Brunetti acababa de susurrar las palabras «Licencia para robar», cuando Vianello entró en el despacho sin llamar.
– Abajo se ha recibido una llamada -dijo sin preámbulos el inspector-. Han forzado la puerta de una farmacia de campo Sant'Angelo.
– ¿Es uno de tus farmacéuticos? -preguntó Brunetti con franco interés.
Vianello asintió y, antes de que el comisario pudiera hacer otra pregunta, dijo:
– Aún estamos repasando sus cuentas bancarias.
– ¿Han forzado la puerta y qué más han hecho? -preguntó Brunetti, diciéndose si no sería un intento de destruir pruebas o echar tierra a los ojos de quien pudiera estar investigando.
– La mujer que ha llamado ha dicho que, al ver la puerta, ni siquiera ha entrado y nos ha llamado enseguida.
– ¿Y no ha dicho qué ha ocurrido? -preguntó Brunetti sin disimular del todo la impaciencia.
– No. He dicho a Foa que nos lleve. La lancha espera. -Al ver que el comisario no se movía, Vianello añadió-: Creo que debemos ir. Antes de que alguien se nos adelante.
– ¿No te parece una coincidencia interesante? -preguntó Brunetti.
– No sé lo que será, pero dudo mucho que alguno de nosotros piense que es una coincidencia -respondió Vianello.
Brunetti miró su reloj y vio que eran casi las diez.
– ¿Por qué la mujer no ha llegado hasta ahora? ¿No deberían haber abierto hace una hora?
– No lo ha explicado o, por lo menos, Riverre no me lo ha dicho. Sólo, que la mujer había llamado para denunciar que habían forzado la puerta.
En respuesta a la creciente impaciencia que se percibía en la voz de Vianello, Brunetti se levantó y se reunió con él en la puerta.
– Está bien. Vamos a echar un vistazo.
Siguiendo la vía más rápida, Foa se metió por Río San Maurizio hasta campo Sant'Angelo. Desembarcaron y cruzaron el campo en dirección a la farmacia. La luz natural iluminaba los carteles expuestos en los dos escaparates. Las luces eléctricas del interior estaban apagadas. La mirada de Brunetti se posó en un par de esbeltos y bronceados muslos femeninos que se ofrecían a la vista del transeúnte en prueba de la facilidad con que podías librarte de la celulitis en una semana. Al otro lado, una pareja de pelo blanco se miraban a los ojos con ternura, cogidos de la mano en una esplendorosa playa tropical. A sus pies, sobre la blanca arena, una caja de un medicamento contra la artritis.
– ¿Es la única entrada? -preguntó Brunetti señalando la intacta puerta vidriera situada entre los escaparates.
– No; los empleados utilizan una puerta lateral -respondió Vianello, mostrando una curiosa familiaridad con las costumbres del establecimiento. Siguiendo sus propias indicaciones, el inspector condujo a Brunetti hacia la izquierda, a una calle que iba a salir a La Fenice.
Cuando se acercaban a la primera puerta a mano derecha, se apartó del umbral una mujer de poco más o menos la edad de Brunetti.
– ¿Son de la policía? -preguntó.
– Sí, signora -respondió Brunetti presentándose a sí mismo y a Vianello.
La mujer podía ser una de tantas venecianas. Llevaba el pelo corto, teñido de caoba oscuro. Acumulaba carga en el busto, pero tenía el acierto de disimularlo con una chaqueta corta de cuello a caja que llevaba sobre una camiseta color beige a juego. Unas buenas pantorrillas asomaban por el bajo de una falda marrón hasta la rodilla. Calzaba zapatos salón de tacón bajo. Tenía en la cara restos del bronceado veraniego y todo el maquillaje se reducía a lápiz de labios de color claro y sombra de ojos azul.
– Soy Eleonora Invernizzi y trabajo para el dottor Franchi. -Y, a renglón seguido, como para impedir que la tomaran por licenciada, puntualizó-: Soy la dependienta. -No tendió la mano y hablaba mirándolos alternativamente.
– ¿Querrá explicarnos lo ocurrido, signora? -preguntó Brunetti. Ella estaba delante de la puerta de madera que, al parecer, conducía a la farmacia, pero Brunetti no hizo ademán de dirigirse hacia allí.
La mujer se asentó la correa del bolso en el hombro y señaló la cerradura. Ellos dos pudieron ver el daño: alguien había apalancado la puerta, con tanta violencia que la madera estaba abombada y astillada por encima y por debajo de la cerradura, señal de que la palanqueta había resbalado varias veces antes de encontrar apoyo suficiente para hacer saltar la cerradura.
La signora Invernizzi dijo:
– No sé cuántas veces he dicho al dottor que esa puerta era una invitación para los ladrones. Y él siempre me decía que sí, que la cambiaría por una porta blindata, pero no la cambiaba, y yo, vuelta a decírselo y él, nada. -La mujer señaló la reja metálica que protegía la pequeña ventana de la puerta-. He puesto la mano ahí para empujar la puerta. No he tocado nada más. Ni siquiera he entrado. Sólo he mirado y les he llamado.
– Muy bien hecho, signora -dijo Vianello.
Brunetti se acercó a la puerta y puso la palma de la mano en el sitio en el que la mujer decía haber puesto la suya. Empujó ligeramente y la puerta se abrió con suavidad hasta golpear la pared.
Brunetti vio un pasillo estrecho y una puerta abierta sobre la que brillaba una luz roja de seguridad. Al bajar la mirada comprendió por qué la signora Invernizzi había llamado a la policía. Delante de la puerta interior, en una superficie de un metro aproximadamente, el suelo estaba cubierto de una alfombra de cajas, frascos y ampollas triturados y aplastados, como si los hubieran pisoteado. Brunetti avanzó unos pasos hasta el borde del revoltijo. Adelantó el pie derecho y, con la punta del zapato, hizo un hueco para apoyar el pie y repitió la operación hasta llegar a la segunda puerta, donde el pasillo torcía a la derecha, hacia la parte delantera de la farmacia.
Brunetti avanzó por el pasillo hasta lo que parecía el laboratorio farmacéutico, donde los destrozos adquirían proporciones de catástrofe. Cubrían el suelo astillas de cristal marrón de aspecto peligroso, entre fragmentos de botes de cerámica. En uno de los trozos, unos diminutos capullos de rosa se trenzaban en guirnalda entre tres letras: «IUM». Líquidos y polvos se habían mezclado formando una sopa espesa que olía ligeramente a huevos podridos y a algo astringente que podía ser alcohol para friegas. Un líquido había resbalado por la puerta de un armario dejando en el plástico un surco de corrosión. Al pie del armario, las placas de linóleo del suelo parecían atacadas por un cáncer que había dejado al descubierto el cemento que había debajo. En la estantería aún había dos botes, pero el resto habían sido barridos al suelo, donde se habían roto todos menos uno. Brunetti levantó la cabeza, retrocediendo instintivamente ante el agresivo olor, y su mirada tropezó con el Cristo crucificado que también parecía haber vuelto la cara para escapar del hedor.
Brunetti oyó a su espalda la voz de Vianello, que lo llamaba y, siguiendo el sonido, salió a la tienda. Quizá para evitar ser visto desde el exterior, el asaltante había limitado su actividad casi exclusivamente a la zona situada detrás del mostrador, la más alejada de los escaparates. Aquí las estanterías habían sido barridas y los cajones, arrancados y arrojados al suelo, donde había cajas y botellas, pisoteadas. La caja registradora y la pantalla del ordenador estaban tumbadas encima de la debacle, la registradora, con el cajetín hacia afuera y torcido, como si le hubiera quedado la lengua colgando, después de vomitar monedas y billetes pequeños.
– Mamma mia -dijo Vianello-. Me parece que nunca había visto algo así. Ni siquiera aquel individuo que entró en la nueva casa de su ex mujer hizo tanto estropicio.
– El nuevo marido se lo impidió, ¿recuerdas? -dijo Brunetti.
– Ah, sí, lo había olvidado. Pero aun así, ni punto de comparación. -Y Vianello señalaba la capa de frascos y cajas que llenaba el suelo detrás del mostrador hasta la altura de los tobillos.
Oyeron ruido a su espalda, se volvieron como movidos por un resorte y vieron a la signora Invernizzi en la puerta, abrazada al bolso.