– No, señor.
El nerviosismo del agente dio la clave a Brunetti: Vianello había salido de la questura para un asunto particular y había dicho a Alvise adónde iba.
El bocado era muy apetitoso para que Brunetti lo dejara escapar:
– Iba a bajar a la esquina a tomar un panino. ¿Me acompaña?
Alvise agarró un fajo de papeles de encima de su mesa y lo mostró a Brunetti:
– No, señor. He de leer todo esto. Pero se lo agradezco de todos modos. Es como si hubiera aceptado. -El agente clavó la mirada en la primera hoja y Brunetti salió de la sala, divertido pero sintiéndose también un poco degradado por la diversión.
Vianello estaba en el bar, leyendo el periódico en la barra, cuando llegó Brunetti. Delante tenía una copa de vino blanco a medio beber.
Primero comer, después hablar. Brunetti señaló unos cuantos tramezzini, pidió a Sergio una copa de Pinot Grigio y se quedó al lado de Vianello.
– ¿Dice algo? -preguntó señalando el periódico.
Con la vista en los titulares, que voceaban las últimas luchas entre los distintos partidos políticos que repartían codazos a diestro y siniestro, en su afán por mantener el morro en el comedero, Vianello dijo:
– Verás, siempre pensé que no había ningún mal en comprar este diario mientras no lo leyera. Como si comprarlo fuera pecado venial y leerlo, mortal. -Miró a Brunetti y otra vez a los titulares-. Pero ahora me parece que es al contrario, que el pecado grave es comprarlo porque así los animas a seguir imprimiéndolo. Y leerlo es un simple pecado venial porque en realidad no te hace mella. -Vianello levantó la copa y bebió el resto del vino.
– Tendrás que hablarlo con Sergio -dijo Brunetti moviendo la cabeza de arriba abajo para dar las gracias al camarero que le ponía delante el plato de tramezzini y la copa de vino. Estaba más interesado en saciar el apetito que en oír despotricar de la prensa a Vianello.
– ¿Hablarme de qué? -preguntó Sergio.
– De lo bueno que es el vino -dijo Vianello-. Tan bueno que voy a tomar otra copa.
Vianello apartó el periódico. Brunetti tomó uno de los tramezzini y le hincó el diente.
– Demasiada mayonesa -dijo. Terminó el sándwich y bebió media copa de vino.
– ¿La esposa te ha dicho algo? -preguntó Vianello cuando Sergio le hubo servido el vino.
– Lo de siempre. Dejó todo el asunto de la adopción en manos del marido y no quiso enterarse de que era ilegal. -Las palabras de Brunetti eran neutras y escéptico el tono-. Las otras personas arrestadas eran parejas. Así que sospecho que no han atrapado al intermediario.
– ¿Alguna posibilidad de que los carabinieri nos digan lo que averigüen en los interrogatorios? -preguntó Vianello.
– No han querido ni darme los nombres de los arrestados -respondió Brunetti-. He tenido que recurrir a Pelusso para conseguirlos.
– En general, suelen colaborar un poco más.
Brunetti no estaba convencido de ello. Con frecuencia, había encontrado a carabinieri que estaban dispuestos a cooperar, pero individualmente, casos aislados. El cuerpo en sí nunca le había parecido muy dispuesto a compartir información, o triunfos, con otras fuerzas del orden.
– ¿Qué te ha parecido el Zorro? -preguntó Vianello.
– ¿El Zorro? -preguntó Brunetti distraído, fija la atención en el segundo tramezzino.
– El de las botas de cowboy.
– Ah. -Brunetti terminó el vino. Con una seña, pidió a Sergio otra copa y, mientras esperaba, esbozó su opinión del oficial-. Es muy joven para capitán, y no debe de tener mucha experiencia en el mando de esta clase de incursiones. Sus hombres se descontrolaron y va a tener problemas, de manera que está preocupado por su carrera. Al fin y al cabo, la víctima es un médico.
– Sí. Y la mujer es una Marcolini -agregó Vianello.
– Sí. La mujer es una Marcolini.
– En el Véneto esto podía contar bastante más que la profesión del marido.
– ¿Qué opinas tú del capitán? -preguntó Vianello.
– Como te he dicho, es joven, aún es una incógnita.
– ¿Y eso qué significa?
– Pues que puede resultar un buen oficiaclass="underline" ha estado un poco duro con su hombre, pero estaba con él en el hospital y le ha conseguido unos días de permiso -dijo Brunetti-. Quizá con el tiempo hasta deje de llevar las botas.
– ¿O si no?
– Si no, puede convertirse en un bestia y complicar la vida a la gente. -Sergio puso la segunda copa de vino. Brunetti le dio las gracias y atacó el tercer tramezzino: atún y huevo-. ¿Y a ti qué te ha parecido?
– Creo que puede ser un buen tipo.
– ¿Por qué?
– Porque ha ayudado a Sergio a subir el cierre y porque ha dicho «por favor» al negro.
Brunetti tomó un sorbo de vino y consideró la respuesta del inspector.
– Sí, es cierto. -También a Brunetti le parecían sintomáticos estos detalles-. Ojalá tengas razón.
Eran mucho más de las tres cuando volvieron a la questura. El resto del día no aportó novedades. La signorina Elettra ni volvió ni llamó para justificar su ausencia, por lo menos, a Brunetti; ninguno de los mandos de los carabinieri con los que se había puesto en contacto llamó para facilitar información. Brunetti volvió a pedir por Marvilli en el cuartel de Riva degli Schiavoni, pero tampoco estaba. No dio su nombre, ni se molestó en reiterar la petición de que se retirara al agente del hospital.
Poco antes de las cinco, Brunetti marcó el número de la planta de Neurología y preguntó por la signorina Sandra. Ella recordaba su nombre, y dijo que el dottor Pedrolli, que ella supiera, aún no hablaba, aunque parecía consciente de lo que sucedía a su alrededor. Sí, su esposa seguía con él en la habitación. Dijo Sandra que, instintivamente, ella había impedido que los carabinieri hablaran al dottor Pedrolli, pero uno de ellos estaba apostado en el pasillo, al parecer, para impedir que entrara en la habitación cualquiera que no fuera médico o enfermera.
Brunetti le dio las gracias y colgó. Bonita colaboración entre las fuerzas del orden. Viles rencillas, luchas intestinas… Comoquiera que lo llamara, Brunetti sabía lo que se avecinaba. Pero prefería no pensar en ello hasta el día siguiente.
Habitualmente, a Brunetti le disgustaba comer lo mismo en el almuerzo y en la cena, pero el atún de los filetes que Paola había cocinado a fuego lento en una salsa de alcaparras, aceitunas y tomate, no parecía proceder del mismo planeta que el de los tramezzini del almuerzo. El tacto y la prudencia le aconsejaron no hacer alusión a estos últimos, porque hay comparaciones que ofenden, aunque pretendan ser lisonjeras. Él y su hijo Raffi compartieron el último trozo del pescado, y Brunetti se aliñó su segunda ración de arroz con el resto de la salsa.
– ¿Qué hay de postre? -preguntó Chiara a su madre, y Brunetti notó que aún le quedaba un hueco para algo dulce.
– Helado de higo -dijo Paola, lo que provocó en Brunetti una erupción de contento.
– ¿Higo? -preguntó Raffi.
– De la heladería que está cerca de San Giacomo dell'Orio -explicó Paola.
– ¿No es la que tiene cantidad de sabores raros? -preguntó Brunetti.
– Sí. Y el de higos es sensacional. El hombre me ha dicho que eran los últimos de la temporada.
En efecto, era sensacional y después de que, entre los cuatro, consiguieran despachar un kilo de helado, Brunetti y Paola se fueron a la sala con sendos vasitos de grappa, que era lo que el tío Ludovico siempre había recomendado para contrarrestar los efectos de una comida pesada.
Estaban sentados en el sofá, contemplando los tenues vestigios de luz que aún creían vislumbrar hacia el Oeste.