Bruscamente, Brunetti dio media vuelta y regresó a las otras salas, a mirar los retratos, esperando que los rostros más plácidos pintados por Bombelli y Tiepolo borraran la inquietud que había despertado en él la vista del Niño atado.
Durante la cena, Brunetti estuvo extrañamente ausente, moviendo la cabeza de arriba abajo cuando Paola o los chicos hablaban entre sí y sin apenas intervenir en la conversación. Después, volvió a la sala y a San Petersburgo, donde encontró al marquis en vena filosófica, diciendo de Rusia que era un lugar en el que «impera el gusto por lo superfluo entre gentes que aún desconocen lo necesario». Brunetti cerró los ojos, reconociendo la vigencia de esa observación.
Oyó los pasos de Paola y, sin abrir los ojos, dijo:
– Nada cambia. Nada en absoluto.
Ella, mirando el libro, dijo:
– Ya decía yo que nada bueno sacarías de esa lectura.
– Desde luego no es políticamente correcto lo que voy a decir y, menos, cuando los jefes de nuestras grandes naciones respectivas son tan amigos, pero da la impresión de que si entonces Rusia era un lugar horroroso, ahora no lo es menos. -Oyó un tintineo de cristal y, al abrir los ojos, vio que ella ponía dos vasitos en la mesita.
– Lee a Tolstoi -le aconsejó-. Él hará que te guste más.
– ¿El país o la lectura? -preguntó Brunetti volviendo a cerrar los ojos.
– Es la hora del chismorreo -anunció ella, como si no hubiera oído la pregunta. Le dio unos golpecitos en los pies y se los apartó, para hacerse un sitio.
Él abrió los ojos y tomó la copa que ella le tendía. Bebió un sorbo, aspiró profundamente inhalando el aroma de la grappa y volvió a beber.
– ¿Es la Gaia? -preguntó.
– Tenemos la botella desde Navidad. Si hay suerte, este año habrá otra. ¿Para cuándo quieres guardarla?
– ¿Tú crees que habrá grappa en el cielo? -preguntó Brunetti.
– Como no hay cielo, tampoco habrá grappa -respondió ella, y añadió-: Razón de más para beberla mientras podamos.
– Estoy indefenso ante la fuerza de tu lógica -dijo Brunetti, que vació el vasito y se lo devolvió.
– Regreso enseguida.
– Está bien. -Él cerró los ojos otra vez.
Brunetti, más que ver, sintió que Paola se levantaba del sofá. La oyó alejarse, andar por la cocina y volver a la sala. Más tintineo de cristal, gorgoteo de líquido y su voz que decía:
– Toma.
De pronto, él sintió curiosidad por averiguar cuánto rato podía permanecer con los ojos cerrados y extendió la mano agitando los dedos. Ella le dio el vasito, y él oyó otro tintineo, otro gorgoteo y notó que el sofá cedía al sentarse ella.
– Salute -dijo Paola, y él bebió del vaso que no podía ver. Fue otro anticipo de cielo.
– Ahora cuenta -dijo él.
– Con mucho gusto -respondió Paola y, sin solución de continuidad, atacó-: Al principio, la gente creía que Pedrolli estaba incómodo y cohibido, temiendo que los demás se burlaran de él, pero cuando se dieron cuenta de que realmente estaba loco por su hijo, nadie pudo tomarlo a broma. Si algún comentario se hacía era benévolo, o así me lo han contado.
– ¿Y la reconciliación entre Rhett y Escarlata, que decías que no era del todo satisfactoria?
– Yo sólo dije que me lo habían dicho -le rectificó ella-. Según varias personas, él siempre había sido el enamorado y ella la que se dejaba querer. Pero con el niño las cosas cambiaron.
– ¿De qué manera? -preguntó él, intuyendo que la respuesta no sería la previsible, la de que la esposa desatendía al marido para volcarse en la criatura.
– Él transfirió su afecto al pequeño… o eso me han dicho -dijo ella, y Brunetti pudo comprobar una vez más el cuidado que tenía Paola en distanciarse de sus chismes.
– ¿Y a quién transfirió su afecto la mujer? -preguntó él.
– Al niño no, por lo visto. Pero es comprensible, imagino, ya que no era suyo, y su marido empezaba a prestarle más atención que a ella.
– ¿A pesar de que ella ya no deseara sus atenciones? -preguntó Brunetti.
Paola se inclinó hasta apoyar los codos en las rodillas de su marido.
– Eso no importa, Guido, y tú lo sabes.
– ¿Qué no importa?
– Si las deseaba o no. Aún quería monopolizarlas.
– Eso no tiene sentido.
Como ella no decía nada, Brunetti abrió los ojos al fin y la miró. Vio que tenía la cara entre las manos y movía la cabeza de derecha a izquierda.
– Está bien. ¿Qué he dicho?
Ella lo miró fijamente.
– Aunque una mujer ya no desee las atenciones de su marido, no quiere que sean para otra persona -dijo.
– Pero si era su hijo, por Dios.
– Hijo de él -rectificó Paola, y añadió, recalcando las sílabas-: No de ellos, sino de él.
– Quizá ni eso -dijo Brunetti, y le habló del informe de los carabinieri.
– No importa quién fuera el padre biológico -insistió Paola-. Para Pedrolli, el niño es hijo suyo. Y, por lo que me han dicho hoy, sospecho que ella nunca lo vio así.
¿Qué había contado Pedrolli a su esposa? Ella afirmaba que le había dicho la verdad, pero ¿cuál era la verdad? Brunetti imaginaba que la albanesa, ante la amenaza de ser deportada, habría dicho a las autoridades lo que le parecía que deseaban oír y haría que la mirasen con más benevolencia. Si declaraba que el dottor Pedrolli le había prometido educar al niño como a su propio hijo, esto podía ser un atenuante, aunque sólo fuera porque indicaba que había influido en ella el deseo de asegurar el porvenir de su hijo. Tenía que aducir este motivo, independientemente de si había recibido dinero a cambio, antes que reconocer que había vendido a su hijo, sin preocuparse de a qué manos iba a parar.
¿Y Pedrolli? ¿Quedaba condenado a la vida de los padres cuyos hijos son víctimas de verdaderos secuestros? ¿Vivir siempre con la duda de si el niño está vivo o muerto? ¿Siempre tratando de descubrir la cara recordada en la cara de cada niño, de cada adolescente, de cada hombre de su misma edad?
– «Oh, perder todo el padre que había en mí» -dijo Brunetti.
CAPÍTULO 20
A Brunetti le estaba costando conciliar el sueño, y no era por la grappa sino porque no podía dejar de pensar en el niño Pedrolli. ¿Qué recuerdo le quedaría de aquellos primeros meses de vida? ¿Cómo le marcaría moralmente en el futuro el haber sido arrancado de un hogar en el que había conocido el cariño de una familia, y llevado a una institución pública?
En su duermevela, Brunetti se repetía que debía desentenderse, olvidar a Pedrolli, borrar de la memoria la imagen del hombre tendido en la cama del hospital y, sobre todo, olvidar al niño. Brunetti no estaba interesado en el aspecto legal ni en el biológico: le bastaba que Pedrolli hubiera reconocido al niño como hijo suyo y que la madre estuviera dispuesta a renunciar a él. Y que el médico amara al niño.
Lo que Brunetti no acababa de comprender eran los sentimientos de Bianca Marcolini, pero durante aquella larga noche de cavilaciones no se atrevió a despertar a Paola, que dormía plácidamente a su lado, para preguntarle qué debía de sentir una mujer. ¿Por qué había de saberlo Paola mejor que él? Si se lo preguntaba, probablemente, ella lo tacharía de machista: ¿por qué no ha de comprender un hombre los sentimientos de una mujer? Pero era esto precisamente lo que preocupaba a Brunetti: no haber visto en Bianca Marcolini ni asomo de lo que él creía que habían de ser los sentimientos de una mujer, creencia que, por cierto, seguramente le valdría las recriminaciones de su esposa. A juzgar por las impresiones recogidas por Paola, Bianca Marcolini no mostraba sentimientos maternales, algo que también al propio Brunetti había llamado la atención.