– ¿Qué desea que haga, señor?
– Parece que no está muy clara la naturaleza de las comunicaciones que hubo entre los carabinieri y nosotros -empezó Patta. Miró a Brunetti entornando los ojos, como para comprobar si recibía el mensaje en clave y sabría actuar en consecuencia.
– Comprendo -dijo Brunetti. Así pues, los carabinieri podían aportar la prueba de que habían informado a la policía acerca de la operación, y la policía no había encontrado la prueba de haberlo recibido. Brunetti indagó entonces en las reglas de la lógica que con tanto interés había estudiado en la universidad, hacía ya décadas. Algo decían acerca de la dificultad -¿o era la imposibilidad?- de demostrar una negativa. Eso significaba que Patta estaba tanteando el terreno para decidir qué sería menos arriesgado: culpar a los carabinieri por abuso de fuerza o encontrar en la questura a un chivo expiatorio que se llevara el varapalo por no haber dado curso al mensaje de los carabinieri.
– Visto lo ocurrido a ese médico, quiero que usted se encargue de que se le trate con la debida consideración. Para que no pase algo más.
Brunetti se abstuvo de terminar la frase del vicequestore con las palabras: «… que pueda traerme complicaciones».
– Desde luego, vicequestore. ¿Le parece bien que hable con él o, quizá, con la esposa?
– Sí -dijo Patta-. Haga lo que crea conveniente. Sólo procure que el asunto no se nos vaya de las manos y nos cree problemas.
– Por supuesto, vicequestore -dijo Brunetti.
Patta, una vez transferida la responsabilidad, fijó la atención en los papeles que tenía en la mesa.
– Le tendré informado, señor -dijo Brunetti poniéndose en pie.
Muy absorto en las obligaciones del cargo para responder de viva voz, Patta agitó una mano, y Brunetti abandonó el despacho.
Ya que Paola había accedido a ayudarle buscando información acerca de Bianca Marcolini, Brunetti, haciendo de tripas corazón, bajó al ordenador de la sala de los agentes, donde causó la admiración de sus colegas por la soltura con que se conectó a internet y tecleó «infertilità» sin tener que rectificar más que dos errores de pulsación.
Durante la hora siguiente, el comisario, rodeado de la rama uniformada del personal, fue el aglutinante de una labor corporativa orientada a la recopilación de datos. En ocasiones, alguno de los agentes más jóvenes no es que tratara de quitar de en medio a su superior pero sí deslizaba la mano por debajo de la del comisario, para teclear una palabra o dos. No obstante, Brunetti en ningún momento cedió el mando del teclado ni del ratón, e insistía en imprimir todo aquello que le parecía de interés, con la vana ilusión de que realizaba una labor de documentación análoga a la que solía hacer en sus tiempos de estudiante, en la biblioteca de la universidad.
Cuando hubo terminado y recogió el montón de hojas acumulado en la impresora, lo asaltaron dos pensamientos: la información era muy rápida, casi instantánea, pero él no sabía en qué medida era fiable. ¿Qué acreditaba a una página más que a otra? ¿Y qué demonios era «Il Centro per le Ricerche sull'Uomo» o el «Istituto della Demografia»? Que él supiera, detrás de las fuentes consultadas tanto podía estar la Iglesia católica como una sociedad abortista.
Hacía tiempo que Brunetti se había hecho a la idea de que la mayor parte de lo que leía en los libros, diarios y revistas era sólo una aproximación de la verdad, sesgada siempre hacia la izquierda o hacia la derecha. Pero, por lo menos, sabía de qué pie cojeaban la mayoría de los periodistas y, con los años, había aprendido a leer discriminando y casi siempre conseguía descubrir una parte de verdad -no se hacía ilusiones de encontrarla toda- en lo que leía. Pero frente a la Red, al ignorar el contexto, todas las fuentes le merecían la misma confianza. Brunetti se encontraba a la deriva en lo que bien podía ser un mar de mentiras y distorsiones de internet, sin la brújula que había aprendido a usar en las aguas más familiares de las mentiras periodísticas.
Cuando por fin volvió a su despacho y se puso a leer lo que había impreso, descubrió entre las distintas fuentes una sorprendente coincidencia. Aunque las cifras y porcentajes variaban ligeramente, saltaba a la vista el fuerte descenso del índice de natalidad en la mayoría de los países occidentales, por lo menos, entre la población autóctona. Los inmigrantes tenían más hijos. Él sabía que existía una definición políticamente correcta de este hecho estadístico esenciaclass="underline" «diversidad cultural», «expectativas culturales diferentes»… Comoquiera que se formulara la idea: los pobres tenían más hijos que los ricos, como siempre, sólo que antes morían más niños a causa de enfermedad y de miseria y, ahora, asentados en Occidente, sobrevivían.
Por un lado, en toda Europa aumentaba el número de los niños nacidos de los inmigrantes, mientras, por otro lado, los nativos tenían dificultades para reproducirse. Actualmente, las europeas tenían su primer hijo a una edad más avanzada que las mujeres de la generación anterior. El número de las parejas que contraían matrimonio era menor. El precio de la vivienda se había disparado espectacularmente, lo que dificultaba formar un hogar a los jóvenes de clase trabajadora. ¿Y cuántas parejas podían permitirse tener un hijo, con un solo sueldo?
Estos factores, Brunetti lo sabía, simplemente, planteaban opciones, no suponían impedimentos físicos insuperables. La constante disminución de la cantidad de esperma viable, por el contrario, no era mera cuestión optativa. ¿La causaba la contaminación? ¿Algún cambio genético? ¿Una enfermedad no detectada? Las páginas de la Red mencionaban repetidamente un número de sustancias fálicas, que se encontraban en multitud de productos de uso habitual, entre otros, los desodorantes y los envoltorios de los alimentos: al parecer, se observaba una proporción inversa entre su presencia en la sangre y el índice espermático del hombre. Aunque había coincidencia en atribuir a estas sustancias la causa del deterioro ocurrido durante el medio siglo último, ninguno de los artículos se atrevía a mencionarlas como causa directa. Brunetti siempre había opinado que las mayores expectativas económicas debían de haber influido en la tasa de natalidad tanto como el declive del índice espermático. Al fin y al cabo, siempre había habido millones de espermatozoides y aunque ahora su número se hubiera reducido a la mitad tenían que seguir siendo suficientes.
Uno de los artículos señalaba que el índice espermático de los inmigrantes que llevaban varios años en Europa también empezaba a disminuir, lo cual confirmaba la teoría de que la contaminación ambiental era la causa.
¿No era el plomo de las conducciones de agua lo que, según se decía, contribuyó al deterioro de la salud y la fertilidad de la población de la Roma imperial? Ahora ya poco importaba, pero los romanos, por lo menos, no sospechaban la posible relación; sería en épocas posteriores cuando se descubriera la causa, pero tampoco se hacía algo por remediarla.
Las disquisiciones históricas de Brunetti fueron interrumpidas por la llegada de Vianello. El inspector entró en el despacho con una amplia sonrisa en la cara y un fajo de papeles en la mano.
– Yo siempre había odiado el delito administrativo, pero ahora cuantas más cosas sé de él más me apasiona -dijo poniendo los papeles en la mesa y sentándose.
Brunetti se preguntó si Vianello no estaría pensando en cambiar de profesión, y a buen seguro que la signorina Elettra no sería ajena a tal decisión.
– ¿Que te apasiona? -preguntó Brunetti señalando los papeles como si fueran el instrumento de la conversión de Vianello.
– Verás -matizó Vianello, advirtiendo la sorna de su superior-: me gusta porque no tienes que seguir a nadie por la calle, ni pasarte horas en la puerta de su casa, aguantando la lluvia, esperando a que salga para volver a pegarte a sus talones. Ante el silencio de Brunetti, el inspector prosiguió-: Antes me aburría estar horas repasando declaraciones de impuestos y memorias financieras, comprobando cargos a tarjetas de crédito y datos bancarios.