Lizard la sacó de la embajada casi a rastras. La llevaba firmemente agarrada por el antebrazo y gracias a eso la rep fue capaz de cruzar corredores, bajar escaleras y llegar a la calle, porque de otro modo se hubiera quedado paralizada por el peso de sus pensamientos y por el pánico. Por el miedo a la muerte y a su propia furia y al deseo desesperado de vivir.
De manera que cogieron el coche y Lizard llevó a Bruna a su casa y subió con ella, porque aún la veía demasiado fuera de sí. Una vez en el apartamento, el inspector, que parecía tener siempre un hambre insaciable, sugirió que se hicieran algo de comer.
– Además, comer anima mucho. Por eso antes había esa tradición de los banquetes en los funerales.
De modo que, ante la atonía de Bruna, el hombre preparó un arroz al que echó todo cuanto había en el dispensador: guisantes, camarones, cebolletas, huevos, queso. Y luego se sentaron a comer y beber en silencio. Cuando estaban descorchando la segunda botella de vino blanco, la detective se atrevió a poner un puente de palabras sobre el abismo que se le había abierto en la cabeza.
– No se mueren, Paul. Hay reps que no se mueren.
– Sí que se mueren, como todos. Sólo que un poco más tarde. Y esos años de más no les serán suficientes, te lo aseguro. Nunca bastan. Por mucho que vivas, nunca es suficiente.
– Es injusto.
Lizard asintió.
– La vida es injusta, Bruna.
Era lo que decía Nopaclass="underline" la vida duele. La rep se acordó del memorista con una sorprendente punzada de nostalgia. Con la intuición de que él podría entenderla.
En ese momento llamaron a la puerta. Era un robot mensajero; lo mandaba Mirari y dejó en medio de la sala una caja más bien grande profusamente etiquetada con el aviso de frágil. Bruna, intrigada, abrió el paquete. Una bola peluda salió disparada del contenedor y se abrazó al cuello de la rep con un chillido.
– ¡Bartolo!
– Bartolo bueno, Bartolo bonito -gimoteó el bubi.
Por el gran Morlay, se dijo Bruna, espantada ante la idea de tenerlo otra vez en casa. Pero el animal estaba tan asustado que no pudo por menos que acariciarle el lomo a ver si se calmaba. Sentía latir contra su hombro el agitado corazón del tragón, o lo que hiciera las veces de corazón en esos bichos.
Fue con Bartolo aún en brazos hasta la pantalla y llamó al circo. Apareció la cara de Maio, más perruno que nunca y con expresión de circunstancias.
– A ver, ¿qué pasa con el bubi? -preguntó la rep con impaciencia.
– Hola, Bruna. Ya sabes que a mí Bartolo me gusta, nos llevamos bien, pero se ha comido el traje de lentejuelas de la trapecista. Y ella nos ha dicho: o se va él, o me marcho yo.
– Bartolo bueno… -susurró el tragón al oído de Bruna con una voz todavía llena de hipos.
Vale, ¡vale!, se resignó la androide. Se quedaría con el bubi, por el momento. Ya buscaría otro lugar que le acogiera.
– Está bien, Maio. No importa. Y, por cierto, gracias por salvarme la vida. Y por todo.
El alien destelló un poco.
– No es nada. Tú también salvaste la mía.
– ¿Está Mirari por ahí?
Maio se giró y mostró a la violinista tumbada sobre un sofá en el fondo del cuarto, a sus espaldas.
– Duerme. La despertaré dentro de un rato para la función.
– Quería saber cuánto puede costar el arreglo del camerino… El plasma negro lo dejó destrozado.
– No importa. El circo está asegurado y el seguro paga.
De pronto el omaá estiró el cuello y se puso en tensión, levantando una mano en el aire como para pedir una pausa. Unos segundos después se relajó y volvió a dirigirse a la detective.
– Mirari estaba soñando que le cortaban el brazo. Tiene muchas pesadillas con ese brazo. A veces la despierto. Pero ya pasó.
Maio y Bruna se quedaron mirando el uno a la otra en silencio durante unos instantes; y en ese tiempo, la rep pudo ver cómo el bicho iba oscureciendo hasta adquirir un intenso color pardo rojizo.
– Bueno. Adiós -dijo el alien en plena apoteosis cromática.
– Adiós, Maio. Y gracias.
La imagen desapareció. Bruna advirtió que tenía una sonrisa en los labios. Y cierta ligereza en el ánimo. Se sentía un poco mejor.
– ¿De qué te ríes? -preguntó Lizard.
– De nada.
Desde luego de nada que pudiera contarle.
Dieron de comer al bubi y luego el animal, obviamente agotado, se enroscó sobre el sofá y empezó a roncar. Entonces Paul se puso en pie y se estiró. Sus puños llegaban al techo.
– Me alegra verte más tranquila, Bruna. Supongo que tengo que marcharme.
La rep calló, sobresaltada. El anuncio del inspector la había pillado por sorpresa. De pronto se había visto preparando la comida de Bartolo con él, trajinando en la casa, como si estuvieran instalados en una continuidad muy natural. Pero ahora decía que se marchaba. No lo esperaba. Era absurdo, pero no había previsto que Lizard se fuera. Tampoco había previsto que se quedara. Simplemente quería seguir así, junto a él, en esa pequeña paz, en un tiempo sin tiempo y sin conflictos. Sólo deseaba que esa sobremesa durara eternamente. Cuatro años, tres meses y nueve días. Pero no, esa vieja cuenta ya no valía. Había reps que vivían veinte años. Nuevamente el vértigo, el abismo.
El hombre carraspeó.
– Ha estado bien trabajar contigo. Tal vez coincidamos en algún otro caso.
– Sí, claro.
No te vayas, pensó Bruna. No te vayas.
Pero ¿qué le estaba pasando? La androide nunca había tenido problemas para pedirle a una pareja potencial que se quedara. Nunca había tenido muchas dudas sobre dónde poner las palabras, las manos y la lengua para conseguir que la otra persona reaccionara como ella quería. Pero ahora se encontraba paralizada. Ahora sentía demasiadas cosas. Quería demasiadas cosas y no sabía pedirlas.
– Gracias por la comida.
– De nada. Quiero decir, gracias a ti. La has hecho tú.
Lizard abrió la puerta y el estómago de la androide se contrajo dolorosamente hasta alcanzar el tamaño de una canica.
– ¿No quieres tomar un whisky? -dijo con desesperación.
Paul la miró extrañado.
– Me estoy yendo…
– ¡Para brindar por el final feliz! Es sólo un minuto.
– Bueno…
El inspector entró otra vez pero se quedó junto a la puerta. La androide llenó dos vasos de hielo y fue a buscar la botella. Se la había regalado un cliente y estaba sin abrir. Tras servir los tragos, dio un vaso a Lizard y el otro se lo quedó ella en la mano. Detestaba el whisky y no lo probó.
– Por cierto… -dijo el inspector.
– ¿Sí?
Se escuchó a sí misma demasiado ansiosa.
– Lo que mató a Habib fue una bala metálica de 9 mm procedente de una antigua pistola de pólvora… Probablemente de una Browning High Power…
No era lo que Bruna esperaba oír. No era lo que quería escuchar, aunque fuera una información interesante. Se obligó a responder sensatamente.
– Ah… El mismo tipo de proyectil que usaron para asesinar al tío de Nopal, ¿no?
– Más que eso. Ambas balas fueron disparadas exactamente por la misma arma… Ya te dije que Pablo Nopal no era de fiar.
– Pues si de verdad fue él, esta vez me salvó la vida -contestó con demasiada sequedad.
Lizard se quedó mirándola pensativo con la cabeza un poco ladeada. Luego depositó el vaso en la estantería que había junto a la entrada. Ese gesto final, definitivo.
– Muy cierto. Bien, adiós.
¡Vale! Entonces que se marche, pensó Bruna con ira contenida. Que se marche cuanto antes.
– Adiós.
El hombre volvió a abrir la puerta. Y la volvió a cerrar. Apoyó la espalda en la hoja, agarró de nuevo la copa y, tras apurarla, masticó pensativo uno de los hielos.