Выбрать главу

Ninguno de estos datos parecía justificar la excitación que Brunetti creía percibir en la voz de su esposa y que, según le había enseñado la experiencia, era debida a revelaciones aún por llegar.

– ¿Y la cruda realidad? -preguntó.

– El asunto del niño, por supuesto -dijo ella, y Brunetti comprendió que por fin iba a entrar en materia.

– Por supuesto -repitió él, y sonrió.

– Entre las amistades se rumoreaba que él había tenido una aventura, o menos que eso: un desliz, mientras estaba en un congreso en Cosenza. He preguntado a varias personas y todas coinciden.

– ¿Tu padre también?

– No -respondió ella rápidamente, sorprendida de que él pudiera creer a su padre capaz de chismorrear. Y entonces explicó-: Esta tarde he estado hablando con mi madre. -Paola había adquirido por vía materna aquella curiosidad suya por las vidas ajenas, al igual que un día heredaría también las esmeraldas de la contessa.

– ¿Así pues, ésa es la versión oficial? -preguntó él.

Ella tuvo que pensar un momento antes de contestar.

– Suena a verdad y la gente parece creerla. Después de todo, es la clase de historia que le gusta a la gente, ¿no? Es como un argumento de película, o de novela barata. El marido descarriado vuelve al hogar y la sufrida esposa lo perdona. No sólo lo perdona sino que acoge al retoño en el nido, para criarlo como si fuera suyo. Reconciliación conmovedora, amor renacido: Rhett y Escarlata otra vez juntos y para siempre. -Hizo una pausa y agregó-: Desde luego, queda mejor que decir que fueron al mercado, compraron un niño y se lo llevaron a casa.

– Estás más cáustica y más cínica que de costumbre, paloma mía -dijo Brunetti tomándole una mano y besándole las puntas de los dedos.

Ella retiró la mano, aunque con una sonrisa, y dijo:

– Gracias, Guido. -En tono más serio, continuó-: Como te decía, la gente parecía creerlo o, por lo menos, quería creerlo. Los Gamberini los conocen, y Gabi me dijo que fueron a cenar a su casa cuando hacía unos seis meses que tenían al niño, y no le pareció que la reconciliación fuera tan dulce.

– A ti te encantan los chismes, ¿verdad? -preguntó él, deseando que ella le hubiera traído una copa de vino.

– Sí, supongo que sí -respondió Paola, sorprendida por el descubrimiento-. ¿Crees que por eso me gusta tanto leer novelas?

– Probablemente -dijo él, y preguntó-: ¿Por qué no tan dulce?

– Gabi no lo dijo claramente. A veces la gente habla con medias palabras. Lo dio a entender más que por lo que dijo por cómo lo dijo. Ya sabes cómo es la gente.

«Ojalá lo supiera», pensó Brunetti.

– ¿No hizo suposiciones acerca de la causa? Paola cerró los ojos y él observó cómo repasaba la conversación.

– Pues me parece que no.

– ¿Una copa de vino? -preguntó él.

– Sí, y luego cenamos.

Él le besó la mano otra vez en señal de agradecimiento.

– ¿Blanco o tinto? -preguntó.

Ella optó por el blanco, pensando probablemente en el risotto con puerros que tenían de primer plato. Hacía poco que los chicos habían empezado el curso, y durante la cena hablaron de lo que sus compañeros habían hecho en verano. Una niña de la clase de Chiara había pasado dos meses en Australia y estaba muy disgustada por haber cambiado verano por invierno y llegado a casa en otoño. Otra había estado trabajando en una heladería de la isla de Santorini, donde había adquirido unos aceptables conocimientos del alemán hablado. El mejor amigo de Raffi había ido de Terranova a Vancuver en plan mochilero, aunque las comillas con las que Raffi había encerrado la palabra «mochilero» sugerían viajes en tren y en avión.

Brunetti procuraba seguir el vaivén de la conversación que evolucionaba sobre la mesa, pero los miraba sin oír apenas lo que decían, embargado por una viva sensación de posesión: eran sus hijos, había en ellos una parte de él mismo, y esa parte pasaría a los hijos que tuvieran, y a la siguiente generación. Pero, por más que miraba, no distinguía en ellos ni atisbo de su propio físico: sólo Paola parecía hallarse reproducida. Ahí estaba su nariz, la textura de su pelo, con ese rizo rebelde encima de la oreja izquierda. Ahora mismo, Chiara había rebatido algo que le decía su hermano, con un ademán que era de Paola.

De segundo plato había orata al limón, razón de más para justificar la elección del vino blanco. Brunetti atacó el pescado, pero, a la mitad de la ración, volvió a fijar la atención en Chiara, que estaba despotricando de su profesora de inglés.

– ¿Y el subjuntivo? ¿Sabéis qué me ha dicho cuando le he preguntado? -inquirió con una voz marcada por el recuerdo del asombro sentido, mirando alrededor de la mesa, para asegurarse de que sus oyentes estaban preparados para escandalizarse. Cuando se hubo cerciorado de que le prestaban atención, dijo-: Que lo daríamos next year. -El sonido con que dejó el tenedor en el plato era expresión elocuente de su disgusto.

Paola meneó la cabeza con aire de conmiseración.

– Next year -repitió. Insensiblemente, se habían puesto a hablar en inglés-. Unbelievable.

Chiara se volvió hacia su padre, quizá con la esperanza de que él manifestara un asombro similar, y se quedó en suspenso, mirando su rostro impávido. Inclinó la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro. Finalmente, en tono coloquial, como respondiendo a una pregunta que él le hubiera hecho, dijo:

– La he dejado en la escuela, papá. -En vista de que él no decía nada, añadió-: No; hoy no la he traído.

Como el que sale de un trance, Brunetti dijo:

– Perdona, Chiara. ¿Qué es lo que no has traído hoy?

– Mi otra cabeza.

Descolocado, al no saber de qué se hablaba en la mesa mientras él estaba absorto mirando a sus hijos, Brunetti dijo:

– No te entiendo. ¿Qué otra cabeza?

– La que has estado buscando toda la noche, papá. Sólo quería decirte que no la he traído, y por eso no la ves. -Para subrayar sus palabras, se puso una mano a cada lado de la cabeza y agitó los dedos en el vacío.

Brunetti oyó la carcajada de Raffi y, al mirar a Paola, vio que sonreía.

– Ah, está bien -dijo, un poco molesto-. Confío en que la hayas dejado en sitio seguro.

De postre había peras.

CAPÍTULO 19

Al día siguiente por la tarde, Vianello entró en el despacho de Brunetti. Se reflejaba en su cara la satisfacción del que ha demostrado tener razón cuando algunos creían que estaba equivocado.

– Ha costado, pero merece la pena -dijo el inspector poniendo unos papeles en la mesa.

Brunetti entornó los ojos y levantó la barbilla en señal de interrogación.

– El amigo de la signorina Elettra -explicó Vianello.

Ella tenía muchos amigos, según sabía Brunetti, que, en este momento, no recordaba cuál de ellos podía estar colaborando en sus actividades extralegales.

– ¿Qué amigo?

– El hacker -explicó Vianello, sorprendiendo a Brunetti por su manera de aspirar la «h»-. Al que dimos el disco duro. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Vianello agregó-: Sí, lo devolvimos al dottor Franchi al día siguiente, pero no sin que el amigo copiara todo el contenido.

– Ah, el amigo -dijo Brunetti alargando la mano hacia los papeles-. ¿Qué tenía Franchi en su ordenador?

– Nada de porno infantil ni compras por internet, desde luego -dijo Vianello sin moderar su sonrisa de tiburón tigre.

– ¿Pero…? -preguntó Brunetti.

– Pero parece ser que ha encontrado la manera de meterse en el sistema informático de la ULSS.

– ¿Y así es como programa las visitas? -preguntó Brunetti-. ¿Lo mismo que los otros farmacéuticos?

– Sí -asintió Vianello acercando una silla-. Él hace eso y los otros también -dijo en un tono que invitaba a Brunetti a seguir preguntando.