Brunetti se puso en pie. Ella le tendió la mano diciendo:
– Buenas tardes, signor Brunini.
Brunetti manifestó el placer que le producía conocerla. Entonces observó el motivo de aquel peinado: una gruesa capa de maquillaje pretendía -sin conseguirlo- cubrir unas señales de acné o de otra afección cutánea. Las marcas, concentradas en la parte posterior de las mejillas, quedaban casi cubiertas por el pelo.
– Soy la dottoressa Fontana, ayudante del dottor Calamandri. Les acompañaré a su despacho.
La signorina Elettra, más segura frente a una competencia no tan potente como la que representaba la recepcionista, se permitió una sonrisa benévola. Se asió del brazo de Brunetti, dando a entender que podía necesitar su apoyo para recorrer la distancia que pudiera haber hasta el despacho del dottor Calamandri.
La dottoressa Fontana los llevó por un pasillo en el que la elegancia del vestíbulo había dado paso a la funcionalidad de una institución médica: el suelo era de mosaico gris y los cuadros de las paredes, vistas de la ciudad, en blanco y negro. Las piernas de la doctora estaban tan buenas por detrás como por delante.
La dottoressa Fontana se paró frente a una puerta a mano derecha, llamó con los nudillos y abrió. Hizo pasar a Brunetti y a la signorina Elettra, entró detrás de ellos y cerró la puerta.
Un hombre algo mayor que Brunetti estaba sentado detrás de una mesa cuya superficie no pretendía optar a otro calificativo que el de caótica. Por todas partes, montones de carpetas, papeles, catálogos, revistas, cajas de medicamentos, lápices, bolígrafos, una navaja del ejército suizo y boletines médicos abandonados como si el lector hubiera tenido que marcharse precipitadamente.
El mismo desorden se observaba en la persona del médico: por el cuello de la bata se le veía un flojo nudo de corbata y del bolsillo del pecho, que tenía bordadas sus iniciales, asomaban varios lápices y un termómetro.
Tenía un aire de perplejidad, como si no pudiera explicarse semejante desbarajuste. Aquel hombre de cara redonda que los miraba sonriendo recordó a Brunetti los médicos de su infancia, que acudían a visitar a un enfermo a cualquier hora del día o de la noche, sin escatimar tiempo ni esfuerzo a sus pacientes.
Brunetti lanzó una rápida mirada al despacho y vio los obligados títulos colgados de las paredes, vitrinas con cajas de medicamentos y el pie de una camilla de reconocimiento cubierta con una banda de papel, que asomaba por detrás de un biombo.
Calamandri se levantó e, inclinándose sobre la mesa, tendió la mano primero a la signorina Elettra y después a Brunetti, les dio las buenas tardes y señaló dos de las sillas situadas delante de la mesa. La dottoressa Fontana se sentó a la derecha, en la tercera silla.
– Aquí tengo su expediente -dijo Calamandri en tono profesional y, con un certero movimiento, extrajo una carpeta marrón de uno de los rimeros de encima de la mesa. Apartó papeles para hacer un hueco a la carpeta y la abrió. Apoyó la palma de la mano derecha, con los dedos extendidos, en el contenido y miró a sus visitantes.
– He visto los resultados de todas las exploraciones y pruebas, y creo que vale más que les diga toda la verdad. -La signorina Elettra levantó una mano y la dejó en suspenso, a medio camino de la boca-. Comprendo que no es lo que desean oír, pero es la información más objetiva que puedo darles.
La signorina Elettra exhaló un pequeño suspiro y dejó caer la mano en el regazo, junto a la otra, que apretaba el bolso. Brunetti la miró y le oprimió el antebrazo con gesto de consuelo.
Calamandri esperaba que ella dijera algo, o Brunetti, pero, en vista de que ninguno de los dos hablaba, prosiguió:
– Podría sugerirles que volvieran a hacerse las pruebas…
La signorina Elettra lo interrumpió con un violento movimiento de la cabeza.
– No. Ya basta de pruebas -dijo secamente. Miró a Brunetti y añadió, suavizando el tono-: No puedo pasar otra vez por todo eso, Guido.
Calamandri alzó una mano apaciguadora y dijo, dirigiéndose a Brunetti:
– Estoy de acuerdo con su, hmm… -al no encontrar la palabra que describiera la relación, rectificó, dirigiéndose a la signorina Elettra-: Estoy de acuerdo con usted, signora.
Ella respondió con una media sonrisa entristecida.
Mirando de Brunetti a la signorina Elettra, para dar a entender que lo que iba a decir estaba dirigido a los dos, Calamandri prosiguió:
– Los resultados de las pruebas no dejan lugar a dudas. Se las han hecho dos veces, por lo que, desde luego, de nada serviría repetirlas. -Miró los papeles que tenía delante y luego a Brunetti-. En la segunda prueba el número de espermatozoides aún es más bajo.
Brunetti pensó en bajar la cabeza avergonzado ante ese golpe a su virilidad, pero resistió la tentación y sostuvo la mirada del doctor, aunque con nerviosismo.
Calamandri dijo entonces a la signorina Elettra:
– No sé lo que le habrán dicho los otros médicos, signora, pero por lo que veo aquí yo diría que no hay posibilidad de fecundación. -Pasó una hoja, miró un momento lo que Rizzardi y su amigo del laboratorio habían inventado y preguntó-: ¿Cuántos años tenía cuando ocurrió esto?
– Dieciocho -respondió ella mirándole a los ojos.
– Si me permite la pregunta, ¿por qué esperó tanto para hacerse tratar esa infección? -dijo el médico, procurando hablar sin reproche.
– Yo era muy joven entonces -respondió ella encogiéndose de hombros ligeramente, como para distanciarse de aquella jovencita.
Calamandri no dijo nada, y al fin su silencio la obligó a justificarse:
– Creí que era otra cosa, una infección de la vejiga o algo por el estilo, uno de esos hongos que pilla una. -Se volvió hacia Brunetti y le oprimió la mano-. Cuando fui al médico, la infección se había extendido.
Brunetti procuraba mirarla a la cara como si ella estuviera recitando un soneto o cantando una nana al hijo que no podría tener, en lugar de referirse a un episodio de enfermedad venérea. Esperaba que Calamandri hubiera acumulado experiencia suficiente para reconocer a un hombre idiotizado por el amor. O la libido. Brunetti había visto bastantes casos de unos y de otros para saber que las señales eran idénticas.
– ¿Le dijeron entonces qué consecuencias podía tener la infección, signora? -preguntó Calamandri-. ¿Que probablemente no podría tener hijos?
– Ya se lo he dicho -respondió ella, incómoda e impaciente-. Yo era más joven. -Meneó la cabeza varias veces y retiró la mano que asía la de Brunetti, para enjugarse los ojos. Luego miró a Brunetti y dijo con vehemencia, como si en el despacho no hubiera nadie más que ellos dos-: Eso fue antes de conocerte, caro, antes de desear un hijo. Un hijo nuestro.
– Comprendo -dijo el doctor cerrando la carpeta. Juntó las manos con gesto lúgubre y las puso encima del expediente. Mirando a su colega, preguntó-: ¿Tiene algo que añadir a lo dicho, dottoressa?
La mujer inclinó el cuerpo para hablar a Brunetti, que estaba al otro lado de la signorina Elettra.
– Antes de ver el expediente, había pensado en la posibilidad de la fecundación asistida, pero después de examinar las radiografías y leer el dictamen de los médicos del Ospedale Civile, no me parece viable.
La signorina Elettra saltó:
– Yo no tengo la culpa.
Como si no la hubiera oído, la dottoressa Fontana prosiguió, dirigiéndose ahora a su colega:
– Como usted ha dicho, dottore, el número de espermatozoides es muy bajo, por lo que no creo que una fecundación natural pudiera prosperar, independientemente del estado de la signora. -Miró a la signorina Elettra y dijo con frialdad-: Somos médicos, signora. No culpamos a las personas. Simplemente, las tratamos.