– ¿No temíais que alguno de ellos pudiera hablar al farmacéutico de vuestra llamada? -preguntó Brunetti.
Vianello descartó la sugerencia con un ademán.
– Ahí está la gracia -dijo, no sin admiración-. Ninguna de esas personas tenía ni remota idea de la clase de confusión que podía haberse producido, y estoy seguro de que, cuando dijimos que había un error en el sistema informático, todos se lo creyeron.
Brunetti pasó revista a las posibilidades y preguntó:
– ¿Y si uno de ellos se ponía enfermo, tenían que programar una visita de verdad y el ordenador indicaba que el paciente ya había sido visitado?
– En ese caso supongo que el paciente haría lo que cualquiera de nosotros en su lugar: insistir en que no había sido visitado y echar la culpa al ordenador. Y como la persona con la que estaría tratando sería un funcionario de la sanidad pública, es de suponer que se lo creería.
– ¿Y se programaría la visita?
– Con toda seguridad -dijo Vianello con desenfado-. Además, la posibilidad de que se levantaran sospechas es prácticamente nula.
– ¿Y si, a pesar de todo, alguien sospechaba? Al fin y al cabo, son fondos públicos los que se están malversando, ¿no?
– Me temo que sí -dijo Vianello-. Sería otro caso de error administrativo.
Los dos hombres callaron un momento, y Brunetti preguntó:
– Pero aún no habéis encontrado a ningún farmacéutico con el dinero, ¿verdad?
– El dinero tiene que estar ahí -insistió Vianello-. Mañana nos pondremos a buscar mejor.
– Da la impresión de que nada podría disuadirte -dijo Brunetti no sin aspereza.
– Quizá -respondió Vianello rápidamente, casi a la defensiva-. Pero la idea es muy buena para que a nadie se le haya ocurrido ponerla en práctica. La sanidad pública puede ser un chollo.
– ¿Y si te equivocas? -preguntó Brunetti con cierta impaciencia.
– Pues me habré equivocado. Pero habré aprendido un montón de maneras de buscar datos con el ordenador -dijo Vianello, y en el despacho se restableció la buena armonía.
CAPÍTULO 14
Brunetti bajó la escalera con Vianello y continuó hacia el despacho de la signorina Elettra, a la que encontró hablando por teléfono. Ella le hizo una seña para que entrara y aguardara y siguió dando una serie de monosílabas respuestas al torrente de verborrea que llegaba del otro extremo de la línea.
– Sí. No. Claro. Sí. Sí -decía con largos intervalos, durante algunos de los cuales tomaba notas-. Comprendo. El signor Brunini tiene mucho interés en hablar con el doctor y, sí, él y su pareja, como pacientes particulares.
Siguió un silencio que pareció aún más largo, ahora que Brunetti había oído el nombre y se preguntaba qué estaría tramando aquella mujer.
– Sí, lo comprendo, desde luego. Sí, esperaré. -Apartó el teléfono, se frotó el oído y volvió a acercárselo al oír una voz femenina-. Ah, ¿sí? ¿Tan pronto? Ah, signora, es usted muy amable. El signor Brunini estará encantado. Sí, lo he anotado. El viernes, a las tres y media. Ahora mismo lo llamo. Y muchas gracias.
La signorina Elettra colgó el teléfono, miró a Brunetti y escribió unas palabras en el papel que tenía delante.
– ¿Me atrevo a preguntar? -dijo Brunetti.
– Clínica Villa Colonna. En Verona -dijo ella-. Es a donde ellos fueron.
Aunque la información era un tanto telegráfica, Brunetti no tuvo dificultad para entenderla.
– ¿Y eso la indujo a…? -empezó Brunetti, y entonces descubrió que le faltaba el verbo apropiado-. ¿A especular? -concluyó.
– Sí; puede decirlo así -respondió ella, complacida por la elección-. Especular sobre muchas cosas. Pero, sobre todo, sobre la coincidencia de que varias de las personas examinadas en esta clínica fueron puestas en contacto con la persona o personas que tenían un niño que vender. -Uno no podía menos que admirar su concisión.
– ¿Usted apostaría por esa clínica?
Ella elevó el arco de una ceja apenas un milímetro, pero el movimiento sugería un sinfín de posibilidades.
Brunetti se aventuró entonces por un terreno aún más frágil.
– ¿Signor Brunini? -preguntó.
– Ah, sí -dijo ella-. El signor Brunini. -Brunetti esperó hasta que ella prosiguió-: He pensado que sería interesante obsequiar a la clínica con otra pareja que esté ansiosa por tener un niño y sea lo bastante rica como para pagar lo que le pidan.
– ¿Signor Brunini? -repitió él, recordando que en las películas policiacas siempre se aconseja a los que adoptan una personalidad falsa elegir un nombre que sea parecido al propio, porque ello les permitirá responder a él automáticamente.
– Eso es.
– ¿Y la signora Brunini? ¿Ha pensado en alguien para el papel?
– Creo que a usted debería acompañarle una persona que estuviera familiarizada con la investigación, ya que así habría allí dos personas capaces de formarse una opinión del lugar.
– ¿Acompañarme a mí? -preguntó Brunetti, con un énfasis innecesario.
– El viernes a las tres y media -dijo ella-. Hay un Eurocity a Munich que sale a la una y veintinueve, y llega a Verona a las tres de la tarde.
– ¿Y la persona que me acompañará será la signora Brunini?
Ella consideró un momento la pregunta, aunque Brunetti la conocía lo suficiente como para saber que ella ya tenía la respuesta preparada.
– Me ha parecido que quizá el deseo del signor Brunini de un hijo parecería más apremiante si ella fuera…, hmm, su compañera. Bastante más joven y ansiosa por tener un niño.
Brunetti hizo la primera objeción que se le ocurrió.
– ¿Y los historiales? ¿No querrá verlos el médico de esa clínica antes de examinar a… a la pareja?
– Ah, eso -dijo ella como si ya la aburrieran semejantes detalles-. El dottor Rizzardi ha pedido a un amigo del Ospedale que los prepare.
– ¿Para el signor Brunini y su…, hmm, compañera?
– Exacto. Ya deben de estar listos, y el amigo del dottor Rizzardi no tiene más que enviarlos por fax a Verona.
¿Tenía Brunetti alternativa? La pregunta era absurda.
Pocas novedades ocurrieron durante el día y medio anterior al momento en que el comisario tuvo que asumir el papel del signor Brunini. Las parejas arrestadas en Verona y Brescia fueron enviadas a casa, y la petición de la policía de que fueran puestas bajo arresto domiciliario fue desestimada por los magistrados de una y otra ciudad. Los niños, según informaban dos artículos, habían sido confiados a los servicios sociales. Al dottor Pedrolli el magistrado de Venecia le comunicó que también él podía irse a su casa y volver a su trabajo, pero, por recomendación del dottor Damasco, optó por permanecer en el hospital. Los carabinieri decidieron imputarle sólo los cargos relacionados con la adopción irregular de un niño, y no volvió a hablarse de resistencia al arresto ni agresión a un agente de policía en el desempeño de sus obligaciones. Ni él ni su esposa trataron de ponerse en contacto con Brunetti, que tuvo la precaución de solicitar un informe por escrito a los carabinieri, aunque había muy poco sobre lo que informar.
En vista de lo cual, Brunetti, impulsado por el deseo de hacer que ocurriera algo, fuera lo que fuera, el viernes tomó el Eurocity de las 13:29 a Munich que tenía su llegada a Verona a las 14:54.