– Veamos qué dice él. -Brunetti dio unos pasos y, al llegar a la puerta, se detuvo-. Llama a Bocchese, haz el favor. Que mande a un equipo del laboratorio.
– ¿El ordenador? -preguntó Vianello.
– Si se usaba para programar las visitas, tendremos que llevárnoslo -respondió Brunetti.
Franchi y la mujer estaban en la tienda, a un extremo del mostrador, del lado del público. El farmacéutico señalaba un mueble del que habían sido arrancados todos los cajones.
– ¿Puedo llamar a Donatella? ¿O a Gianmaria, dottore? -oyó Brunetti que decía ella.
– Sí, supongo. Habrá que ver qué hacemos con las cajas.
– ¿Intentamos recuperar algunas?
– Sí, si se puede. Todo lo que no esté roto ni pisoteado. Y del resto empiece a hacer una lista, para el seguro. -Hablaba con fatiga: Sísifo mirando la roca.
– ¿Cree que han sido los mismos? -preguntó ella.
Franchi miró a Brunetti y a Vianello y dijo:
– Espero que eso lo averigüe la policía, Eleonora. -Y, como si advirtiera que su tono rozaba el sarcasmo, añadió-: Los designios del Señor son inescrutables.
– Ha dicho usted «tres veces», dottore -dijo Brunetti, insensible a la piedad-. ¿Esto había ocurrido ya otras dos?
– Esto no -respondió Franchi agitando las manos hacia la escena que los rodeaba-. Pero nos han robado dos veces. Una noche entraron y se llevaron todo lo que quisieron. La segunda vez vinieron de día. Drogadictos. Uno tenía la mano dentro de una bolsa de plástico y dijo que nos estaba apuntando con una pistola. Les dimos el dinero.
– Es lo mejor que podían hacer -apostilló Vianello.
– Ni se nos ocurrió resistirnos -dijo Franchi-. Que se lleven el dinero, mientras nadie salga herido. Pobres diablos; no pueden evitarlo, imagino.
¿Lo había mirado con extrañeza la signora Invernizzi al oírle decir eso?
– ¿Entonces piensa que esto ha sido otro robo? -preguntó Brunetti.
– ¿Y qué puede ser si no? -preguntó Franchi con impaciencia.
– Desde luego -convino Brunetti. Ciertamente, no era el momento de ponerse a discutir.
El farmacéutico levantó las manos con un ademán cargado de resignación y dijo:
– Va bene. -Miró a la signora Invernizzi-. Creo que deben venir los demás; puede usted empezar por llamarlos. -Levantó el pulgar y fue contando con los dedos mientras decía-: Yo llamaré a Sanidad para dar parte, y al Seguro; luego, cuando tengamos una lista, haremos reposición de existencias, y veré manera de conseguir otro ordenador para mañana por la mañana. -La conformidad de su voz no ahogaba por completo la rabia.
Franchi fue hasta el mostrador y se inclinó para descolgar el teléfono, pero habían arrancado el cable. Se apartó del mostrador dándose impulso con las manos y fue hacia el pasillo.
– Llamaré desde el despacho -dijo por encima del hombro.
– Perdón, dottore -dijo Brunetti alzando la voz-. Lo siento, pero no puede entrar en su despacho.
– ¿Que no puedo qué? -inquirió Franchi encarándose con el comisario.
Brunetti se reunió con él en el pasillo y explicó:
– Ahí dentro hay pruebas y, hasta que las hayamos examinado, nadie puede entrar.
– Es que tengo que hablar por teléfono.
Brunetti sacó el telefonino del bolsillo y se lo tendió.
– Puede usar éste, dottore.
– Es que tengo los números ahí dentro.
– Lo lamento -dijo Brunetti con una sonrisa que daba a entender que él se sentía tan víctima del reglamento como el farmacéutico-. Si marca Información le darán los números. O llame a mi secretaria y ella los buscará. -Antes de que Franchi pudiera protestar, Brunetti agregó-: Y lo siento, pero no tiene objeto que diga a sus empleados que vengan. Por lo menos, hasta que haya pasado el equipo del laboratorio.
– No hubo nada de esto la última vez -dijo Franchi en un tono de voz que fluctuaba entre el sarcasmo y la indignación.
– Esto parece algo distinto de un simple robo, dottore -dijo Brunetti con calma.
Franchi tomó el telefonino con evidente desgana, pero no hizo ademán de utilizarlo.
– ¿Y las otras cosas de ahí dentro? -preguntó señalando al despacho con un movimiento de la cabeza.
– Lo siento, dottore, pero toda la zona debe ser procesada como escenario de un crimen.
La cara de Franchi reflejó más cólera todavía, pero el farmacéutico sólo dijo:
– Todos mis archivos están en el ordenador: los cargos de los proveedores, mis propias facturas y la documentación de la ULSS. La póliza del seguro… Seguramente, esta misma tarde podría tener otro ordenador, pero necesito el disco para copiar los datos.
– Lo lamento, pero eso no es posible, dottore -dijo Brunetti, venciendo la tentación de utilizar una expresión informática que había oído con frecuencia y que creía entender: «copia de seguridad»-. No sé si se habrá dado cuenta, pero quien haya hecho esto ha reventado el ordenador. Dudo que pueda usted recuperar algo.
– ¿Reventado el ordenador? -preguntó Franchi como si nunca hubiera oído la frase e ignorara el significado.
– O, más exactamente, ha intentado abrirlo metiendo una cuña por una esquina, ¿no, Vianello? -preguntó Brunetti al inspector, que acababa de entrar.
– ¿Se refiere a esa especie de caja metálica? -preguntó el inspector con estudiada estupidez bovina-. Sí, lo han roto, buscando lo que hubiera dentro. -Daba la impresión de que, para el inspector, un ordenador era como una especie de hucha. Cambiando de tono anunció-: Bocchese está en camino.
Sin dar a Franchi tiempo de preguntar, Brunetti explicó:
– El equipo del laboratorio. Querrán tomar huellas. -Con una cortés inclinación de cabeza dedicada a la signora Invernizzi, que seguía la conversación con interés, Brunetti dijo-: La signora tuvo la precaución de quedarse fuera, por lo que, si han dejado huellas, ahí seguirán. Los técnicos querrán tomar las de ustedes -prosiguió, dirigiéndose a ambos-, para excluirlas de las del intruso. Y también las de los demás empleados, desde luego, pero eso puede esperar hasta mañana.
La signora Invernizzi asintió y Franchi la imitó.
– Y les agradeceré que no toquen nada hasta que mis hombres lo hayan examinado -agregó Brunetti.
– ¿Cuánto tardarán? -preguntó Franchi.
Brunetti miró el reloj y vio que eran casi las once.
– Pueden venir ustedes a eso de las tres, dottore. Estoy seguro de que para entonces ellos ya habrán terminado.
– ¿Y puedo…? -empezó Franchi, pero pareció cambiar de idea-. Me gustaría salir a tomar un café. Volveré luego para que me tomen las huellas, ¿de acuerdo?
– Desde luego, dottore -respondió Brunetti.
El comisario esperó a ver si Franchi invitaba a la signora Invernizzi a acompañarlo, pero no fue así. El farmacéutico devolvió el telefonino a Brunetti, sorteó a Vianello, se alejó por el pasillo, salió a la calle y desapareció sin decir palabra.
– ¿Puedo irme a casa? -dijo la mujer-. Volveré dentro de una hora, pero me parece que me vendrá bien echarme un rato.
– Por supuesto, signora. ¿Quiere que la acompañe el inspector?
Ella sonrió por primera vez y rejuveneció diez años.
– Muy amable. Pero vivo cerca, al otro lado del puente. Volveré antes del almuerzo, ¿conforme?
– Está bien, signora -dijo Brunetti y la acompañó hasta la puerta de la calle lateral. Salió con ella, la despidió y la vio alejarse. Al llegar a la desembocadura de la calle en el campo Sant'Angelo, la mujer se volvió y agitó ligeramente la mano.
Brunetti le devolvió el saludo y entró otra vez en la farmacia.
CAPÍTULO 17
– ¿«Esa especie de caja metálica», Lorenzo? -preguntó Brunetti-. ¿Es una forma avanzada de lenguaje cibernética para designar «unidad central»? -Le pareció que había conseguido disimular el orgullo que sentía por poder utilizar el término con tanta naturalidad.