Los fondi di carciofi estaban deliciosos, y Brunetti pidió dos más, y también otra polpetta, con el correspondiente vaso de vino. Cuando terminó no había saciado el hambre pero, por lo menos, la había mitigado. Estas comidas a salto de mata eran uno de los gajes del oficio, además de las llamadas telefónicas de madrugada, como la recibida al principio de este caso. Pagó, salió y se encaminó hacia campo Santa Marina cortando por detrás de Miracoli.
No había hecho falta que Paola le dijera dónde estaba la sede del partido de Marcolini: todos los venecianos lo sabían, cualesquiera que fuesen sus tendencias políticas. La Lega Doge era uno de los partidos separatistas que, durante los últimos años, habían brotado en el Norte, alimentados por el primario cóctel de miedo, descontento y resentimiento que el cambio social había producido en Italia. Sus partidarios detestan a los inmigrantes, a las izquierdas y a las mujeres con igual ferocidad, a pesar de que los necesitan: a unos, para que trabajen en sus fábricas; a otros, para echarles la culpa de los males del país; y a las últimas, para demostrar su virilidad acostándose con ellas.
Giuliano Marcolini era el fundador de la Lega Doge: Brunetti se negaba a llamarlo «ideólogo», ya que el término sugería que el partido podía tener algo que ver con ideas. En un período de veinte años, Marcolini había convertido su pequeño negocio de accesorios para fontanería en una cadena de grandes tiendas: el propio Brunetti sabía que los trabajadores que cuatro años antes le habían reformado el cuarto de baño habían adquirido el material en un establecimiento Marcolini.
Hay millonarios que compran equipos de fútbol, los hay que adquieren esposa nueva o hacen reconstruir a la vieja, otros financian hospitales o galerías de arte: a Brunetti le había caído en suerte vivir en un país en el que los ricos fundan partidos políticos. En clara imitación de otros partidos separatistas, la Lega Doge se había dotado de una bandera en la que campeaba un animal rampante; pero como el león ya estaba afiliado a otro partido, se reclutó al grifo, a pesar de ser un animal que aparece raramente en la historia de Venecia y es figura poco frecuente en la iconografía veneciana. Los colores del partido eran púrpura y amarillo, y el saludo, el puño alzado sobre la cabeza, en una actitud que recordaba el saludo del Black Power que hicieron unos atletas afroamericanos en las Olimpiadas de México 1968, lo cual no dejaba de resultar embarazoso, por lo menos, para las personas dotadas de cierto sentido histórico. Un socarrón periodista de la izquierda preguntó si el saludo era una alusión a la legendaria tacañería de los venecianos, y la primera aparición de las banderas y camisetas púrpura y amarillo coincidió, desgraciadamente, con la presentación de la colección de primavera de un conocido diseñador gay que había elegido los mismos colores para sus prendas.
Pero la vehemencia de la retórica de Marcolini y la fe de sus seguidores superaron esos contratiempos iniciales, y, seis años después de su fundación, la Lega Doge ya había conseguido la alcaldía de seis municipios del Véneto y numerosos puestos en los consejos municipales de Verona, Brescia y Treviso. En Roma, los políticos empezaban a prestar atención al signor Marcolini y a lo que la derecha llamaba sus «ideas», y la izquierda, sus «opiniones». Marcolini era cortejado por los políticos que creían que podía serles útil, lo que hacía pensar a Brunetti en la observación hecha a propósito de Hitler por el jefe de uno de los partidos políticos que serían barridos por el Führer: «Caramba, ese hombre sabe hablar: podríamos utilizarlo.»
Cuando salía a campo Santa Marina, Brunetti iba pensando en qué actitud adoptar. Brava, por supuesto; la del hombre muy hombre que no aguanta tonterías ni de las mujeres ni de los extranjeros, a menos, desde luego, que los extranjeros sean hombres y europeos y hablen una lengua civilizada como el italiano, aunque los hombres de verdad hablan dialecto, ¿no? De haber sabido aquella mañana que iría a ver a Marcolini, Brunetti se habría vestido para la ocasión, aunque no imaginaba cuál podía ser la indumentaria adecuada para presentarse en la sede de la Lega Doge. Algo paramilitar y ligeramente prepotente: ¿las botas de Marvilli, quizá?
Pasó por delante del hotel y entró en Ramo Bragadin. La primera puerta de la derecha se abría a un patio desde el que una escalera conducía a las oficinas de la Lega Doge. En los bajos tenía el taller un marmolista, y Brunetti se preguntó cómo soportarían el ruido los vecinos de arriba. Pulsó el timbre y enseguida le abrió la puerta un joven bien rasurado que vestía americana de tweed y pantalón vaquero negro.
– Guido Brunetti -dijo el comisario sin mencionar el rango, tendiendo la mano-. Tengo una cita con el signor Marcolini. -Hablaba articulando las palabras con precisión, como el que no está habituado a expresarse en italiano.
El joven, que tenía la cara tan chupada que los ojos parecían aún más juntos de lo mucho que ya lo estaban, sonrió a su vez, estrechó la mano de Brunetti y respondió en dialecto:
– El signor Marcolini estará libre dentro de un momento, signore. Lo acompañaré a su despacho.
Brunetti acogió el cambio al dialecto con un audible suspiro de alivio, al ser relevado de la molestia de tener que hablar en una lengua extranjera.
Brunetti no habría podido adivinar cómo decoraría las oficinas de su partido político un magnate de la fontanería, pero lo que veía le parecía muy apropiado. Una de las paredes del corredor por el que lo conducía el joven, tenía ventanas por las que se veía la casa de enfrente y, mirando hacia atrás, campo Santa Marina. La otra pared estaba cubierta de pares de banderas de la Lega con las astas cruzadas, del tamaño de las que desfilan en el Palio y, por consiguiente, un poco grandes para este interior de techo no muy alto. Había también varios escudos, copias modernas de originales medievales, que parecían hechos de cartón piedra muy machacado. El joven llevó a Brunetti a una sala grande en cuyo techo se veía un fresco recién restaurado -excesivamente restaurado, quizá- que representaba un acontecimiento celestial para asistir al cual, por lo visto, era preceptivo desnudar no sólo las espadas sino también grandes extensiones de sonrosadas carnes femeninas. Firuletes de estuco blanco circundaban la escena con una trémula orla, de donde partían volutas color pastel que apuntaban amenazadoramente hacia los ángulos de la habitación.
Seis sillas de una madera tan reluciente que casi parecía plástico estaban alineadas junto a una pared, bajo un cuadro con marco dorado de Víctor Manuel III pasando revista a las tropas, quizá antes de alguna catastrófica batalla de la Primera Guerra Mundial. Al mirar la escena, Brunetti reparó en que o bien el artista había añadido veinte centímetros al monarca o la mayoría de los combatientes italianos de la Primera Guerra Mundial eran enanos.
– Es antes de Caporetto -dijo el joven.
– Ah -dejó escapar Brunetti-. Una batalla trascendental.
– Y no será la última -dijo el joven con tanto fervor en la voz que Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo con la boca abierta.
– No me cabe duda -dijo el comisario moviendo la cabeza de arriba abajo con hombría en dirección a la escena pintada.
Un sofá de peluche rojo, que parecía haber empezado sus días en un burdel francés, estaba arrimado a la pared del fondo, en la que había otros grabados, éstos, de batallas reales. Las armas eran diferentes, pero todas hacían caer de rodillas a un soldado que, con una mano, levantaba la bandera italiana y, con la otra, se oprimía el pecho a la altura del corazón.
En la mesita situada delante del sofá estaba una colección de panfletos púrpura y amarillo con el correspondiente grifo protector campeando en la bandera italiana de la portada. Brunetti los miró y sonrió al joven.