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– Me gustaría hablar de lo ocurrido esta noche, signora, si me lo permite.

– No estoy segura de que haya mucho que decir, comisario. Dos hombres con pasamontañas irrumpieron en nuestro domicilio, acompañados por otro hombre. Iban armados. Golpearon a mi marido dejándolo en ese estado -dijo, señalando a la habitación con un movimiento brusco. Y añadió con voz áspera-: Y se llevaron a nuestro hijo.

Brunetti no sabía si aquella mujer trataba de provocarlo, al seguir hablándole como si él fuera responsable de lo ocurrido, pero preguntó sencillamente:

– ¿Podría decirme qué recuerda de lo ocurrido, signora?

– Acabo de decirle lo que sucedió. ¿No me escuchaba, comisario?

– Sí -respondió él-. Ya me lo ha dicho. Pero necesito más detalles, signora. Necesito saber qué se dijo, si los hombres que entraron en su casa se identificaron como carabinieri, y si atacaron a su esposo sin ser provocados. -Brunetti se preguntaba por qué llevarían pasamontañas los carabinieri; normalmente, sólo los llevaban si había posibilidad de que fueran fotografiados e identificados. Lo cual no parecía probable, durante el arresto de un pediatra.

– Pues claro que no nos dijeron quiénes eran -dijo ella alzando la voz-. ¿Imagina que mi marido habría tratado de pelear con ellos si lo hubieran dicho? -Él observó su expresión mientras ella rememoraba la escena del dormitorio-. ¡Si hasta me dijo que llamara a la policía, por Dios!

Sin rectificarla por confundir a los carabinieri con la policía, Brunetti preguntó:

– ¿Tenían su marido o usted motivos para esperar su visita, signora?

– No sé a qué se refiere -respondió ella airadamente, quizá tratando de eludir la respuesta con el tono.

– Trataré de expresarme con más claridad. ¿Existe alguna razón por la que usted o su marido pudieran creer que la policía o los carabinieri estarían interesados en ustedes o en contactar con ustedes? -Aún no había terminado de hablar cuando Brunetti comprendió que había elegido una mala palabra, una palabra que no podía dejar de indignarla.

No se equivocaba.

– «Contactar» con nosotros -resopló ella sin poder contenerse. Se apartó un paso de la ventana y levantó una mano. Apuntándole con el dedo, dijo con una voz cargada de indignación-: ¡Contactar! Eso no fue un contacto, signore, fue un ataque, un asalto, un atropello. -Ella se interrumpió, y Brunetti vio que la piel que rodeaba sus labios estaba muy blanca, en contraste con el resto de la cara, que, repentinamente, se había teñido de rojo. La mujer dio un paso hacia él, pero se tambaleó. Apoyó una mano en el alféizar de la ventana, encajando el codo en el ángulo, para no caer.

Al instante Brunetti estuvo a su lado sujetándola del brazo mientras ella se sentaba a medias en el alféizar. Él siguió sosteniéndola. La mujer cerró los ojos y se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas y la cabeza colgando.

A mitad del pasillo, Sandra asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Pedrolli, pero Brunetti levantó una mano con gesto tranquilizador y la enfermera se retiró. La mujer que estaba a su lado aspiró ronca y profundamente varias veces, sin levantar la cabeza.

Por el fondo del pasillo apareció un hombre con bata blanca, pero tenía la atención puesta en un papel que llevaba en la mano y no vio, o hizo como si no viera, a Brunetti y la mujer. Entró en una habitación sin llamar.

Pasó un rato y, finalmente, la signora Marcolini se puso en pie, aunque sin abrir los ojos. Brunetti le soltó el brazo.

– Gracias -dijo ella, respirando todavía con fatiga. Con los ojos cerrados, dijo-: Ha sido terrible. Me despertó el ruido. Gritos de hombres, y vi que uno golpeaba a Gustavo no sé con qué, y él caía al suelo, y entonces Alfredo se puso a chillar, y yo creí que habían venido a atacarnos. -Abrió los ojos y miró a Brunetti-. Creo que nos hemos vuelto un poco locos. De miedo.

– ¿Miedo de qué, signora? -preguntó Brunetti con suavidad, confiando en que su pregunta no volviera a provocar su cólera.

– De que nos arrestaran -dijo ella.

– ¿Por lo del niño?

Ella bajó la cabeza, pero él la oyó responder:

– Sí.

CAPÍTULO 8

– ¿Quiere hablarme de eso, signora? -preguntó Brunetti. Miró al pasillo y vio que el hombre de la bata blanca salía de la habitación a mano izquierda y se alejaba hacia las vidrieras dobles del fondo. El hombre las cruzó, giró hacia un lado y desapareció.

La experiencia aconsejaba a Brunetti permanecer quieto hasta que su presencia se convirtiera en una parte casi imperceptible del entorno de la mujer. Transcurrió un minuto, luego otro. Él seguía mirando hacia el pasillo, pero estaba pendiente de la mujer.

Al fin ella dijo con voz más suave:

– No podíamos tener hijos. Ni podíamos adoptar. -Otra pausa y añadió-: En cualquier caso, cuando se hubiera terminado el papeleo y nos hubieran aceptado, los únicos niños que nos habrían dado serían…, en fin, serían mayores. Y nosotros queríamos… -dijo ella, y Brunetti se preparó para oír lo que iba a decir la mujer-… un recién nacido. -Lo dijo serenamente, como si no se diera cuenta del patetismo de sus palabras, y a Brunetti eso le pareció aún más patético.

Él seguía sin mirarla; sólo se permitió mover la cabeza de arriba abajo, sin decir nada.

– Mi hermana no está casada, pero la hermana de Gustavo tiene tres hijos -dijo ella-. Y su hermano, dos. -Ella lo miró, como espiando su reacción a esta confesión de su frustración, y prosiguió-: Entonces alguien del hospital, no sé si fue uno de sus colegas o un paciente, habló a Gustavo de una clínica particular. -Hizo otra pausa. Él esperó, sin decir nada-: Fuimos a la clínica, nos hicieron pruebas y… resultó que había problemas. -La revelación de la naturaleza de la visita violentaba a Brunetti tanto como si hubiera sido sorprendido leyendo correspondencia ajena.

Distraídamente, ella frotaba con la punta del zapato un gran arañazo que un carro o algún objeto pesado había dejado en las baldosas. Sin levantar la mirada, prosiguió:

– Los dos teníamos problemas. De haber sido uno solo, aun habría sido posible. Pero siendo los dos… -Brunetti dejó que la pausa se prolongara hasta que ella agregó-: Él vio los resultados. No quería decírmelos, pero le obligué.

Su profesión había hecho de Brunetti un maestro de las pausas: era capaz de distinguir unas de otras como un director de orquesta distingue los tonos de los distintos instrumentos de cuerda. Está la pausa absoluta, casi beligerante, que hay que romper a fuerza de apremios o amenazas. Está la pausa especulativa, en la que el que ha hablado mide el efecto de sus palabras en el oyente. Y está la pausa por fatiga extrema, que hay que respetar, hasta que la persona recupera el control de sus emociones.

Creyendo encontrarse ante una pausa del tercer tipo, Brunetti guardó silencio, seguro de que ella seguiría hablando. Se oyó un sonido en el corredor, un quejido, o el grito de un durmiente. Cuando cesó, el silencio pareció expandirse hasta llenar el vacío.

Brunetti miró a la mujer y movió la cabeza de arriba abajo, gesto que podía interpretarse lo mismo como asentimiento que como invitación a que siguiera hablando. Al parecer, ella lo tomó en ambos sentidos y prosiguió:

– Cuando tuvimos los resultados, nos resignamos. A no ser padres. Pero luego, creo que fue pocos meses después de haber ido a la clínica, Gustavo dijo que estaba pensando en la posibilidad de hacer una adopción particular.

A Brunetti le parecía que ella recitaba una declaración preparada de antemano.

– Comprendo -dijo en tono neutro-. ¿Qué clase de posibilidad?

Ella movió la cabeza negativamente y dijo casi en un susurro:

– Eso no me lo explicó.

Aunque Brunetti lo dudaba, no hizo comentario alguno.

– ¿Mencionó la clínica?

Ella lo miró, sorprendida, y Brunetti aclaró: