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– ¿Intervención? -preguntó Marcolini-. ¿Influir? No entiendo.

Brunetti adoptó una expresión de diáfana buena fe.

– Cerca de los servicios sociales, signore. Tal como van las cosas, es probable que el niño acabe en un orfanato. -Ésa era la realidad, a partir de la cual Brunetti seguía tejiendo su ficción-. Finalmente, quizá fuera posible, por el bien del niño, devolverlo a sus padres.

– ¡Sus padres! -barbotó Marcolini con una voz sin vestigio de afabilidad-. Sus padres son una pareja de albaneses que entraron ilegalmente en el país. -Hizo una pausa efectista y subrayó-: ¡Albaneses, por el amor de Dios!

Por toda respuesta, Brunetti imprimió en su cara una expresión de vivo interés, y Marcolini prosiguió:

– Probablemente, la madre debe de ser una especie de puta. Sea lo que sea, lo cierto es que no tuvo reparo en vender a su hijo por diez mil euros. Así que será mejor para él que lo lleven al orfanato.

– Eso lo ignorábamos, signore -dijo Brunetti con gesto de reprobación.

– En este asunto hay muchas cosas que ustedes ignoran y que los carabinieri ignoran -dijo Marcolini con creciente indignación-. Eso de su aventura en Cosenza es cuento. Él asistía a no sé qué congreso y, mientras estaba allí, hizo un trato para comprar al niño. -Brunetti fingió un gesto de sorpresa, como si oyera esto por primera vez.

Marcolini se levantó y dio la vuelta a la mesa.

– Si realmente hubiera ocurrido lo que él dijo al principio, yo podría entenderlo. Un hombre tiene sus necesidades, y él estuvo allí toda una semana. Si se la hubiera tirado, lo comprendería. Por lo menos, sería hijo suyo. Pero Gustavo nunca ha sido de los que saben echar una cana al aire, y aquí se trata sólo de un pequeño bastardo albanés al que su madre puso en venta y que mi yerno, como un imbécil, compró y se trajo a casa.

Marcolini se levantó, tomó una de las fotos de encima de la mesa y se la puso en la mano a Brunetti.

– Mire, aquí lo tiene. El pequeño albanés.

Brunetti miró la foto y vio a Pedrolli, a su esposa y, entre los dos, a un niño de abundante flequillo, cara redonda y ojos oscuros. Marcolini fue hasta la pared y volvió.

– Tendría que haber visto a ese pequeño intruso, con su cabeza cuadrada de albanés, plana por detrás, como la tienen ellos. ¿Cree que yo quería que mi hija fuera su madre? ¿Imagina que yo iba a consentir que eso heredara todo lo que yo he conseguido, con tanto esfuerzo? -Recuperó la foto y la arrojó a la mesa cara abajo. Brunetti oyó romperse el cristal, pero Marcolini no debió de oírlo, o no debió de importarle, porque agarró otra foto y se la puso delante a Brunetti.

– Mire, ésta es Bianca, a los dos años. Ése es el aspecto que ha de tener una criatura. -Brunetti miró a una niña de abundante flequillo, cara redonda y ojos oscuros. No dijo nada, pero movió la cabeza de arriba abajo, para dar a entender que había captado lo que fuera que se suponía que tenía que detectar en la foto-. ¿Qué me dice? -inquirió Marcolini-. ¿No es ése el aspecto que ha de tener una criatura?

– Muy bonita, signore. Entonces y ahora.

– Y casada con un idiota -dijo Marcolini dejándose caer pesadamente en la silla.

– ¿Y no está preocupado por ella, signore? -preguntó Brunetti, esforzándose por imprimir conmiseración en la voz.

– ¿Preocupado, por qué?

– Porque ella eche de menos al niño.

– ¿Eche de menos? -preguntó Marcolini. Entonces miró al techo y lanzó una carcajada-. ¿Quién cree que me pidió que llamara por teléfono?

CAPÍTULO 22

Brunetti no fue capaz ni de intentar reprimir un gesto de asombro, y se quedó mirando a su interlocutor unos segundos con la boca abierta.

– Comprendo -dijo con voz opaca.

– ¿A que le he dado una sorpresa? -dijo Marcolini con risa cavernosa-. Bueno, confieso que también ella me la dio a mí. Yo pensaba que se había encariñado con el crío, y por eso no decía nada, aunque, según iba creciendo, más albanés lo veía yo. Porque no era como nosotros -dijo con convicción-. Y no me refiero a mí, a Bianca o a mi esposa: es que no parecía italiano.

Marcolini miró al comisario, para comprobar que le escuchaba con atención. Así era, por supuesto, y Brunetti procuraba aparentar que le escuchaba, además, con aprobación.

– Pero yo callaba porque, en fin, ella parecía quererlo, y yo me habría guardado de decir o hacer algo que pudiera disgustarla o afectar a nuestra relación.

– Desde luego -dijo Brunetti con una sonrisa amistosa, de padre a padre. Y apremió-: ¿Pero…?

– Pero un día, estando ella en casa, en mi casa, nuestra casa, quiero decir, el periódico hablaba del caso de la rumana que había vendido a su hijo. En el Sur -especificó Marcolini con displicencia-. Ahí es donde ocurren todas esas cosas. Esa gente no sabe lo que es el honor.

Brunetti asintió, como si nunca hubiera oído verdad más grande.

– Yo hice un comentario. Me repelía aquello, pero enseguida temí haber hablado más de la cuenta. Y entonces mi hija me dijo que ellos habían hecho lo mismo, en fin, que ella pensaba que Gustavo lo había hecho. Que él en modo alguno podía ser el padre. -Marcolini se interrumpió, para comprobar, una vez más, que Brunetti lo seguía, y Brunetti no se perdía palabra.

»Juro que, hasta aquel momento, yo creía que el niño era de Gustavo y que su aspecto se debía a que había salido a la madre, porque su influencia era más fuerte. Como ocurre con los negros, que basta una pizca de sangre para que los genes predominen. -Por su manera de hablar, parecía Mendel explicando la génesis de sus guisantes.

»Pero entonces Bianca me explicó lo ocurrido. Un colega, un compañero de carrera que trabajaba en Cosenza, tenía una paciente que iba a dar a luz y que quería, en fin, dar a la criatura.

– ¿En adopción? -preguntó un Brunetti falsamente ingenuo.

– Llámelo así, si quiere -dijo Marcolini con sonrisa cómplice-. Gustavo habló con su amigo y con la mujer, al regresar se lo explicó a Bianca, y ella accedió porque Gustavo decía que era la única posibilidad de tener un bebé. Ella no quería, me dijo, pero él la convenció. A su edad ya no les permitirían adoptar a un recién nacido, a un niño mayor, quizá, pero no a un bebé, y todas las pruebas indicaban que no podían tener hijos. -Marcolini se interrumpió y soltó una risa áspera y corta como un ladrido-. Es lo único para lo que nos ha servido que Gustavo sea médico: por lo menos, puede entender los números de los análisis. Y Bianca accedió.

– Comprendo -murmuró Brunetti-. ¿Y él se trajo al niño?

– Sí. Allá abajo es fácil hacer esas cosas. Él se presentó en el Anagrafe, dijo que el niño era hijo suyo, y la mujer lo corroboró con su firma. -Marcolini lanzó al techo una mirada que a Brunetti le pareció melodramática y prosiguió-: Es probable que ella ni siquiera sepa leer, pero firmó el documento, y el niño pasó a ser de él. Y Gustavo le dio diez mil euros. -El furor de Marcolini ya no era melodramático sino auténtico-. Hasta mucho después no dijo a Bianca cuánto había pagado. El muy imbécil. -Por su expresión era evidente que tenía algo que añadir, y Brunetti permaneció quieto, con una expresión de intenso interés en la cara.

»Por el amor de Dios, también habría podido conseguirlo por menos. El otro sujeto, el de la rumana, lo consiguió por un permesso di soggiorno y una vivienda para la madre. Pero no, el dottor Gustavo tenía que dárselas de gran señor y pagar diez mil euros. -Marcolini, falto de palabras, alzó las manos y prosiguió-: Probablemente, ella se los habrá gastado en droga o los habrá enviado a la familia en Albania. Diez mil euros -repitió, claramente incapaz de expresar su indignación con suficiente contundencia.

»Y, cuando lo trajo, yo enseguida le vi la pinta, pero creí que era la influencia de la madre. Usted puede pensar que todos los recién nacidos se parecen, pero aquél… Se veía que no era de los nuestros. Esos ojitos, esa cabeza… -Marcolini meneó la suya con incredulidad, y Brunetti asintió y lanzó un pequeño sonido gutural, animando al hombre a seguir hablando.