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– Mire, si quiere lo dejamos -dijo Brunetti cuando el tren entraba en la estación de Verona.

La signorina Elettra levantó la mirada de su ejemplar de Il Manifesto, sonrió y respondió:

– En tal caso, yo tendría que volver al despacho, ¿no, comisario? -La sonrisa era cálida, pero se borró en el momento en que ella dobló el periódico y se puso en pie. Dejó el periódico en el asiento y se colgó el abrigo del brazo.

Cuando ella salió al pasillo, Brunetti recogió el periódico y le gritó:

– Olvida esto.

– No; vale más que se quede ahí. Dudo que los pacientes de la clínica lean algo que no sea Il Giornale. No es cosa de hacer saltar las alarmas presentándome con un diario comunista.

– A uno se le olvida que los comunistas se comen a los niños crudos -dijo Brunetti en tono coloquial mientras iban hacia el extremo del coche.

– ¿Los comunistas? -dijo ella volviéndose a mirarlo en lo alto de la escalera.

– Así lo creía mi tía Anna -dijo Brunetti, y añadió-: Quizá todavía lo cree. -Bajó del tren detrás de ella y fueron hacia la escalera que conducía al nivel inferior y la salida de la estación.

Había una fila de taxis. Brunetti abrió la puerta del primero y la sostuvo mientras la signorina Elettra subía. Cerró, dio la vuelta y entró por el otro lado. Dio el nombre y la dirección de la Clínica Villa Colonna al taxista, que parecía indio o pakistaní. El hombre movió la cabeza afirmativamente, como si conociera el sitio.

Ni Brunetti ni la signorina Elettra hablaron mientras el taxi se metía entre el tráfico, giraba a la izquierda delante de la estación y circulaba en dirección a lo que Brunetti suponía el Oeste. Como le había ocurrido tantas otras veces, lo asombraba la cantidad de coches que llenaban las calles, y el ruido que hacían, aun amortiguado por los cristales de las ventanillas, que estaban subidos. Los coches parecían venírseles encima desde todas las direcciones, y algunos hacían sonar el claxon, un ruido que a Brunetti siempre le había parecido agresivo. El taxista rezongaba entre dientes en una lengua que no era italiano, frenando o acelerando, según se cerrara o se abriera el espacio delante de ellos. Por más que lo intentaba, Brunetti no conseguía entender por qué la percepción de la relación entre causa y efecto que tenía él parecía diferir de la que tenía un automovilista.

Se recostó en el respaldo y contempló las interminables hileras de edificios nuevos de su izquierda, todos de poca altura, todos feos y, al parecer, todos destinados a la venta de algo.

La signorina Elettra preguntó en voz baja:

– ¿Seguimos adelante con nuestro plan?

– Creo que sí -respondió él, aunque el plan era sólo de ella: ni lo habían hecho entre los dos, ni, por supuesto, había sido idea de él-. Yo seré el hombre obsequioso, dispuesto a todo con tal de hacer feliz a su pareja.

– Y yo tendré un papel muy interesante.

Antes de que él pudiera responder, el taxi frenó bruscamente, proyectándolos hacia adelante y obligándolos a apoyar las manos en los asientos de enfrente, para no caer. El taxista juró, golpeó varias veces el cuadro con el puño y siguió refunfuñando. Delante de ellos había un camión de caja cuadrada, con las luces del freno encendidas. Mientras ellos lo miraban, de debajo del camión empezaron a salir gases negros. A los pocos segundos, el taxi estaba envuelto en una nube oscura y el interior se llenó del olor acre del aceite quemado.

– ¿Va a explotar ese camión? -preguntó Brunetti al taxista, sin detenerse a pensar cómo podía el hombre saber tal cosa.

– No, señor.

Más tranquilo, Brunetti se apoyó en el respaldo y miró a la signorina Elettra, que se tapaba la boca y la nariz con la mano.

Brunetti fue a sacar el pañuelo para dárselo cuando el taxi, con una fuerte sacudida, arrancó y sorteó al camión. Ahora avanzaban a una velocidad que los comprimía contra el respaldo. Cuando Brunetti se volvió a mirar por la luneta trasera, ya habían perdido de vista al camión.

– ¡Dios mío! -dijo la signorina Elettra-. ¿Cómo puede vivir así la gente?

– No tengo ni idea -respondió Brunetti. Se quedaron en silencio y, al poco rato, el taxi aminoró la marcha y entró en una avenida que describía un arco frente a un reluciente edificio de tres pisos, todo metal y vidrio.

– Doce euros cincuenta -dijo el taxista parando el coche.

Brunetti le dio un billete de diez y uno de cinco y le dijo que se quedara con el cambio.

– ¿Quiere recibo? -preguntó el taxista-. Se lo hago por el importe que quiera.

Brunetti le dio las gracias, dijo que no era necesario, se apeó y dio la vuelta al taxi para abrir la puerta a la signorina Elettra. Ella giró el cuerpo, extendió las piernas y se puso en pie, luego se colgó de su brazo y se inclinó hacia él.

– Empieza la función, comisario -dijo con una amplia sonrisa rematada con un guiño.

Las puertas automáticas se abrían a un vestíbulo que podría haber sido de una agencia de publicidad o quizá, incluso, de unos estudios de televisión. Por todas partes resplandecía el dinero. Sin estridencia, sin vulgar ostentación, pero allí estaba, en el parquet, en las miniaturas persas de las paredes y en el tresillo de piel color crema dispuesto en torno a una mesa de mármol con un centro de flores más espléndido que cualquiera de los que la signorina Elettra había encargado para la questura.

Una joven no menos bonita que las flores, aunque de colorido más discreto, estaba sentada detrás de una mesa de vidrio, en la que no se veían papeles ni bolígrafos, sólo un ordenador de pantalla plana y un teclado. A través del vidrio de la mesa, Brunetti observó que la joven tenía los pies juntos, calzados con zapatos color marrón que asomaban por los bajos de un pantalón que parecía de seda negra.

Al acercarse ellos, la joven les sonrió, revelando hoyuelos a cada lado de una boca perfecta. El pelo parecía rubio natural, aunque Brunetti había renunciado ya a pretender distinguirlo, y los ojos eran verdes, uno mínimamente más grande que el otro.

– ¿En qué puedo servirles? -preguntó, haciendo que la pregunta sonara como si ésta fuera su máxima aspiración.

– Me llamo Brunini -dijo él-. Tengo hora a las tres y media con el dottor Calamandri. Otra vez la sonrisa.

– Un momento, por favor. -La muchacha giró el cuerpo hacia un lado y pulsó varias teclas con sus dedos de uñas cortas. Esperó un segundo, volvió a mirarlos y dijo-: Tengan la bondad de sentarse ahí. El dottore les atenderá dentro de cinco minutos.

Brunetti asintió y empezó a darse la vuelta. La joven salió de detrás de su mesa y los acompañó hasta el tresillo, como si dudara de que pudieran hacer una travesía de dos metros sin ayuda.

– ¿Desean beber algo? -preguntó sin dejar que se le borrara la sonrisa.

La signorina Elettra movió negativamente la cabeza, sin molestarse en decir «gracias». Por algo era la amante consentida de un hombre rico, y estas mujeres no sonríen a sus inferiores. Ni sonríen a mujeres más jóvenes que ellas y, menos aún, estando en compañía de un hombre.

Ellos se sentaron, la joven volvió a su mesa y se puso a operar con su ordenador, cuya pantalla Brunetti no podía ver. Miró las revistas que estaban debajo de las flores: AD, Vogue, Focus. Nada tan vulgar como Gente, Oggi o Chi, la clase de revistas que uno espera poder hojear en la sala de espera del médico.

Brunetti tomó Architectural Digest pero la dejó sin abrirla, al recordar que el papel que interpretaba exigía que estuviera pendiente de su compañera. Inclinándose hacia ella preguntó:

– ¿Estás bien?

– Lo estaré en cuanto termine todo esto -dijo ella sonriéndole con esfuerzo.

Estuvieron un rato en silencio y, nuevamente, Brunetti dejó caer la mirada en las portadas de las revistas. Oyó abrirse una puerta y, al levantar la cabeza, vio a otra mujer, mayor y menos atractiva que la recepcionista, que se acercaba a ellos. Tenía el pelo castaño, que llevaba peinado con raya en medio y cortado a ras de los lóbulos de las orejas, tapándole las mejillas y, por el borde de la falda de lana gris que llevaba debajo de la bata blanca, asomaban unas piernas largas y musculosas, de mujer que juega al tenis o corre, pero no menos bonitas por ello.