– Desde luego, signora -dijo sacando una tarjeta de la cartera y entregándosela-. Si en algo puedo ayudarla, llámeme.
Ella tomó la tarjeta, la guardó en el bolsillo de la falda sin mirarla y movió la cabeza de arriba abajo antes de volver a entrar en la habitación de su marido.
Brunetti salió de la planta y del hospital y se encaminó hacia la questura, repasando mentalmente su última conversación con la signora Marcolini. Su preocupación por su marido parecía sincera. Entonces se puso a pensar en el juicio de Salomón y la historia de las dos mujeres que afirmaban ser madres de la misma criatura. La verdadera madre, por amor a su hijo, renunció a él ante la decisión de Salomón de cortar al niño por la mitad, a fin de que cada mujer tuviera una parte, mientras que la falsa no hizo objeción alguna. Era una historia repetida hasta la saciedad que se había convertido en parte integrante de la memoria colectiva.
Entonces, ¿por qué la signora Marcolini no había mostrado curiosidad por la suerte del niño?
CAPÍTULO 10
Al llegar a la questura, Brunetti decidió ver si Patta había llegado y, al subir, lo sorprendió encontrar a la signorina Elettra detrás de su mesa, trabajando. A primera vista, parecía una estampa de la selva: camisa con colorista estampado de ramas y pájaros, un par de diminutas patas de mono asomando por debajo del cuello y, completando el efecto tropical, un pañuelo tan rojo como el culo de un babuino.
– Pero si hoy es martes -dijo Brunetti al verla.
Ella sonrió y levantó una mano en ademán de reconocimiento de la debilidad humana.
– Lo sé, lo sé, pero el vicequestore me ha llamado a casa para decir que estaba en el hospital y yo me he brindado a venir porque él no sabía cuánto tardaría en llegar. -Y, con una voz en la que Brunetti detectó verdadera preocupación, preguntó-: ¿Es que se ha puesto malo?
– Ah, signorina -sonrió Brunetti, ésa es una pregunta a la que mi concepto del buen gusto y la ecuanimidad me impiden contestar.
– Claro -dijo ella sonriendo a su vez-. Me temo que voy a tener que usar esa impagable expresión de los políticos cuando son pillados en renuncio: «un lamentable desacierto semántico». Quería decir por qué se encontraba en el hospital cuando me ha llamado.
– Lo he visto allí hace cosa de una hora -dijo Brunetti-. Estaba delante de la habitación de un hombre, un pediatra llamado Pedrolli, que ha sido herido durante una incursión de los carabinieri en su casa.
– ¿Por qué iban a querer arrestar a un pediatra los carabinieri? -preguntó ella, y Brunetti observó la expresión con la que ella sopesaba posibilidades.
– Parece ser que, hace año y medio, él y su mujer adoptaron ilegalmente a un recién nacido -explicó Brunetti-. Anoche los carabinieri entraron en varias casas de distintas ciudades, entre ellas, la suya. Debían de estar informados de lo del niño. -Al decirlo, Brunetti reparó en que ésa era una deducción que él había hecho a partir de lo que había insinuado Marvilli, quien se había mostrado extrañamente evasivo al respecto, y no una información explícita que le hubiera dado el capitán.
– ¿Qué ha sido del niño? -preguntó ella.
– Me temo que se lo han llevado.
– ¿Qué? ¿Quién se lo ha llevado?
– Los carabinieri -dijo Brunetti-. Por lo menos, eso me dijo uno.
– ¿Por qué han tenido que hacer eso? -Ella había levantado la voz, y preguntaba en tono perentorio, como si Brunetti fuera el responsable de la suerte del niño. Al no obtener respuesta, la joven insistió-: ¿Adónde se lo han llevado?
– A un orfanato -fue la única respuesta que Brunetti pudo dar-. Supongo que es ahí donde dejan a los niños hasta que encuentran a los verdaderos padres o hasta que el tribunal decide qué se hace con ellos.
– No; yo no me refiero a eso. ¿Cómo han podido llevarse a un niño después de más de un año?
Nuevamente, Brunetti se encontró en el trance de tratar de justificar lo que creía injustificable.
– Parece ser que el médico y su esposa consiguieron el niño ilegalmente. Ella casi me lo ha confesado. Los carabinieri quieren encontrar a la persona que organizó… la venta o lo que fuera. El capitán con el que he hablado me ha dicho que están buscando a un intermediario que ha gestionado varios de los casos. -Omitió que Marvilli no había mencionado al intermediario en relación con los Pedrolli.
La signorina Elettra apoyó los codos en la mesa y bajó la cabeza escondiendo la cara en las manos.
– Toda la vida he oído contar chistes de carabinieri, pero nunca habría creído que pudieran llegar a ser tan estúpidos -dijo.
– No son estúpidos -dijo Brunetti rápidamente, aunque sin gran convicción.
Ella separó las manos y lo miró:
– Entonces son crueles, lo que es peor. -Aspiró profundamente, y Brunetti supuso que iba a asumir una actitud más profesional.
– Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó ella al cabo de un momento.
– Parece ser que Pedrolli y su esposa fueron a una clínica, imagino que particular, de Verona. Una clínica especializada en fertilidad o, por lo menos, que trata problemas de esterilidad. Me gustaría que viera si encuentra un centro de esas características en Verona. Otras dos parejas que adoptaron ilegalmente pasaron por la misma clínica.
Ella, más calmada ahora que tenía asignada una misión, dijo:
– No creo que sea difícil. Al fin y al cabo, ¿cuántas clínicas de esa especialidad puede haber en Verona?
Él subió a su despacho, dejándola entregada a la tarea de averiguarlo.
Había pasado más de una hora cuando la signorina Elettra entró en el despacho de Brunetti. Él observó que llevaba una falda verde hasta media pantorrilla y unas botas que dejaban en ridículo a las de Marvilli.
– ¿Sí, signorina? -dijo él cuando hubo terminado de contemplar las botas.
– ¿Quién lo iba a decir, comisario? -preguntó la joven, que, al parecer, ya lo había perdonado por su intento de defender a los carabinieri.
– ¿A decir qué?
– Que en Verona y sus alrededores hay tres clínicas de esterilidad, o clínicas particulares con departamentos especializados en problemas de esterilidad.
– ¿Y el hospital público?
– Lo he comprobado. Los trata la unidad de Obstetricia.
– O sea, cuatro en total -observó Brunetti-. Y todas en Verona.
– Extraordinario, ¿verdad?
Él asintió. Brunetti, lector infatigable, hacía años que estaba enterado del sensible descenso observado en el número de espermatozoides de la población masculina europea, y había seguido con tristeza la campaña de publicidad que había contribuido a derrotar un referéndum que habría ayudado a fomentar la investigación en materia de fertilidad. La tesitura adoptada por muchos políticos -ex fascistas que abogaban por la inseminación artificial y antiguos comunistas que suscribían los dictados de la Iglesia- tenía a Brunetti alucinado.
– Si está seguro de que fueron a una clínica de Verona, no tengo más que encontrar su número de la Seguridad Social. Tuvieron que darlo, aunque fuera una clínica privada.
Cuando la signorina Elettra entró a trabajar en la questura, semejante declaración de intenciones habría impulsado a Brunetti a improvisar un sermón acerca del derecho de los ciudadanos a la intimidad y, en este caso concreto, a la sacrosanta confidencialidad de la relación entre médico y paciente, seguido de un comentario sobre la inviolabilidad del historial clínico de las personas.
– Sí -respondió ahora, sencillamente.
Viendo que ella iba a añadir algo, él levantó la barbilla en señal de interrogación.
– Probablemente, lo más fácil sea repasar sus datos telefónicos y ver a qué números de Verona llamaron -sugirió ella. Brunetti ya ni se molestó en preguntar cómo pensaba obtenerlos.