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– Hola, Husky.

Bruna se volvió. En la puerta estaba Paul Lizard. Hizo una mueca rara que podría ser cualquier cosa, desde una sonrisa a un gesto de desprecio, y entró en la habitación y se acercó a ella. Traía dos cafés en las manos.

– ¿Quieres?

– No.

– Bueno.

El hombre se bebió calmosamente uno de los cafés y a continuación se bebió el otro. Luego se quedó mirándola con gesto preocupado.

– Me ha costado mucho conseguir que te trajeran aquí. Por fin he logrado convencer a la delegada del Gobierno Terrestre. Le he dicho que, tal como están las cosas, no podíamos garantizar tu integridad si la gente sabía dónde estabas. Y es verdad.

Bruna calló.

– Me autorizó el traslado porque dije que te encerraría aquí: está obsesionada con que no te escapes. Este hospital tiene un ala de psiquiatría de alta seguridad. Están buscando una habitación en la que meterte. Se supone que sólo media docena de personas sabemos dónde estás. Ya veremos. Estoy convencido de que la policía está infiltrada.

– Ya… -resopló la rep con desaliento.

– ¿Qué tal te sientes?

– Muy cansada.

– Pues intenta dormir un poco. Tenemos días muy duros por delante.

La rep apreció esa primera persona del pluraclass="underline" «tenemos»… Hizo que se sintiera un poco menos sola. Miró a Lizard: él también tenía un aspecto lívido y exhausto.

– Gracias por todo, Paul.

– No me las des. Es frustrante no haber conseguido resolver este caso. Estamos intentando identificar al tipo que te atacó ayer… ¿Cómo supo que estabas en el circo? Incluso llegué a pensar que te podían haber implantado un chip intramuscular de localización, pero en el rastreo que te hicieron anoche antes de entrar en el calabozo no había nada…

Lizard calló unos instantes y luego miró de refilón a la rep.

– Fue una pena que mataras a ese hombre. Habría sido muy útil poder interrogarlo.

La detective se puso rígida.

– Iba a disparar a Maio.

– No te estoy acusando, Bruna.

– No me estoy defendiendo, Lizard.

Algo amargo y punzante se había instalado de repente entre ellos. El inspector gruñó y se frotó la cara con la mano.

– Bien. Voy a ver si hay algo nuevo. Volveré más tarde.

Fue hasta la puerta, golpeó con los nudillos y le abrieron. Iba ya a salir cuando Bruna le gritó desde el otro lado de la habitación:

– ¡Eh! Vosotros me habéis hecho como soy.

– ¿Qué?

– Soy una tecno de combate. Vosotros me habéis hecho tan rápida y tan letal.

El hombre la miró con el ceño fruncido.

– Yo no he sido quien te ha hecho así… Además, a mí me gustas como eres.

Siguiendo el consejo de Lizard, Bruna se había instalado en un par de sillas junto a la ventana y llevaba una hora intentando dar una cabezada. Pero cada vez que el sueño le soltaba los músculos y comenzaba a nublarse su conciencia, experimentaba una brusca y aterradora sensación de caída que la volvía a espabilar de golpe. Las pulseras y el collar de retención resultaban pesados e incómodos, y las rejas electromagnéticas zumbaban tenuemente en el silencio como mosquitos tenaces. Miró hacia el patio-claustro. Amanecía. El aire tenía un denso color azulón que se iba aclarando por momentos, como si destiñera. Se levantó y, tras caminar torpemente con sus piernas trabadas hasta el interruptor de luz, apagó los tubos ecoeléctricos. Inmediatamente el nuevo día entró por las ventanas con empuje arrollador. Cuatro años, tres meses y diez días. Y esta nueva jornada también prometía ser calamitosa.

Regresó anadeando al mismo lugar junto a la ventana. Podría haber elegido entre una veintena de asientos, pero humanos y tecnos eran criaturas de costumbres: enseguida intentaban hacer un nido de una maldita silla de hospital. Eran las 07:10. ¿Le darían algo de comer si lo pidiera? Cuatro años, tres meses y diez días.

La puerta se abrió tímidamente y apareció la cabeza de Habib. El dirigente rep entró, cerró la hoja a sus espaldas y sonrió azorado.

– ¡Habib! -exclamó Bruna con alivio.

Nunca pensó que ver a otro androide iba a alegrarle tanto.

– ¿Te ha avisado el abogado de oficio? No sabía si lo haría, era un imbécil…

El hombre llegó junto a ella y le dio unas desmañadas y amistosas palmaditas en el hombro.

– Ya lo siento -dijo con simpatía.

A continuación, todavía sonriendo, sacó con rápida habilidad una pistola de plasma y pegó el cañón a la sien de la detective. Bruna le miró atónita.

– Lo siento, Husky. No me caes mal. Pero si supieras todo lo que hay en juego… Fue una proposición imposible de rechazar.

La mano del hombre tembló ligeramente, un movimiento ínfimo e involuntario que, la detective lo sabía bien, antecedía en una décima de segundo al disparo, y supo que era el fin. Los héroes mueren jóvenes, pensó absurdamente en su último instante. Pero de pronto se hundió el mundo. Un tremendo estallido, una lluvia de cristales rotos, Habib desplomándose: todo esto sucedió al mismo tiempo. Bruna se puso en pie y un montón de fragmentos de vidrio se desprendieron de ella y cayeron tintineando sobre el suelo. Se inclinó sobre el cuerpo yacente. Estaba muerto. Tenía un agujero negro y redondo en mitad de la frente, y un boquete en la parte posterior del cráneo. Se fijó en el arma: esa pistola despareja y mal hecha que llevaba Habib era la que le había vendido el lugarteniente de Hericio.

– ¡Por el gran Morlay!

Sangre y sesos manchaban las brillantes esquirlas de cristal que había por todas partes. La rep miró hacia el ventanaclass="underline" alguien había disparado desde fuera y el vidrio se había roto, aunque la cuadrícula electromagnética seguía en funcionamiento y bisbiseando.

La puerta batió contra la pared al abrirse violentamente y Lizard entró como un ariete con el arma en la mano.

– ¡Es Habib! ¡Está muerto! -barbotó la androide.

El inspector le echó una ojeada al cadáver.

– ¿Quién ha disparado?

– No lo sé. Desde fuera…

Lizard se acercó a los ventanales. El patio estaba empezando a llenarse de gente atraída por el ruido.

– Paul… Habib venía a matarme.

El inspector se volvió y la miró.

– Esa pistola… ¿Ves el plasma que lleva en la mano? Esa pistola era mía. Me la quitaron anteayer cuando me secuestraron.