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– Cuando atrasen la hora, antes de cenar ya será de noche -dijo Paola-. Es lo que más me disgusta del invierno, que oscurezca tan temprano.

– Pues es una suerte que no vivamos en Helsinki -dijo él tomando un sorbo de grappa.

Paola se movió hasta encontrar una postura más cómoda y dijo:

– Me parece que podrías nombrar cualquier ciudad del mundo y yo estaría de acuerdo en que es una suerte no vivir allí.

– ¿Roma? -propuso él, y ella asintió-. ¿París? -Ella asintió con más vehemencia-. ¿Los Ángeles? -aventuró.

– ¿Has perdido el juicio?

– ¿A qué viene este súbito amor a la patria? -preguntó él.

– A la patria no, a todo el país no, sólo a este trozo.

– ¿Por qué así, de repente?

Ella terminó la grappa y ladeó el cuerpo, para dejar el vasito en la mesa.

– Porque esta mañana he ido paseando hasta San Basilio. Sin motivo, no porque tuviera algo que hacer allí. Como una turista, digamos. Era temprano, antes de las nueve y aún no había mucha gente. Entré en una pasticceria en la que nunca había estado y tomé un brioche que parecía hecho de aire y un cappuccino que sabía a gloria, y el camarero comentaba el tiempo con todo el que entraba, y la gente hablaba veneciano, y ha sido como si volviera a ser una niña y ésta fuera una ciudad provinciana, pequeña y tranquila.

– Lo sigue siendo -observó Brunetti.

– Sí, ya lo sé, pero yo me refiero a como era antes de que empezaran a venir millones de personas.

– ¿Todas en busca de un brioche hecho de aire y un cappuccino que sabe a gloria?

– Exactamente, y de la trattoria baratita en la que sólo comen los del barrio.

Brunetti apuró la grappa y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, con el vasito en la mano.

– ¿Conoces a Bianca Marcolini? Está casada con el pediatra Gustavo Pedrolli.

Ella lo miró un momento.

– De oídas. Trabaja en un banco. Hace obras sociales, me parece, ya sabes, Lions Club, Salvar Venecia y esas cosas. -Ella calló y a Brunetti casi le parecía oír pasar las páginas de su memoria-. Si es quien creo que es, mejor dicho, si son los Marcolini que yo imagino, mi padre los conoce.

– ¿Personal o profesionalmente?

Ella sonrió.

– Sólo profesionalmente. Marcolini no es la clase de hombre al que mi padre trataría socialmente. -Al ver la expresión con que Brunetti recibía estas palabras, añadió-: Ya sé lo que piensas de las ideas políticas de mi padre, Guido, pero puedo asegurarte que las de Marcolini incluso a él le repelen.

– ¿Por qué razón en concreto? -preguntó Brunetti, aunque no estaba sorprendido. El conte Orazio Falier era tan dado a despreciar a los políticos de la derecha como a los de la izquierda. Si en Italia hubiera existido un centro, sin duda también habría encontrado razones para despreciarlo.

– Hay quien ha oído a mi padre tachar sus ideas de fascistoides.

– ¿En público?

La pregunta la hizo sonreír otra vez.

– ¿Recuerdas alguna vez en la que mi padre haya hecho una observación política en público?

– Acepto la rectificación -admitió Brunetti, aunque le resultaba difícil imaginar que existiera una doctrina política que una persona como el conde pudiera tachar de fascistoide.

– ¿Ya has terminado Los embajadores? -preguntó Brunetti, que lo consideró una forma cortés de inquirir si había empezado su búsqueda de información sobre esterilidad.

– No.

– Está bien, no te preocupes por la información que te pedí que buscaras.

– ¿Sobre fertilidad?

– Sí.

Ella lo miró con evidente alivio.

– Pero me gustaría que tuvieras el oído alerta por si pescas algo acerca de Bianca Marcolini y su familia.

– ¿Incluido el horrendo padre y sus aún más horrendas ideas políticas?

– Sí. Por favor.

– ¿La policía piensa pagarme o se supone que es uno de mis deberes de ciudadana del Estado?

Brunetti se puso en pie.

– La policía te traerá otra grappa.

CAPÍTULO 12

Brunetti durmió hasta casi las nueve y luego se quedó en la cocina leyendo los periódicos que Paola había subido antes de ir a la universidad. Todos los artículos daban los nombres de las personas arrestadas en la redada de los carabinieri, pero sólo Il Corriere informaba de que los carabinieri seguían buscando al presunto organizador del tráfico. Ninguno de los artículos daba detalles sobre el paradero de los niños, aunque La Repubblica decía que sus edades oscilaban entre uno y tres años.

En este punto, Brunetti interrumpió la lectura: si incluso una persona tan poco imaginativa como Alvise se había indignado al oír que un niño de dieciocho meses había sido separado de sus padres, ¿qué habrían de sentir los padres de un niño de tres años? Brunetti no podía considerar a las personas que habían adoptado a los niños más que como padres, no padres adoptivos sino, sencillamente, padres.

Fue directamente a su despacho. En la mesa encontró más papeles, cosas de rutina, asuntos de personal, ascensos, nuevas disposiciones sobre el registro de armas de fuego. También había -lo cual era más interesante- una nota de Vianello. El inspector había escrito que iba a hacer una visita para hablar acerca de «sus médicos». No «con» sino «acerca de», lo que indicaba a Brunetti que el inspector seguía con la que se había convertido en su casi personal investigación de la relación que sospechaba que existía entre tres especialistas del Ospedale Civile y uno o más farmacéuticos locales.

El interés de Vianello se había despertado semanas antes, cuando uno de sus informadores -cuya identidad Vianello se resistía a revelar- dijo que quizá interesara al inspector conocer la frecuencia con la que ciertos farmacéuticos, que estaban autorizados a programar las visitas a especialistas, enviaban a sus clientes a esos tres médicos. Vianello mencionó la información a la signorina Elettra, que la encontró tan sorprendente como él. Entre los dos habían convertido el caso en una especie de proyecto científico escolar y rivalizaban para descubrir cómo aquellos tres médicos habían atraído la atención del informante de Vianello.

La explicación fue aportada por la hermana de la signorina Elettra, también médico, cuando les dijo que una reciente innovación burocrática daba acceso a los farmacéuticos al ordenador central de la sanidad pública de la ciudad, a fin de permitirles programar las visitas a los especialistas, de los pacientes que les enviaban los médicos de atención primaria. Con ello se evitaba a los pacientes pérdidas de tiempo haciendo cola en los hospitales para pedir hora. Por este servicio el farmacéutico percibía unos honorarios.

La signorina Elettra, al igual que Vianello, inmediatamente imaginó el procedimiento: lo único que un farmacéutico avispado necesitaba era un especialista, o más de uno, que se aviniera a aceptar visitas de pacientes fantasmas. ¿Y cuánto más productivo no sería generar directamente las visitas al especialista, para lo que el farmacéutico no tenía más que escribir al pie de una receta cualquiera, cuatro palabras recomendándola? La sanidad pública, la ULSS, no era famosa por su eficacia administrativa, y parecía poco probable que se examinara atentamente la caligrafía de las recetas: lo único que se cotejaba era el nombre del paciente y su número de registro. Los pacientes casi nunca veían su ficha médica, por lo que la posibilidad de que se enterasen de sus visitas fantasma al especialista era remota. La sanidad pública no tendría por qué cuestionar el cargo del médico por la visita ni los honorarios del farmacéutico por haberla programado. Se ignoraban los tratos que hacían el médico y el farmacéutico, aunque 25-75 parecía un reparto equitativo. Si una visita al especialista suponía entre 150 y 200 euros, el farmacéutico que consiguiera programar cuatro o cinco a la semana podía darse por satisfecho, y más aún, los médicos, que aumentaban sus ingresos pero no el volumen de trabajo.