Bruna intentó incorporarse y soltó un gruñido.
– Espera…
Lizard la izó con la misma facilidad con que levantaría un muñeco y la dejó sentada con la espalda apoyada en la pared. También eso dolía. La espalda, o quizá la pared.
– ¿Cómo te sientes?
– Mareada…
Se llevó una mano a la boca con cuidado.
– Creo que te han roto un diente -informó Paul.
– No fastidies…
Bruna escupió en el suelo un redondel de sangre. Cosa que le hizo recordar al memorista pirata.
– Ahí hay un hombre que está…
– Muerto. Sí. Le reventaron el cuello de un disparo -contestó Lizard.
Por la puerta aparecieron una pareja de PACS jovencitos y con cara de susto.
– Ya era hora de que llegarais. Ahí tenéis un regalo… -dijo el inspector señalando con la cabeza hacia el cadáver-. Ya he avisado al juez. Que nadie toque nada hasta que él venga.
– Sí, señor.
Mientras tanto Paul estaba revisando con hábiles manos el cuerpo de la rep, moviendo sus piernas, sus brazos, palpando sus costillas.
– Estás llena de sangre, pero me parece que la mayor parte es de él.
– Estoy bien -dijo Bruna.
– Seguro. Venga, te llevo al hospital.
– No. Al hospital no. A mi casa.
– Bueno. A tu casa, pero pasando por el hospital.
Lizard recogió del suelo un zapato de la androide, que se le había salido en medio de la vorágine, y, levantándole el pie, la calzó con primorosa delicadeza. Y entonces Bruna sintió que algo se le rompía dentro, que algo le empezaba a doler mucho más que todos los demás dolores de su magullado cuerpo.
– Estoy bien -repitió, aguantando a duras penas unas absurdas ganas de llorar.
Ah, ¿qué iba a ser de ella? Hacer el amor con alguien era fácil. Acostarse con el inspector, por ejemplo, hubiera sido algo sencillísimo y banal. Una trivialidad gimnástica rápidamente olvidable. Pero que alguien le colocara el zapato que había extraviado, que alguien la calzara con ese mimo áspero, con esa torpe ternura, eso era imposible de superar. El pequeño gesto de Lizard la había dejado indefensa. Estaba perdida.
En el hospital le hicieron un TCG fluorado de cuerpo entero y asombrosamente no existían lesiones de importancia: los órganos estaban bien, no había hemorragia interna de ningún tipo y el golpe en la cabeza no parecía haber producido un trauma perdurable. Tenía un par de costillas fisuradas y una herida superficial de disparo de plasma en la muñeca: por fortuna no era plasma negro y no había afectado a los huesos. En fin, nada que no pudiera mejorar una dosis subcutánea de paramorfina. En cuanto al diente roto, en el mismo box de urgencias le extrajeron el raigón, le pusieron un implante y atornillaron un nuevo diente perfectamente indistinguible de los suyos. Ventajas de ir con Paul Lizard, sin duda: Bruna estaba pagando con su mediocre seguro de salud, pero el inspector conocía a medio hospital y consiguió que le dieran un trato de seguro de primera clase.
– Es el centro médico al que venimos los de la Brigada de Homicidios… Por eso te traje aquí.
Te traje, se repitió Bruna blandamente mientras el hombre la ayudaba a entrar en su coche. La rep tenía la sensación de que Lizard estaba decidiendo demasiadas cosas por ella y en otras circunstancias esa situación le hubiera resultado crispante. Pero estaba agotada y la paramorfina acolchaba sus nervios, de manera que se arrellanó confortablemente en el asiento y se dejó llevar sin decir nada. Al salir del parking del hospital, una racha de viento huracanado meció el vehículo.
– Viento siberiano. Estamos en emergencia, no sé si te has enterado… Está llegando una crisis polar.
Ni siquiera la placidez de la droga impidió que la noticia provocara en la androide un profundo fastidio. Aunque el cambio climático había hecho subir varios grados la media de temperatura anual y desertizado zonas antes boscosas y templadas, una inversión de la llamada oscilación ártica, fenómeno que Bruna nunca había conseguido entender, causaba de cuando en cuando unas inusitadas y breves olas de intensísimo frío, un día o dos de nieves copiosas, furiosos vendavales y una caída en picado de los termómetros, que en Madrid podían fácilmente llegar hasta los veinte grados bajo cero. Aunque el fenómeno no había hecho más que empezar y todavía tendría que descender bastante la temperatura, los viandantes caminaban penosamente contra el ventarrón con cara de frío y hacían cola delante de los supermercados para comprar provisiones o, aún peor, calentadores y ropa térmica. A la rep siempre le asombraba la imprevisión de las personas; todos los años había al menos un par de crisis polares, pero la gente vivía como si eso fuera una excepción, algo anormal que nunca volvería a producirse. Y así, cada vez que venía una ola de frío se agotaban los implementos térmicos.
– Mira, ya está nevando -dijo Lizard.
Y era cierto: copos medio desleídos se estrellaban contra el parabrisas. Una nieve mortal, pensó la detective: los hielos dejaban siempre un reguero de víctimas, los más viejos, los más enfermos, los más pobres. La androide respiró hondo, sintiéndose extraordinariamente bien en el cálido y mullido interior del vehículo, en la pastosa serenidad del mórfico, en la protectora compañía de Lizard.
– Te has equivocado de camino. Era de frente.
– No vamos a tu casa, Bruna. Creo que será mejor que, por lo menos hoy, descanses en un lugar seguro, y no sé si tu apartamento lo es. Se diría que últimamente hay demasiada gente empeñada en agredirte…
Cierto, pensó la androide. Antes de los asesinos del memorista estuvo el grupo de matones que la interceptó camino de casa, y antes aún el asalto de su vecina. De esa Cata Caín que llevaba escrita en su mema mortal la escena de su asesinato. La imagen de la rep sacándose el ojo se encendió un instante en la cabeza de Bruna como un relámpago de sangre. Se estremeció.
– Y entonces ¿adónde vamos? -preguntó.
Aunque sabía la respuesta.
– A mi casa.
La androide frunció levemente el ceño. No era bueno, no era nada bueno entregarse de ese modo a la voluntad del inspector, asumir esa pasividad de criatura herida, la confortable debilidad de la víctima. No era nada bueno permitir que Paul tomara decisiones por ella, que ni siquiera hiciera la pantomima de consultarle, que la dominara con guante de seda. En cualquier otro momento, la rep se hubiera negado, hubiera discutido y protestado. Pero ahora se dejó llevar, sintiendo un extraño placer en la docilidad. Un placer perverso. Qué más daba, se dijo.
– Qué más da -gruñó a media voz.
De pronto recordó que unos días atrás había dejado su tanga sobre el capó de este mismo coche y una pequeña sonrisa le subió a los labios. ¿Qué habría pensado el inspector al encontrar el regalo? ¿Habría adivinado que era de ella? Fue la noche que conoció a Lizard. Una noche muy loca: el cuerpo le hervía con el caramelo. Con sólo pensar en el cóctel de oxitocina, a Bruna le pareció que su piel se electrizaba un poco. Candentes y borrosas memorias del éxtasis carnal empezaron a encenderse en su cabeza. Pero entonces también recordó que acabó en la cama con el omaá, y la suave excitación erótica que estaba experimentando abortó de repente. Todo eso había sucedido… ocho, no, siete días antes. El viernes 21 de enero. Cuántas cosas habían pasado en tan poco tiempo. Si fuera capaz de vivir todos los días de su vida con esa intensidad, su pequeña existencia tecnohumana parecería larguísima.
Echó hacia atrás el asiento y cerró los ojos. Cuatro años, tres meses y catorce días. Hoy era viernes, 28 de enero de 2109. Merlín había muerto un 3 de marzo: faltaba poco más de un mes para el segundo aniversario. Bruna se preguntó cuál sería la fecha exacta de su propia muerte. Su obsesiva cuenta atrás sólo indicaba el tiempo que le quedaba hasta llegar a la fatídica frontera de los diez años; pero, a partir de ahí, el TTT podía tardar dos o tres meses en acabar con ella. Calculaba que sería en abril, o en mayo, o quizá en junio. Del año 2113. En abril, en mayo, quizá en junio…