– ¿Y eso qué significa? -preguntó Brunetti antes de que la signorina Elettra pudiera decir algo.
– Me temo que eso significa que no podemos ayudarles -dijo Calamandri, apretando ligeramente los labios.
– Pues no es eso lo que me han dicho -estalló Brunetti.
– ¿Quién, signore? -preguntó Calamandri.
– Mi médico de Venecia. Dice que hacen ustedes milagros.
Calamandri sonrió moviendo la cabeza negativamente.
– Lo lamento, signor Brunini, pero sólo il Signore hacía milagros. Y hasta Él necesitaba tener algo con qué obrarlos: panes y peces, o agua, en las bodas. -Miró a la pareja y observó que el símil, que Brunetti había admitido con un gesto de asentimiento, a ella se le había escapado.
– El dinero no importa -dijo Brunetti-. Tiene que haber algo que ustedes puedan hacer.
– Me temo que lo único que yo puedo hacer, signore -dijo Calamandri con una elocuente mirada al reloj-, es sugerirles que usted y su esposa consideren la vía de la adopción. El proceso es largo y nada fácil, pero, en sus circunstancias, me parece la única posibilidad.
¿Cómo lo habría hecho para ponerse colorada?, se preguntaba Brunetti. ¿Cómo había conseguido la signorina Elettra que toda la cara, incluidas las orejas, se le pusiera como un tomate, y durante un buen rato, mientras bajaba la mirada y abría y cerraba la boquilla del bolso?
– No estamos casados -dijo Brunetti, para poner fin al silencio, algo que ninguna de las otras personas presentes parecía querer, o poder, hacer-. Estoy separado de mi esposa, es decir, no legalmente. Y Elettra y yo llevamos juntos más de un año. -Su esposa, la alegría de su vida, estaba en Venecia y él en Verona, por lo que podía afirmar sin faltar a la verdad que estaban separados. No separados judicialmente, desde luego, y quisiera Dios que tal posibilidad siguiera siendo siempre tan absurda como en este momento. Por otra parte, hacía diez años que la signorina Elettra trabajaba en la questura, por lo que, en efecto, llevaban juntos más de un año. De manera que, dentro del engaño, sus declaraciones eran literalmente ciertas.
Miró por el rabillo del ojo a la signorina Elettra y vio que seguía con los ojos fijos en el regazo, pero ahora tenía las manos quietas y la cara mortalmente pálida.
– Por consiguiente -dijo volviéndose hacia Calamandri-, ya ve que hemos de descartar la adopción. Por eso esperábamos poder tener un hijo. Quiero decir un hijo que fuera de los dos.
Al cabo de un largo momento, Calamandri dijo:
– Comprendo. -Dio una palmada a la carpeta y la deslizó hacia la derecha. Miró a la dottoressa Fontana, que parecía no tener nada que decir, y se levantó. La dottoressa lo imitó, al igual que Brunetti. La signorina Elettra seguía sentada, y Brunetti se inclinó y le puso una mano en el hombro.
– Vamos, cara. Aquí ya nada podemos hacer.
Ella lo miró con lágrimas en los ojos y dijo con voz suplicante:
– Pero tú decías que tendríamos un niño. Decías que harías cualquier cosa.
Brunetti se arrodilló, apoyó en su hombro la llorosa cara de ella y le dijo en voz baja, aunque no tanto como para que los otros dos no pudieran oírle:
– Te lo prometí, sí. Y te lo prometo por la vida de mi madre. Haré cualquier cosa. -Miró a Calamandri y a Fontana, pero ellos ya salían del despacho.
Cuando los médicos cerraron la puerta, Brunetti ayudó a levantarse a la signorina Elettra y le rodeó los hombros con el brazo.
– Ven, Elettra. Vámonos a casa. Aquí no pueden hacer nada por nosotros.
– ¿Pero tú me prometes, me prometes que harás algo? -suplicó ella.
– Cualquier cosa -repitió Brunetti y llevó hacia la puerta a la desconsolada mujer.
CAPÍTULO 15
Siguieron representando su papel hasta que estuvieron en el tren de regreso a Venecia, sentados frente a frente en el coche de primera clase, casi vacío, del Eurocity de Milán. No habían hablado mientras esperaban el taxi que había pedido la recepcionista ni tampoco en el taxi. Pero en el tren, donde ya no había posibilidad de que fueran descubiertos, la signorina Elettra se recostó en la butaca exhalando un hondo suspiro. Brunetti creyó ver cómo su verdadera personalidad volvía a tomar posesión, aunque, no estando seguro de cuál era esa personalidad, tampoco podía afirmar que la metamorfosis se hubiera producido realmente.
– ¿Y bien? -preguntó Brunetti.
– Un momento, por favor -dijo ella-. Aún estoy exhausta, después de tantas lágrimas.
– ¿Cómo lo hace? -preguntó Brunetti.
– ¿El qué? ¿Llorar?
– Sí. -En más de una década, sólo la había visto llorar una vez, y fue de verdad. Muchas de las consecuencias de las miserias humanas que se descubrían en la questura, podrían hacer llorar a las piedras, pero ella siempre había conseguido distanciarse con profesionalidad, incluso en casos que habían conmovido hasta al impávido y nada imaginativo Alvise.
– He pensado en los masegni -dijo ella con una pequeña sonrisa.
La signorina Elettra había hecho más de una observación original en el pasado, pero él no estaba preparado para oír que fuera capaz de llorar al pensar en las losetas del pavimento.
– ¿Cómo? -preguntó olvidando momentáneamente al dottor Calamandri-. ¿Por qué la hacen llorar los masegni?
– Porque soy veneciana -respondió ella, lo que no daba ninguna pista.
En aquel momento, pasó el revisor y, cuando el hombre se alejaba, después de tacharles los billetes, Brunetti dijo:
– ¿Me lo explica?
– Han desaparecido. ¿Es que no se ha dado cuenta?
¿Cómo podían haber desaparecido las losetas?, se preguntó Brunetti. ¿Y adónde habrían ido a parar? Quizá la tensión de la última hora la había…
– Cuando cambiaron el pavimento de las calles -prosiguió ella, sin darle tiempo a completar el pensamiento-, cuando elevaron las aceras para ponerlas por encima del nivel del acqua alta -agregó, arqueando las cejas ante la futilidad del intento-, quitaron todos los masegni que llevaban allí siglos.
Brunetti recordó entonces los meses durante los que había observado a brigadas de obreros levantar el pavimento de campi y calli, tender o sustituir tuberías y cables y luego tapar las zanjas.
– ¿Y qué han puesto en su lugar? -inquirió ella.
El comisario siempre había procurado desincentivar el empleo de preguntas retóricas por el procedimiento de no darles respuesta, por lo que ahora guardó silencio.
– Han puesto losetas hechas a máquina, perfectamente rectangulares, cada una, ejemplo fehaciente de la simetría de cuatro ángulos rectos.
Brunetti recordó entonces que le había llamado la atención el buen encaje de las nuevas losetas, a diferencia de las anteriores, de cantos desiguales y superficie irregular.
– ¿Y adónde han ido a parar las viejas, me lo puede decir? -preguntó ella, levantando el índice de la mano derecha en ritual ademán de interrogación. Como Brunetti tampoco respondía, prosiguió-: Unos amigos las han visto en un descampado de Marghera, bien apiladas. -Y agregó, con una sonrisa-: Ataditas con alambre, listas para el transporte. Hasta las fotografiaron. Y se dice que las han puesto en una piazza del Japón.
– ¿Del Japón? -preguntó Brunetti sin disimular la extrañeza.
– Eso es lo que se dice, comisario. Pero, como yo personalmente no he visto las losetas sino sólo las fotos, supongo que podría tratarse de una leyenda urbana. Y no hay pruebas, es decir, aparte del hecho de que, cuando empezaron las obras, había miles de ellas, losetas hechas hace siglos, y la mayoría ya no están. Por lo que, a no ser que decidieran convertirse en lemmings y arrojarse todas a la laguna de noche sin ser vistas, alguien se las ha llevado y no las ha devuelto.