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– Mataste a Habib… Pero me salvaste la vida. Supongo que debo darte las gracias.

– Tu vida es muy importante para mí… porque yo te la he dado. Pero no maté a nadie.

– Mientes.

– ¿Cómo iba yo a saber que estabas en el hospital Reina Sofía? ¿O que Habib te iba a atacar?

– En efecto, son muy buenas preguntas. ¿Cómo lo supiste?

Nopal sonrió.

– Déjame que te diga algo, Bruna: soy inocente. Inocente. Y tú también lo eres.

Cogió el collar del banco y, poniéndose en pie, se acercó a ella y lo colocó en torno a su cuello. Fue un movimiento tan natural que Bruna no se opuso. Simplemente se quedó allí sentada, como una tonta, mirándolo. El memorista se inclinó y besó su mejilla.

– Pórtate bien -dijo.

Y se marchó.

Dos segundos después apareció la osa, buceando majestuosamente en el intenso azul, las esponjosas lanas ondeando en torno a su cuerpo como anémonas. Última de su especie, esa Melba tan sola. Entonces Bruna hizo lo que llevaba varios días pensando en hacer y marcó un número en su móvil. El rostro lunar de Natvel llenó la pantalla. El tatuador miró a la androide impertérrito y sólo dijo:

– ¿Ahora sí?

– Ahora sí. Por favor.

– Un oso. Eres un oso, Bruna.

Las palabras de la esencialista no le sorprendieron en absoluto; si la rep había venido hoy al pabellón era porque intuía la respuesta del tatuador. No había nada mágico en todo eso, se dijo Bruna con un gruñido escéptico; no era más que una consecuencia de la nexina, la enzima experimental que fomentaba la empatía. Seguro que ella había captado los pensamientos de Natvel en el transcurso de su último encuentro, se repitió. Pero pese a lo mucho que detestaba lo esotérico, lo cierto es que la rep se sintió extrañamente conmovida. Se levantó del banco y se acercó al vidrio. Al otro lado, Melba la miraba con sus ojos negros como botones. Bruna apoyó la palma de las manos en el cristal, intuyendo el peso y el empuje del agua, la turbia potencia de esa otra vida.

Y por un instante se vio junto a la osa, flotando las dos en el azul del tiempo, de la misma manera que Bruna había flotado en la noche y la lluvia, casi dos años atrás, junto al moribundo Merlín, subidos a esa cama que era un pecio en mitad del naufragio. Todo lo cual era muy doloroso pero también muy bello. Y la belleza era la eternidad.

– ¡Tú eres Husky! ¿Noooo? ¡Tú eres Bruna Husky!

Alguien tironeaba de su brazo, sacándola del azul interminable. Se volvió. Tres adolescentes humanos, dos chicos y una chica, parecían excitadísimos de verla.

– ¡Eres Husky! ¡Qué suerte! ¿Podemos hacernos un videorrep contigo?

Los chavales dirigían sus móviles hacia ella, grabándola desde todas partes.

– Pero ¡qué hacéis! ¡Quietos! ¡Dejadme en paz! -gruñó.

Bruna estaba acostumbrada a producir temor en los humanos incluso si sonreía, y a despertar pavor si se enfadaba. Pero ahora, pese a sus bufidos, los chicos seguían saltando en torno a ella tan campantes. Tuvo que salir literalmente huyendo para poder librarse de su entusiasmo; y cuando cruzó las puertas exteriores del Pabellón del Oso y alcanzó la avenida, ya vio en una pantalla pública la grabación que los adolescentes le acababan de hacer.

– ¡Por todas las malditas especies!

Echó a andar calle arriba, fijándose en las pantallas, y en muchas de ellas se encontró a sí misma. Algunas de las imágenes ya se habían emitido días atrás, cuando la buscaban como asesina: ella como Annie Heart, ella como Bruna, entrando en el Majestic o en el PSH. Pero había muchas más. Incluso vio el fondo documental de su chapa civil. Y ahora no la acusaban de nada, antes al contrario; ahora las pantallas públicas desgranaban una delirante historia de heroísmo. Con grave riesgo de su vida, la tecnohumana Bruna Husky había conseguido desmontar ella sola una peligrosísima conjura. Los tecnohumanos eran muy buenos. Los supremacistas eran muy malos. Y también eran malísimos los cósmicos y los labáricos, siempre conspirando en las alturas para tomar el poder en la Tierra. Atónita, conectó su móvil con las noticias, por lo general un poco más fiables, sólo un poco, que las pantallas públicas. El complot estaba desmoronándose como un castillo de naipes. Habían sido detenidos diversos cargos policiales, una horda de matones extremistas, varios abogados, un juez, dos responsables del Archivo Central. El presidente provisional de la Región, Chem Conés, declaraba enfáticamente que, con la ayuda inestimable de los tecnohumanos, leales compañeros de Gobierno y de planeta, iría hasta el final en la investigación de esa repugnante trama supremacista. Asqueaba escuchar toda esa palabrería falsa, ese cuento mentiroso de un mundo feliz, trompeteado con tanto descaro por uno de los más feroces especistas. Conés iba a salvar el cuello y el cargo, como tantos otros fanáticos. Desde luego el descabezamiento del complot no acababa con el supremacismo, con la tensión entre especies, con los tortuosos movimientos subterráneos de Cosmos y Labari, siempre ansiosos de desestabilizar los Estados Unidos de la Tierra y de aumentar su poder e influencia sobre el planeta. Pero por lo menos, suspiró Bruna, era una batalla que se había ganado. Un alivio. Un respiro.

Las noticias eran tan excitantes que la rep sintió el impulso de llamar a Lizard para comentar con él lo que estaba pasando, pero se contuvo: él tampoco se había puesto en contacto con ella. Al pensar en el inspector, una pequeña nuez de desazón se instaló en su pecho. Lizard se había despertado muy tarde, tuvo que irse corriendo, no habían quedado en nada, ni siquiera sabía con seguridad si volverían a verse. Y además, ¿no era ella una osa? El animal solitario, como dijo el psicoguía; el que no vivía en manada ni en pareja.

– Mejor así -dijo en voz alta-. Menos posibilidad de confundirse y de hacer el ridículo.

Cuatro años, tres meses y ocho días.

O tal vez ocho años, tres meses y cuatro días.

Bruna sabía que iba a morir, pero quizá no conociera ya la fecha exacta.

Volvió a llamar a Yiannis. Seguía sin contestar. Había intentado ponerse en contacto con él varias veces desde que salió del calabozo. Nunca respondía. Al principio no insistió demasiado: le suponía escondido, avergonzado, y ella misma estaba un poco encrespada con él por haber sido tan bocazas. Pero ahora la falta de noticias del archivero comenzaba a ser preocupante. Decidió pasarse por su casa.

Atravesó Madrid con incomodidad creciente, porque todo el mundo la miraba y la señalaba. Intentó coger un taxi, pero había una nueva huelga de trams y todos los vehículos iban ocupados. El mundo volvía a estar lleno de reps, parecían haber salido todos a la vez de debajo de las piedras donde se hubieran escondido, y muchos de ellos la saludaban al pasar como si fueran íntimos. Empezó a sentirse de verdad irritada.

En el edificio de Yiannis se trasladaba alguien. Un atareado equipo de robots de mudanzas acarreaba cajas y muebles a un camión. Subió en el ascensor con uno de los robots. Y se pararon en el mismo piso. Bruna tuvo una intuición fatal. Salió al descansillo con la chirriante caja metálica rodando detrás de ella y, en efecto, se encontró con la puerta de Yiannis abierta y la casa medio desmantelada. En la entrada había una humana rubia vestida con mono de trabajo que iba cargando a los robots a medida que llegaban. El que había subido con la rep recibió una pequeña torre de sillas apiladas.

– ¿Qué… qué pasa aquí?

La rubia la miró como si fuera imbécil.

– ¿Tú qué crees? Una empresa de mudanzas, robots de transporte… Y la respuesta a la adivinanza de hoy es… -dijo sardónicamente la mujer, utilizando la frase de un concurso de moda.

– Quiero decir que conozco al inquilino. Yiannis Liberopoulos. No sabía que se estuviera cambiando de casa… ¿Dónde está él?

– Ni idea.

– ¿Adónde tenéis que llevar los muebles?