»Pero Bianca es mi hija -prosiguió Marcolini, y a Brunetti le pareció que ahora hablaba tanto consigo mismo como con su oyente-. Y yo pensaba que también ella deseaba a ese niño. Pero aquel día me dijo lo que sentía en realidad y que el niño para ella no era más que una carga, algo que debía cuidar y que en realidad no deseaba. Era Gustavo el que estaba loco por el crío y en cuanto llegaba a casa le faltaba tiempo para ponerse a jugar con él. A su mujer casi no le prestaba atención, el niño lo era todo, y eso a ella no podía gustarle.
– Comprendo -dijo Brunetti.
– Entonces le dije: «Como lo que hoy viene en el periódico, ¿eh?», refiriéndome a lo que habíamos estado comentando. Yo quería decir que Gustavo había conseguido el niño de la misma manera, pero Bianca pensó que me refería a la manera en que la policía lo había descubierto.
– ¿Una llamada telefónica? -preguntó Brunetti, con la expresión del que se siente muy ufano por tan brillante deducción.
– Sí; una llamada telefónica a los carabinieri.
– Y entonces ella le pidió que hiciera la llamada, imagino -dijo Brunetti, sabiendo que no podría creerlo hasta que se lo oyera decir a Marcolini.
– Sí; que llamara y les dijera que Gustavo había comprado al niño. Como en el certificado de nacimiento figuraba el nombre de la madre, les sería fácil dar con ella.
– Y así fue, ¿verdad? -preguntó Brunetti, esforzándose por infundir a su voz una nota de aprobación y hasta de entusiasmo.
– Yo no tenía idea de lo que ellos harían al enterarse -dijo Marcolini-. Supongo que Bianca tampoco, Dijo que aquella noche estaba aterrada, que pensó que eran terroristas, ladrones o algo por el estilo. -A Marcolini le temblaba un poco la voz al referirse al sufrimiento de su hija-. Yo no esperaba que asaltaran la casa de aquel modo.
– Por supuesto -convino Brunetti.
– Sólo Dios sabe el miedo que debió de pasar.
– Tuvo que ser espantoso -se permitió agregar el comisario.
– Sí. Yo no quería eso, per carita.
– Es comprensible, desde luego.
– Y supongo que tampoco tenían por qué ser tan brutales con Gustavo -agregó Marcolini con voz neutra.
– No; desde luego que no.
Las nubes se abrieron y la voz de Marcolini se hizo más cálida.
– Pero resolvió el problema, ¿verdad? -preguntó. Y entonces, como si recordara con quién estaba hablando, dijo-: Puedo confiar en usted, ¿no?
Brunetti estiró los labios en una ancha sonrisa.
– Ni que decir tiene, signore. Al fin y al cabo, su padre y el mío combatieron juntos. -Y entonces, atónito por el descubrimiento, añadió-: Además, usted no hizo nada ilegal.
– ¿Verdad que no? -preguntó con una sonrisa maliciosa Marcolini, quien, evidentemente, debía de hacer tiempo que había sacado la misma conclusión. Extendió el brazo y dio a Brunetti un viril achuchón en el hombro.
De pronto, el comisario comprendió que sería fácil conseguir que Marcolini siguiera hablando. No tenía más que preguntar para que Marcolini respondiera, quizá hasta con sinceridad. Era un fenómeno frecuente, que Brunetti había observado en las personas a las que interrogaba acerca de los delitos que se les imputaban. El punto de inflexión llegaba cuando el sujeto creía haber conquistado la simpatía del interrogador y, a su vez, depositaba su confianza en él. A partir de ahí, las personas confesaban, incluso, delitos sobre los que no se les interrogaba, casi como si estuvieran dispuestas a hacer cualquier cosa para conservar la benevolencia del oyente. Pero Marcolini, tal como él mismo había declarado con autocomplacencia, no había cometido ningún delito. Al contrario, actuando como un buen ciudadano, lo había denunciado a la policía.
Este pensamiento hizo que Brunetti se pusiera en pie. Fiel al papel que estaba representando, dijo:
– Le agradezco el tiempo que me ha dedicado, signor Marcolini. -Haciendo un esfuerzo, tendió la mano-. Informaré al questore de lo que me ha manifestado.
El hombre se levantó y estrechó la mano que le tendía Brunetti. Le sonrió amistosamente, se volvió y fue hacia la puerta. Mientras miraba aquella espalda ancha, vestida con ropa cara, Brunetti sintió el impulso de darle un buen golpe. Se vio a sí mismo derribándolo al suelo, pero comprendió que de nada serviría, si no era capaz de pisotearlo, y sabía que eso no podría hacerlo. De modo que se limitó a cruzar el despacho detrás de Marcolini.
El hombre abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar paso al comisario. Marcolini levantó una mano y Brunetti advirtió que iba a darle una palmada en el hombro o a oprimirle el brazo. La idea lo horrorizó y comprendió que no podría soportarlo. Al pasar por delante de Marcolini, dio dos pasos rápidos para rehuir el contacto, luego se volvió y esbozó un gesto de sorpresa, como si hubiese esperado verlo más cerca.
– Muchas gracias por su tiempo, signore -dijo exprimiendo una última sonrisa.
– No hay de qué darlas -dijo Marcolini asentando el cuerpo sobre los talones y cruzando los brazos-. Encantado de ser útil a la policía.
Brunetti notó un sabor metálico en la boca, musitó unas palabras que ni él mismo entendió y salió del edificio.
CAPÍTULO 23
En la calle, Brunetti se sintió asaltado por una horda de furias que siseaban: «Dieciocho meses, dieciocho meses, dieciocho meses.» Habían tenido con ellos al niño dieciocho meses, y entonces Bianca Marcolini había pedido a su padre que hiciera que se lo llevaran de su casa, como si fuera un mueble que le estorbaba o un electrodoméstico que había adquirido a prueba y decidido devolver a la tienda.
Si, cuando uno de sus hijos tenía dieciocho meses, Paola le hubiera dicho que era del cartero, del basurero o del cura párroco, él no lo habría querido menos por ello. Brunetti se llamó al orden: ya estaba otra vez poniéndose de ejemplo, como si en el mundo no hubiera más patrones de conducta.
Siguió andando hacia la questura, pero, por más que se esforzaba, no conseguía acallar aquellas voces. Tan ensimismado llegó que estuvo a punto de chocar con Patta, que en aquel momento salía por la puerta principal.
– Ah, Brunetti -dijo el vicequestore-. ¿Viene de alguna gestión?
Brunetti asumió una expresión de agobio profesional.
– Sí, dottore, pero no quiero retrasarlo de la suya.
– ¿Qué otra cortés explicación dar al hecho de que el jefe se iba a su casa dos horas antes de la reglamentaria?
Brunetti prefería que Patta no se enterase de sus actividades y, menos aún, de que había estado haciendo preguntas al jefe de un partido político emergente en el Véneto. Patta creía que los únicos que tenían derecho a hacer preguntas a los políticos eran los camareros; los demás debían mantenerse a la expectativa.
– ¿Qué clase de gestión? -preguntó Patta.
Brunetti, recordando la descripción que el marquis de Custine hacía de los funcionarios de aduanas del puerto de San Petersburgo, dijo:
– Se ha recibido la denuncia de que los funcionarios del puerto aceptan sobornos y ponen trabas a los que no los pagan.
– Nada nuevo -dijo Patta con impaciencia, acabó de calzarse los guantes y se fue.
En el primer piso, Brunetti fue a la sala de los agentes y se alegró de ver allí a Vianello y Pucetti. No pensaba en si habrían descubierto algo acerca del farmacéutico ni en si podrían ayudarle a resolver el caso: Brunetti se alegraba, simplemente, de estar en compañía de personas que sabía compartirían su visceral repugnancia hacia lo que Marcolini acababa de contarle.
Entró en la sala sin decir nada. Vianello levantó la cabeza y sonrió, y otro tanto hizo Pucetti. Sus escritorios estaban llenos de papeles y carpetas, y Pucetti tenía tinta en la barbilla. Brunetti sintió una emoción extraña que le impedía hablar: dos hombres completamente normales, haciendo su trabajo.