– A ningún lado. En realidad no es una mudanza. Es una venta. Ha vendido todo el contenido del piso. Lo estamos vaciando.
– ¿Cómo? Pero… no puede ser.
Su consternación debía de ser tan evidente que la rubia se ablandó y se puso a consultar los datos de la operación en su móvil. Cuatro robots se habían ido amontonando delante de ella y esperaban la carga al ralentí con un leve rumor tintineante.
– Aquí está… Sí, Yiannis Liberopoulos. Lo que te he dicho. Venta total del contenido. Qué raro… No viene ninguna dirección, ningún dato suyo… Hay una persona de referencia… Una tal Bruna Husky. Es a la que hay que pagar el dinero de los muebles.
– ¡¿Qué?!
La rep agarró la mano de la mujer y, dando un tirón, miró ella misma la pantalla del móvil.
– ¡Oye! -protestó la rubia.
En efecto, ahí estaba su nombre. La única beneficiaria de la venta. Bruna dio media vuelta y salió disparada. Creía saber dónde estaba Yiannis.
– ¡De nada, tía, de nada! -oyó refunfuñar a la rubia a sus espaldas.
Por el gran Morlay, que llegue a tiempo, por favor, que llegue a tiempo, iba musitando la rep mientras corría. Decidió no subir a las cintas rodantes porque estaban tan llenas que le cortaban el paso y cubrió lo más deprisa que pudo todo el trayecto. Fue una carrera extenuante de cuarenta minutos; cuando entró en el edificio de Finis estaba sin aliento. Enfiló hacia la mesa de recepción situada en medio del vestíbulo, pero antes de llegar localizó a Yiannis. Se encontraba sentado, mustio y pensativo, en uno de los sillones de la zona de espera. Se acercó a él y se dejó caer en el sillón de al lado.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -jadeó.
El archivero dio un respingo y la miró sobresaltado.
– Ah, Bruna… Bueno… Lo siento… En fin… Ya ves.
Y señaló vagamente a su alrededor. El amplio y bonito vestíbulo en suaves tonos verdes, la luz íntima e indirecta, la sosegada música. Desperdigadas por la zona de espera había una docena más de personas, algunas solas, otras en parejas, pero fuera de la música de fondo reinaba el silencio y un ambiente de recogimiento, como en una iglesia. Finis era la empresa de eutanasia más grande de los EUT y la única que operaba en Madrid.
– Sí, ya veo. Pero la cosa es, ¿qué mierda haces aquí?
– Bueno, es evidente. No sirvo para nada. No me gusta la vida. Y ya soy muy mayor.
– Déjate de tonterías. Me sirves a mí. Yo te necesito. Vámonos, anda. Lo hablaremos con calma, pero fuera. Me espanta este sitio.
– No es verdad. No te sirvo para nada. Casi te matan por mi culpa. Soy un viejo imbécil. Debería haber tomado esta decisión hace ya mucho.
– ¡¿Sabes lo que hubiera dado Merlín por poder seguir viviendo, maldita sea?! -aulló furibunda.
Su grito reverberó en el vestíbulo y todo el mundo se quedó mirándola. Dos guardias de seguridad se acercaron rápidamente a ellos.
– Tienes que marcharte ahora mismo. Estás turbando la paz de este lugar.
Eran dos sólidos reps de combate. Bruna se puso calmosamente en pie, sintiendo un bárbaro júbilo autodestructivo.
– Esto va a ser divertido -murmuró feroz.
– ¡No, no, quieta, tranquila, espera! -rogó Yiannis, agarrándose a su brazo.
Y luego, volviéndose hacia los guardias.
– Ya nos vamos, ya nos vamos.
Y, en efecto, se fueron. Salieron de Finis y caminaron como zombis el uno al lado de la otra, demasiado agitados para poder hablar. Unos cientos de metros más adelante había un diminuto jardín urbano, apenas una rotonda. Se dirigieron automáticamente hacia allí y se sentaron en un banco bajo un joven abedul. El árbol estaba lleno de brotes. Hacía una mañana preciosa. Febrero era uno de los mejores meses del año; luego empezaba a apretar demasiado calor.
– Mira qué día tan hermoso. Qué mal gusto querer matarse en un día tan hermoso -refunfuñó Bruna.
– No tengo nada. He dejado mi piso. He vendido los muebles.
– Ya lo sé.
– Te he transferido todo el dinero que tenía.
– Te lo devolveré, no te preocupes.
Callaron unos instantes.
– Todo ha sido tan rápido… La adolescencia, la juventud… la muerte de mi hijo… el resto de mi vida. Un día te despiertas y eres un viejo. Y no puedes entender lo que ha pasado. Cómo se fue todo tan deprisa.
– Si no haces tonterías como la de hoy, todavía vivirás más tiempo que yo. No me irrites.
– Non ignoravi me mortalem genuisse. Siempre he sabido que soy mortal. Lo decía Cicerón.
– Neque turpis mors forti viro potest accedere. Para las almas fuertes no hay muerte ignominiosa. También de Cicerón.
El archivero la miró encantado.
– ¡Te acuerdas!
– Claro, Yiannis. Me has enseñado muchas cosas. Ya te digo que me sirves de mucho.
Volvieron a quedarse en silencio, pero era un silencio lleno de compañía. De pronto Bruna visualizó el banco en el que estaban ellos sentados, el jardín circular, el barrio, la ciudad de Madrid, la península Ibérica, la bola verdiazul de la Tierra, el pequeño sistema solar, la desflecada galaxia, la vasta negrura cósmica punteada por sus constelaciones y sus enanas rojas y sus gigantes blancas… El Universo entero. Y en medio de esa inmensidad indescriptible, ella quiso creer por un instante en el consolador espejismo de no estar sola. Pensó en Yiannis. En Maio y Mirari. En Oli. Incluso en Nopal. Y, sobre todo, recordó a Lizard, a quien dedicó un pensamiento leve, como de puntillas, conteniendo el aliento. Había un tiempo para reír, un tiempo para abrazarse. Aunque los osos sólo se juntaran para aparearse, tal vez ella fuera diferente también en esto.
– Bueno… -suspiró el hombre-. Entonces tendré que ver si puedo volver a alquilar mi piso… Y me acercaré al Archivo a ver si ahora que ha pasado todo me readmiten… Aunque, ¿sabes?… No estoy diciendo que quiera matarme, ya no… Pero hay algo maravilloso en desprenderse de uno mismo… Esa suprema libertad de dejar de ser quien eres. Volver a meterme otra vez en mi vieja piel me resulta bastante deprimente.
– Pues no lo hagas. Búscate otro apartamento. Y trabaja conmigo. Te propongo que seas mi socio.
– ¿Lo dices en serio?
– Totalmente. Sabes mucho de todo y eres muy bueno documentándote, contrastando información y analizando lógicamente las cosas. Haremos un equipo formidable.
Yiannis sonrió.
– Sería divertido.
– Lo será.
La pantalla pública más cercana empezó a emitir un avance informativo de urgencia: «El Constitucional declara ilegal el cobro del aire.» Yiannis dio un pequeño grito de júbilo.
– ¿Lo ves? Te lo dije. ¡No hay que perder las esperanzas! ¡No hay que dejar de empujar para que las cosas mejoren!
Incluso Bruna estaba impresionada. La rep no lo tenía tan claro como el archivero, seguro que los propietarios del aire se buscarían alguna triquiñuela, y probablemente las Zonas Cero seguirían siendo guetos miserables y contaminados de los que los pobres tendrían muchas dificultades para salir. Pero, aun así, la resolución del Constitucional era muy importante. Después de todo, Bruna había podido ver en su corta vida de rep un cambio social fundamental. Con un poco de suerte, quizá aquella niña deportada por la policía fiscal también pudiera verlo.
– Enhorabuena, Yiannis… ¿Ves como lo sabes todo? Me vas a ser muy útil… A ver, probemos tus habilidades deductivas… ¿Por qué yo?
– ¿Por qué tú?
– Sí… ¿por qué me escogió RoyRoy a mí?
– Pues no sé, veamos… Eres una rep de combate, tienes un aspecto bastante amedrentante con esa raya que te parte, quedas muy bien mediáticamente para lo que ella quería conseguir, trabajas como detective y por lo tanto era probable que tuvieras armas… y además así Habib tenía una excusa para contratarte… En realidad dabas muy bien el perfil. Puede que hayan usado un programa de afinidad y haya salido tu ficha.