– Imagino, comisario, y es mera suposición, que el hecho de que conociera el nombre de la mujer y los otros detalles bastó para inducir a mis compañeros a investigar la acusación o, por lo menos, comprobar si el nombre de esta mujer figuraba en el certificado de nacimiento del niño del dottor Pedrolli y, en tal caso, interrogarla acerca de las circunstancias.
– ¿Cuánto tiempo tardaron en hacer eso?
– ¿Hacer qué, comisario?
– Interrogarla.
– No lo recuerdo con exactitud, pero me parece que la llamada se recibió aproximadamente una semana antes de que… antes de que fuéramos a casa del dottor Pedrolli. Entonces resultó que la comandancia de Verana estaba actuando en casos similares. Al parecer, no existe relación, es decir, el caso de Pedrolli no está relacionado con los otros.
– ¿Así pues, por lo que respecta a Pedrolli, se trata de una desgraciada coincidencia?
– Sí, supongo que podríamos decirlo así, comisario.
– ¿Y, para ustedes, una afortunada coincidencia?
– Si me permite la observación, comisario, al parecer, usted piensa que nosotros haríamos algo así sin estar seguros.
– Tiene razón, capitán.
– Nosotros no obramos con precipitación. Y, por si le interesa, yo soy padre. De una niña de un año.
– Los míos son mayores.
– No creo que eso cambie las cosas.
– Probablemente, no.
– ¿Se sabe algo de él?
– ¿Del dottor Pedrolli?
– Del niño.
– No. Ni se sabrá, y no debe extrañarle. Cuando un niño queda bajo la tutela de los servicios sociales, no se nos da más información.
– Comprendo. Una última pregunta, capitán, si me permite.
– Si está en mi mano.
– ¿Existe algún medio por el que un día el dottor Pedrolli pudiera…?
– ¿Ver al niño?
– Sí.
– No es probable. Yo diría que es imposible. El niño no es suyo.
– ¿Cómo lo sabe, capitán? Si me permite la pregunta.
– ¿Puedo decirle algo sin que se ofenda, comisario?
– Desde luego.
– Nosotros no somos una banda de gorilas.
– Yo no pretendía sugerir…
– Estoy seguro de que no, comisario. Sólo quería dejarlo claro. Eso, en primer lugar.
– ¿Y en segundo lugar?
– Decirle que, antes de que se autorizara la operación, la madre declaró que el niño era de su marido y no del hombre cuyo nombre aparecía en el certificado de nacimiento.
– ¿Lo dijo para recuperar al niño?
– Tiene usted un concepto muy idealista de la maternidad, comisario, si me permite la observación. La mujer dejó bien claro que ella no quería recuperar al niño. En realidad, es una de las razones por las que mis compañeros de Cosenza la creyeron.
– ¿Esto influirá en la probabilidad de que la autoricen a quedarse en el país?
– Seguramente, no.
– Ah.
– Sí, comisario, «ah». Créame, el niño no es de Pedrolli. Eso lo sabíamos antes de entrar en su casa aquella noche.
– Ya. En fin… gracias, capitán. Ha sido una gran ayuda.
– Me alegro de que lo crea así, comisario. Si ha de servir para tranquilizar su mente, puedo enviarle copia de nuestro informe. ¿Se lo mando al despacho por e-mail?
– Si es tan amable.
– Ahora mismo, comisario.
– Gracias, capitán.
– No hay de qué darlas. Arrivederci.
– Arrivederci, capitano.
Antes de una hora, llegó una copia de la declaración hecha por la albanesa cuyo nombre figuraba en el certificado de nacimiento del niño de Pedrolli. Había sido firmada cuatro días antes del asalto de los carabinieri y comprendía dos días de interrogatorios. La mujer había sido localizada fácilmente por ordenador en Cosenza, donde, dos días después de inscribir al recién nacido como hijo de padre italiano, había conseguido el permesso di soggiorno. Al ser interrogada, en un principio mantenía que el niño había sido enviado a Albania, a casa de los abuelos. Insistía en que era simple coincidencia que su marido, también albanés y residente ilegal, hubiera comprado un coche dos días después de que ella recibiera el alta del hospital. Él trabajaba de albañil, dijo la mujer, y llevaba meses ahorrando para el coche. Tampoco había relación alguna entre la desaparición del niño y el depósito de tres meses de alquiler de un apartamento que su marido hizo el mismo día de la compra del coche.
Más adelante, ella insistía en que el padre era un italiano cuyo nombre no recordaba y al que no acertaba a describir con exactitud, pero, cuando la amenazaron con el arresto y la deportación si mentía, se retractó y reconoció que un italiano que decía que su esposa no podía tener hijos se había puesto en contacto con ella semanas antes del parto. La primera versión sugería que el hombre la había encontrado por sus propios medios; nadie se lo había presentado. Pero, cuando se aludió de nuevo a la posibilidad de la deportación, ella dijo que se lo presentó uno de los médicos del hospital -no recordaba cuál-, que le dijo que quien deseaba hablar con ella también era médico. Cuando nació el niño, ella accedió a que el nombre del médico figurara en el certificado de nacimiento, porque creía que su hijo podría tener un futuro mejor si era educado como italiano, en una familia italiana. Finalmente, había reconocido que el hombre le había dado dinero, pero como regalo, no como pago. No; no recordaba la suma.
La mujer y su marido estaban ahora bajo arresto domiciliario, aunque al marido se le permitía ir a trabajar. La concesión del permesso di soggiorno de la mujer estaba pendiente de la decisión de un magistrado. Al acabar la lectura, Brunetti seguía sin comprender por qué quienquiera que había interrogado a la mujer se había dado por satisfecho tan fácilmente con la simple explicación de cómo Pedrolli había llegado hasta ella: lo mismo podía haber caído del cielo. «Se lo presentó uno de los médicos del hospital», dijo la mujer. Pero, ¿cuál? ¿Y por qué motivo?
Durante la lectura del informe, Brunetti había advertido que la madre, con una extraña y estremecedora afinidad con Bianca Marcolini, tampoco había manifestado interés por el niño ni por lo que pudiera haberle ocurrido. Guardó los papeles en el cajón de la mesa y se fue a su casa.
Antes de la cena, Brunetti aún consiguió volver a los viajes del marquis de Custine. Con el aristócrata francés de guía y compañero de viaje, se encontró en San Petersburgo, contemplando el alma rusa que, según observaba Custine, estaba «intoxicada de esclavitud». Brunetti dejó caer el libro abierto sobre las rodillas y estuvo considerando estas palabras hasta que Paola lo sacó de su ensoñación al sentarse a su lado.
– Se me ha olvidado decirte una cosa.
Brunetti volvió de Nevsk Prospekt y preguntó:
– ¿Qué cosa?
– Es sobre Bianca Marcolini.
– Ah, gracias.
– He estado preguntando por ahí, pero no he averiguado mucho. La mayoría de la gente la conoce de oídas, por el padre, claro.
Brunetti asintió.
– También he preguntado a mi padre. Te dije que él lo conoce, ¿verdad?
Brunetti volvió a asentir.
– ¿Y?
– Y me ha dicho que Marcolini es un hombre con el que hay que contar. Ha hecho su fortuna empezando de la nada. -Hizo una pausa y comentó-: Hay personas a las que eso aún les parece apasionante. -Había en su voz el desdén que experimentan al respecto los que han nacido ricos-. Dice mi padre que tiene amigos en todas partes: en el Gobierno local, en el regional y hasta en Roma. En pocos años, ha llegado a captar gran número de votos.
– Entonces, ¿para él sería fácil hacer retirar una noticia de los periódicos? -preguntó Brunetti.
– Juego de niños -dijo ella, frase que para Brunetti tuvo una resonancia triste.
– ¿Y el matrimonio Pedrolli?
– Boda por todo lo alto y una pareja ideal. Ella trabaja de asesora financiera en un banco y él es ayudante del primario de Pediatría del Ospedale Civile.