– No tiene relación alguna con el asunto por el que vine a verle la última vez, dottore.
Pedrolli clavó los ojos en Brunetti y rápidamente desvió la mirada.
– Aquella investigación estaba, y sigue estando, en manos de los carabinieri. Yo he venido para preguntar por otra investigación que lleva a cabo mi departamento.
– ¿La policía?
– Sí, dottore.
– ¿Qué investigación, comisario? -preguntó Pedrolli, con un énfasis más que ligeramente irónico.
– Su nombre ha aparecido en relación con un asunto totalmente distinto. De eso he venido a hablarle.
– Ya -dijo Pedrolli-. ¿Podría ser más explícito?
– Se trata de un fraude que se ha cometido aquí, en el hospital -dijo Brunetti, optando por enfocar la cuestión desde este ángulo, antes de introducir la idea de que el médico podía estar siendo víctima de chantaje. Pedrolli se relajó ligeramente.
– ¿Qué clase de fraude?
– Visitas falsas. -Vio que Pedrolli entornaba los párpados y prosiguió-: Al parecer, algunos médicos programan visitas para pacientes que saben que no han de poder visitarse; en algunos casos, los farmacéuticos programan las visitas, que se cargan a la sanidad pública, a pesar de que no se hacen. Por lo menos tres de los pacientes para los que se programaron visitas ya habían fallecido.
Pedrolli asintió y apretó los labios.
– Mentiría si le dijera que no había oído hablar de ello, comisario. Pero en mi departamento no ocurren esas cosas. De eso nos encargamos mi primario y yo.
Aunque su primer impulso fue creer al médico, Brunetti preguntó:
– ¿Cómo lo hacen?
– Todos los pacientes que vienen a visitarse, mejor dicho, los padres, ya que nuestros pacientes son niños, han de firmar en el registro de la enfermera, la cual, cuando termina su turno, coteja el registro de los pacientes que han sido visitados por cada médico con la lista del ordenador. -Al observar la expresión de Brunetti, dijo-: Sí, es un sistema muy simple, apenas cinco minutos más de trabajo para la enfermera, pero elimina toda posibilidad de irregularidades.
– Da la impresión de que han implantado ustedes el sistema precisamente con esa finalidad, dottore -dijo Brunetti-. Si me permite la observación.
– Desde luego, comisario: ésa era la intención. -Pedrolli esperó un momento hasta que Brunetti lo miró-. En un hospital las noticias vuelan.
– Ya veo -dijo Brunetti.
– ¿Es todo lo que deseaba preguntarme? -dijo Pedrolli, disponiéndose a levantarse.
– No, dottore, hay algo más. Si me permite un momento.
Pedrolli volvió a dejarse caer en la silla.
– Por supuesto -respondió, pero miró el reloj al decirlo. De pronto, le sonaron las tripas ruidosamente, y él volvió a mirar a Brunetti con aquella sonrisa casi cohibida-. Aún no he almorzado.
– Trataré de no entretenerle mucho -dijo Brunetti, confiando en que sus propias tripas no empezaran a hacer coro a las del médico.
– Dottore -empezó-, ¿es usted cliente de la farmacia de campo Sant'Angelo?
– Sí; es la que está más cerca de mi casa.
– ¿Hace años que compra allí?
– Desde que nos mudamos al barrio, hará unos cuatro años. Quizá un poco más.
– ¿Conoce bien al farmacéutico? -preguntó Brunetti.
Pasó un rato antes de que Pedrolli respondiera, pronunciando las palabras cuidadosamente:
– Ah, el dottor Franchi, modelo de exquisita moral. -Y agregó-: Supongo que lo conozco tan bien como cualquier médico conoce a un farmacéutico.
– ¿Podría explicarme por qué lo dice, dottore?
Pedrolli se encogió de hombros.
– El dottor Franchi y yo tenemos ideas distintas acerca de la debilidad humana -dijo con una sonrisa amarga-. Él es más severo que yo. -Acentuó la sonrisa y, en vista de que Brunetti no decía nada, prosiguió-: En cuanto a en qué medida lo conozco profesionalmente, yo le pregunto si mis pacientes van a recoger lo que les receto y, a veces, cuando he recomendado algún medicamento por teléfono, entro a firmarle la receta.
– ¿Y para usted, dottore? ¿Compra cosas en esa farmacia?
– Lo normal, dentífrico y artículos para la casa. A veces, cosas que me pide mi esposa.
– ¿Y sus propias recetas, se las despachan allí?
Pedrolli reflexionó largamente y al fin dijo:
– No; si alguna vez necesito un medicamento, lo consigo aquí, en el hospital.
Brunetti asintió.
Pedrolli sonrió, pero ya no con la sonrisa de antes.
– ¿Me dirá por qué me hace estas preguntas, comisario?
Como si no le hubiera oído, Brunetti prosiguió:
– Durante todos estos años, ¿no ha despachado el dottor Franchi ninguna receta para usted?
Pedrolli miró al vacío.
– Quizá una vez, a poco de mudarnos. Tuve la gripe, y Bianca bajó a buscar la medicina. Me trajo algo, pero no recuerdo si necesitó receta.
Pedrolli desvió la mirada y entornó los ojos, tratando de recordar, pero, cuando iba a decir algo, Brunetti le atajó:
– Si necesitó receta, ¿la información se habría anotado en su historial clínico, dottore?
Pedrolli lo miró largamente y, de pronto, pareció quedarse yerto, con la mente en blanco. Al cabo de un momento, la vida volvió a su cara con una mirada, desviada al instante, que Brunetti no pudo descifrar.
– ¿Mi historial clínico? -preguntó al fin, pero, en realidad, no lo dijo en tono de interrogación-. ¿Por qué le interesa, comisario?
Brunetti no veía razón para no explicárselo, sin mencionar el chantaje, desde luego.
– Estamos investigando el uso ilícito de información médica, dottore.
Se quedó observando la reacción de Pedrolli a esta insinuación, pero el médico se limitó a parpadear y encogerse de hombros antes de responder:
– Me parece que eso no me dice nada.
A Brunetti le parecía que, detrás de la expresión de serenidad que había asumido, el médico estaba analizando activamente lo que acababa de oír, considerando, quizá, las hipótesis hacia las que apuntaba.
El comisario se percató entonces de que aún no había aludido a las posibilidades de que Pedrolli recuperara al niño. Y, cambiando de registro, empezó:
– Ahora quisiera hablarle de su hijo.
Le pareció que su interlocutor ahogaba una exclamación. Desde luego, fue algo más fuerte que un suspiro, aunque la cara del médico permaneció impasible.
– ¿Qué quiere saber de mi hijo? -preguntó, tratando de controlar la voz.
– Según mis informes, es poco probable que la madre biológica lo reclame. -Si Pedrolli comprendió la intención de estas palabras, no lo demostró, y Brunetti prosiguió-: Por ello, me gustaría saber si piensa usted llevar el caso a los tribunales.
– ¿A los tribunales?
– Para pedir que se lo devuelvan.
– ¿Cómo cree que podría conseguirlo, comisario?
– Su suegro es un hombre…, en fin, un hombre bien relacionado. Quizá él podría… -Brunetti observaba la cara del médico, tratando de percibir alguna emoción, pero no la había.
Pedrolli miró el reloj y dijo:
– No quiero ser descortés, comisario, pero son cosas que sólo atañen a mi familia y a mí, y prefiero no hablar de ellas con usted.
Brunetti se puso en pie.
– Deseo que todo se arregle, dottore. Si en algo puedo ayudarle, hágamelo saber -dijo Brunetti tendiendo la mano.
Pedrolli se la estrechó brevemente, pareció ir a decir algo, pero guardó silencio.
Brunetti dijo que ya conocía el camino y se fue, pensando en parar a tomar algo antes de su entrevista con el suegro del médico.
CAPÍTULO 21
Brunetti entró en una trattoria situada al pie del segundo puente en el trayecto del hospital a campo Santa Marina. No había mesa libre, y tuvo que conformarse con un plato de cicchetti y un vaso de vino novello, en la barra. En torno flotaban conversaciones, que no oía, absorto como estaba recordando la sorpresa de Pedrolli ante la mención de su historial clínico. ¿O, quizá, ante la sugerencia de que podía haberse hecho de él un uso ilícito?