donde sin duda había llegado el agresor.
Cogió aire y se lanzó en un sprint final hacia la puerta. La abrió de una patada. No había nadie. Pensó con regocijo: ya estoy casi fuera. Y en ese momento olió a sudor y adrenalina y percibió una leve vibración del aire a sus espaldas. Pensó en volverse pero no tuvo tiempo: algo duro le golpeó la cabeza y el hombro. La vista se le nubló y abrió las piernas en compás para no caer. Borrosos asaltantes salidos de no se sabía dónde se le echaron encima. No es posible, pensó en un exasperado instante. ¿Dónde estaban? ¿Dónde mierdas estaban metidos? Disparó al bulto su pistola de láser, pero un dolor lacerante en la muñeca le obligó a soltar el arma. Medio atontada, se defendió con furia animal de sus atacantes. Pegó, pateó, mordió. No le dolían los golpes que estaba recibiendo, pero era consciente de recibirlos. Demasiados golpes, calculó, no aguantaré mucho. Entonces se le doblaron las rodillas y se encontró en el suelo. Es el final, se dijo fríamente. Sin miedo, sin sorpresa. Y pensó en Merlín.
– Bruna… ¿cómo te sientes?
La rep no recordaba haberse desmayado, creía que había estado consciente todo el tiempo, quizá algo aturdida pero consciente; y, sin embargo, algo debía de haberse perdido, porque ahora no había nadie alrededor, es decir, no estaban sus agresores. Sólo estaba el enorme Lizard inclinado sobre ella. Daba una sombra agradable y era como una cueva protectora.
– ¿Cómo estás?
– Perfectamente -contestó la rep.
O eso quiso decir. En realidad, sonó algo así como «peccccccfemmmen».
– Bruna, ¿sabes quién soy yo? ¿Cómo me llamo?
La irritación la espabiló bastante.
– Oh, porrrtdas sas especies, eres Paul. Paul. ¿Quécésaquí?
Iba recobrándose por momentos. Y con la lucidez vinieron los dolores. Le dolía el cuello. Le dolía la mano. Le dolían los riñones. Le dolía la cabeza. Le dolía hasta el aire que entraba y salía despacio de sus pulmones.
– Te rastreé. Menos mal. Tardabas mucho en salir, así que decidí echar una ojeada. La puerta estaba abierta y te encontré aquí tirada. Te han dado una buena paliza. Por desgracia no pude ver a nadie. En el descansillo hay una puerta simulada que da a una escalera posterior. Debieron de huir por allí.