Brunetti trataba de calcular el volumen de material. Debía de haber barcos, camiones, hectáreas de losetas. Eran muchas como para que pudieran esconderse, y el transporte tenía que salir muy caro. ¿Quién iba a organizar algo así? ¿Y con qué objeto?
Casi como si lo hubiera preguntado en voz alta, ella dijo:
– Para venderlas, comisario. Levantarlas y retirarlas a cargo de la ciudad y luego venderlas: losetas de roca volcánica, hechas a mano siglos atrás. Para eso. -Cuando Brunetti pensaba que ya había terminado, ella añadió-: Los franceses y los austríacos nos invadieron y saquearon a mansalva, bien lo sabe Dios, pero ellos, por lo menos, nos dejaron las losetas. Sólo de pensarlo me dan ganas de llorar.
«Lo mismo que a cualquier veneciano», comprendió entonces Brunetti. Se puso a pensar en quién podía haber organizado el plan y qué complicidades habría precisado para ponerlo en práctica, y no le gustó ninguna de las posibilidades que se le ocurrían. Entonces, de pronto, recordó una expresión que solía utilizar su madre al hablar de los napolitanos que, decía, «son capaces de robarte los zapatos mientras andas». Pues aún más listos eran algunos venecianos, que podían robarte las losetas de debajo de los pies.
– En cuanto al dottor Calamandri -dijo ella, atrayendo la errante atención de Brunetti-, parece un médico entregado a su trabajo y deseoso de ser escrupulosamente sincero con sus pacientes. Por lo menos en este caso, se ha esforzado por disipar falsas ilusiones y expectativas infundadas. -Hizo una pausa, para dejar que sus palabras calaran, antes de preguntar-: ¿Usted qué dice, comisario?
– Lo mismo, poco más o menos. Habría podido recomendar que se repitieran las pruebas. En la clínica. En su laboratorio.
– Y no lo ha hecho -convino ella-. Lo que indica que es honrado.
– O quiere parecerlo -apuntó Brunetti.
– Me ha quitado las palabras de la boca -dijo ella con una sonrisa. El tren iba aminorando velocidad y, a poco, entraba en la estación de Mestre. A su izquierda, la gente iba y venía por el andén y entraba y salía de un McDonald's. Ellos contemplaban el movimiento u observaban a los pasajeros del tren que estaba parado a su derecha hasta que se cerraron las puertas y volvieron a ponerse en marcha.
En una charla casual, comentaron los fríos modales de la dottoressa Fontana y convinieron en que ahora sólo cabía esperar a que Brunini recibiera la llamada de alguien que dijera que colaboraba con la clínica. Si nadie llamaba, quizá valiera la pena volver a hablar con Pedrolli o con su mujer, a ver si estaban más comunicativos, o, quizá, la signorina Elettra encontrara la manera de introducirse en el dossier de la investigación que tenían en curso los carabinieri.
Minutos después, aparecían por la derecha las chimeneas de Marghera, y Brunetti se preguntó cuál sería el comentario que la signorina Elettra haría hoy sobre ellas. Pero, al parecer, ella había agotado su cupo de indignación en los masegni, porque permaneció en silencio, y el tren no tardó en entrar en Santa Lucia.
Cuando se dirigían a la salida, Brunetti levantó la mirada hacia el reloj de la estación y vio que eran las seis y trece. Podría tomar el Uno de las seis y dieciséis, ya que, por un mecanismo de la memoria análogo al que permite al bebé pingüino reconocer la imagen de la madre, Brunetti sabía, desde hacía más de una generación, que el Uno salía de delante de la estación cada diez minutos, a partir de seis minutos después de cada hora.
– Me parece que iré andando -dijo ella cuando empezaban a bajar la escalera, sorteando a la gente que se dirigía apresuradamente a sus trenes. Ninguno de ellos mencionó la posibilidad, ni la obligación, de volver a la questura.
Al pie de la escalera, se detuvieron, y ella se dispuso a ir hacia la izquierda y él hacia el embarcadero de la derecha.
– Gracias -dijo Brunetti, sonriendo.
– No hay de qué darlas, comisario. Es mucho mejor eso que pasarse la tarde trabajando en las proyecciones de personal para el mes próximo. -Ella levantó una mano en gesto de saludo y se alejó con el río de gente que salía de la estación. Él la siguió con la mirada un momento, pero, oyendo el tableteo del vaporetto que se acercaba al embarcadero marcha atrás, rápidamente, se encaminó hacia el barco y el hogar.
– Llegas temprano -gritó Paola desde la sala cuando él entró en el apartamento. Lo dijo como si su inesperada llegada fuera lo más agradable que le había ocurrido en bastante tiempo.
– He tenido que salir de la ciudad para ir a ver a alguien, y he regresado tan tarde que ya no merecía la pena volver al despacho -respondió él mientras colgaba la chaqueta. Prefería no dar explicaciones acerca de este viaje. Si ella preguntaba, se lo contaría, pero no había motivo para atosigarla con los detalles de su trabajo. Se aflojó el nudo de la corbata. ¿Por qué seguían los hombres usando esta prenda? Peor aún: ¿por qué él se sentía desnudo sin corbata?
Entró en la sala y, tal como esperaba, encontró a su mujer echada en el sofá con un libro abierto sobre el pecho. Se acercó, se inclinó ligeramente y le oprimió un pie.
– Hace veinte años, te habrías agachado para darme un beso -dijo ella.
– Hace veinte años, no me dolía la espalda al agacharme -respondió él, que entonces se agachó y la besó. Al enderezarse, se llevó una mano a los riñones con gesto melodramático de hombre acabado y se fue a la cocina tambaleándose.
– Sólo el vino puede aliviarme -jadeó.
En la cocina, le salió al encuentro la mezcla de aromas de pasta caliente y de algo dulce y picante a la vez. Sin el menor esfuerzo ni lamento, se agachó para atisbar a través del cristal del horno y vio la fuente honda de pyrex que Paola solía usar para las crespelle: esta vez con achicoria y lo que parecían pimientos amarillos: de ahí los dos aromas.
Abrió el frigorífico y buscó con la mirada. No; había refrescado y le apetecía más un tinto. Bajó del armario una botella de un tal Masetto Nero y examinó la etiqueta, preguntándose de dónde habría venido.
Fue a la puerta de la sala.
– ¿Qué es Masetto Nero y de dónde ha salido?
– Es de un viñedo llamado Endrizzi. Nos lo envió mi padre -dijo ella sin levantar la mirada de la página.
La explicación dejó a Brunetti algo confuso: era difícil adivinar la cuantía del «envío» siendo el remitente el conte Orazio Falier. ¿Había enviado el barco con una docena de cajas? ¿Había enviado a un empleado con una única botella para que la probaran? ¿Había comprado el viñedo y les había enviado varias botellas, para saber su opinión?
Brunetti volvió a la cocina y destapó el vino. Olió el tapón, a pesar de que aún no sabía a qué se suponía que tenía que oler. Olía a corcho de botella de vino, como la mayoría. Sirvió dos copas y las llevó a la sala.
Dejó la copa de Paola en la mesa y se sentó en el espacio que ella dejó libre encogiendo las piernas. Bebió un sorbo y pensó que no estaría mal que el conde hubiera comprado el viñedo.
– ¿Qué lees? -preguntó al ver que ella volvía al libro, a pesar de que ahora tenía la copa en la otra mano y parecía complacida con lo que degustaba.
– A Lucas.
Ella, en tantos años, nunca se había permitido referirse a su adorado Henry James más que por su nombre completo, como tampoco Jane Austen había sido objeto de la afrenta de una familiaridad no consentida.
– ¿Lucas qué?
– Lucas Evangelista.
– ¿Del Nuevo Testamento? -preguntó él, a pesar de que no se le ocurría qué otra cosa podía haber escrito Lucas.
– Precisamente.
– ¿Qué parte?
– Eso de hacer por el prójimo lo que te gustaría que el prójimo hiciera por ti.
– ¿Significa eso que la otra botella la traerás tú?
Paola dejó caer el libro sobre el pecho, un tanto teatralmente, según pensó él. Tomó un sorbo de vino y alzó las cejas en señal de aprobación.