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Habían pasado ya cuarenta y nueve años. Casi medio siglo desde la muerte del pequeño Edú, y aún seguía llevando las cicatrices. El tiempo, claro está, había ido amortiguando o más bien embotando la insoportable intensidad de su dolor. Eso era natural, hubiera sido imposible vivir constantemente dentro de ese paroxismo de sufrimiento, Yiannis lo entendía y se lo perdonaba a sí mismo. Se perdonaba seguir respirando, seguir disfrutando de la comida, de la música, de un buen libro, mientras su niño se convertía en polvo bajo la tierra. Además sentía que, de algún modo, una parte de él seguía de duelo. Era como si la desaparición de Edú le hubiera hecho un agujero en el corazón, de manera que desde entonces sólo vivía las cosas a la mitad. Nunca podía concentrarse del todo en su realidad porque al fondo zumbaba la pena de forma constante, como uno de esos pitidos enloquecedores que escuchan ciertos sordos. Algo se le había quebrado definitivamente, y eso a Yiannis le parecía bien. Le parecía justo y necesario, porque no hubiera podido soportar que su vida siguiera igual tras la muerte de su hijo.

Sin embargo, con los años, había sucedido algo terrible, algo que Yiannis no pudo imaginar que ocurriría. En primer lugar, el rostro del niño se había ido desdibujando dentro de su memoria: de tanto usar ese recuerdo lo había desgastado. Ahora sólo podía visualizar a Edú según las fotos y las películas que conservaba de él; todas las demás imágenes se le habían borrado de la cabeza como quien borra una pizarra. Pero lo peor era que en algún momento de ese medio siglo transcurrido se había roto el hilo interno que le unía con aquel padre que él fue. Cuando el viejo Yiannis recordaba ahora al Yiannis veinteañero jugando y riendo con su crío, era como si rememorara a algún conocido de la época remota de su juventud, a un amigo tal vez muy cercano pero definitivamente distinto y a quien hacía mucho que ya no frecuentaba. De modo que veía todo aquello desde fuera, el goce de la paternidad y el horror de la muerte innecesaria, la lenta agonía del niño de dos años, la enfermedad estúpida que no pudo ser curada a causa de las carencias impuestas por la guerra rep. Una historia muy triste, sí, tan trágica que a veces se le mojaban los ojos al recordarla, pero una historia que ya no podía sentir como propia, sino como un drama del que tal vez un día fue testigo, o como un cuento que alguien le hubiera contado.

Y esa lejanía era lo más devastador, lo más insoportable.

Esa lejanía interior era la segunda y definitiva muerte de su niño. Porque si él no era capaz de mantener a su pequeño Edú vivo en el recuerdo, ¿quién más podría hacerlo?

Qué débil, qué mentirosa e infiel era la memoria de los humanos. Yiannis sabía que, en los cuarenta y nueve años transcurridos, todas y cada una de las células de su cuerpo se habían renovado. Ya no quedaba ni una pizca orgánica original del Yiannis que un día fue, nada salvo ese hálito transcelular y transtemporal que era su memoria, ese hilo incorpóreo que iba tejiendo su identidad. Pero si también ese hilo se rompía, si no era capaz de rememorarse con plena continuidad, ¿qué diferenciaba su pasado de un sueño? Dejar de recordar destruía el mundo.

Por eso, porque siempre sintió esa vertiginosa desconfianza hacia la memoria, decidió convertirse en archivero profesional. Y por eso de cuando en cuando intentaba acordarse de Edú de verdad, desde dentro. Cerraba los ojos y, con esfuerzo ímprobo, procuraba reconstruir alguna escena lejana. Volver a visualizar la vieja habitación, el perfil de los muebles, la exacta densidad de la penumbra; sentir el calor de la tarde, la quietud del aire pegado a su piel; escuchar el silencio apenas roto por un jadeo sosegado y diminuto; oler el aroma tan tibio y tan carnal, ese sabroso tufo a animal pequeño; y entonces, sólo entonces, ver al niño durmiendo en su cuna; y ni siquiera al niño entero, sino quizá reconstruir en toda su pureza y veracidad esa manita aún gruesa, todavía mullida y de bebé, esa mano perfecta de dedos enroscados, abandonada al descanso e ignorante de su absoluta indefensión. Con suerte, alcanzado este punto, el recuerdo llegaba desde el pasado como un rayo y atravesaba a Yiannis, encendiendo de golpe toda la agudeza del sufrimiento y haciendo llorar al viejo. Llorar de dolor, pero también de gratitud, porque de alguna manera, y por un instante, había logrado no ya rememorar a Edú, sino volver a sentir que un día estuvo vivo.

Archivo Central de los Estados Unidos de la Tierra

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Madrid, 19 enero 2109, 13:10

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Teleportación

Etiquetas: historia de la ciencia, desorden TP, la Fiebre del Cosmos, Guerras Robóticas, Día Uno, los Otros, Paz Humana, Acuerdos Globales de Casiopea, sintientes.

#422-222

Artículo en edición

La teleportación o teletransporte (TP) es uno de los más viejos sueños del ser humano. Aunque la teleportación cuántica se venía ensayando desde el siglo XX, el primer experimento significativo sucedió en 2006 cuando el profesor Eugene Polzik, del Instituto Niels Bohr de la Universidad de Copenhague, consiguió teleportar un objeto diminuto, pero macroscópico, a una distancia de medio metro, utilizando la luz como vehículo transmisor de la información del objeto. Sin embargo sólo fue a partir de 2067, con el descubrimiento de las insospechadas cualidades de potenciación lumínica del astato, un elemento extremadamente raro en la Tierra pero relativamente abundante en las minas de Titán, cuando la teleportación dio un salto de gigante. En 2073, con ayuda de la llamada lux densa, capaz de acarrear cien mil veces más información y de manera cien mil veces más estable que la luz láser, la profesora Darling Oumou Koité fue teleportada o tepeada, como también se dice en la actualidad, desde Bamako (Mali) al satélite saturnal Encelado. Fue la primera vez que se tepeó a un humano a través del espacio exterior.

A partir de entonces se desató entre los países de la Tierra un auténtico furor de exploración y conquista del Universo. Puesto que la teleportación anulaba las distancias y daba igual recorrer un kilómetro que un millón de kilómetros, las potencias terrícolas se enzarzaron en una carrera para colonizar planetas remotos y explotar sus recursos. Fue la llamada Fiebre del Cosmos, y se convirtió en una de las causas principales del desencadenamiento de las Guerras Robóticas, que arrasaron la Tierra desde 2079 hasta 2090. El teletransporte siempre tuvo elevados costes económicos, por lo que en general sólo se tepeaban equipos de exploración de dos o tres personas. Como apenas se disponía de información más o menos fiable de unos pocos centenares de planetas que pudieran resultar colonizables, no era raro que los enviados de varios países coincidieran en un objetivo, bien por casualidad o bien gracias al espionaje, con consecuencias a menudo violentas. Numerosos exploradores cayeron en combate o asesinados, y los repetidos incidentes diplomáticos fueron elevando la tensión mundial. A medida que los destinos más conocidos iban siendo tomados o se convertían en territorios en agria disputa, las potencias empezaron a arriesgar más y a mandar a sus exploradores a lugares más remotos e ignorados, lo que incrementó la ya elevada mortandad de los teleportados. En 2080, último año de la Fiebre del Cosmos, falleció el 98% de los exploradores de la Tierra (cerca de 8.200 individuos, casi todos ellos tecnohumanos), la mayoría simplemente desaparecidos tras el salto, tal vez desintegrados por error en el oscuro espacio intergaláctico, tal vez volatilizados en el acto al ser tepeados a un planeta inesperadamente abrasador.