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– Veamos -dijo Brunetti, repasando la lista de nombres. Reconoció dos, el de una compañera de Paola a la que había visto una vez y el de un cirujano del hospital que había operado a la madre de un amigo suyo.

Vista la hora, acordaron que lo mejor sería que cada uno llamara a sus conocidos y concertara una cita para el día siguiente. Brunetti subió a su despacho y leyó las carpetas. Al dottor Malapiero le habían recetado L-dopa por primera vez tres años antes. Hasta Brunetti sabía que éste era el fármaco más utilizado en el tratamiento de los primeros síntomas de Parkinson.

Por lo que se refería a Daniela Carlon, la colega de Paola, Brunetti la había visto en una ocasión, un encuentro casual durante el cual él y Paola se habían sentado con ella a tomar café. La conversación había resultado mucho más agradable de lo que él esperaba: al principio, no le había parecido muy atractiva la idea de asistir como oyente a una conversación entre una profesora de Literatura Inglesa y una profesora de Persa, pero, al descubrir que Daniela había pasado años en el Próximo Oriente con su marido, un arqueólogo que seguía trabajando en Siria, Brunetti sintió que se le despertaba el interés. Al poco rato, él y Daniela estaban hablando de Arriano y de Quinto Curcio, mientras Paola escuchaba en silencio, eclipsada por una vez en materia de libros aunque no molesta por ello.

Constaba en el historial clínico de Daniela Carlon que hacía dos meses había estado ingresada en el hospital, para un aborto. El feto se hallaba en el tercer mes de gestación. Por lo que Brunetti recordaba de aquella conversación, que había tenido lugar poco antes, el marido llevaba ocho meses en Siria.

El comisario decidió hacer en primer lugar la llamada más fácil y, por la esposa del médico, se enteró de que el dottor Malapiero estaba en Milán y no regresaría hasta dentro de dos días. No dejó mensaje y dijo que volvería a llamar.

Daniela contestó al teléfono y, después de un momento de extrañeza porque fuera Brunetti y no Paola quien llamaba, preguntó:

– ¿Qué sucede, Guido?

– Deseo hablar contigo.

La pausa que siguió se prolongó hasta sugerir implicaciones embarazosas.

– Asunto de trabajo -agregó Brunetti, incómodo.

– ¿Trabajo tuyo o mío?

– Mío, lamentablemente.

– ¿Por qué lamentablemente? -preguntó ella.

Ésa era precisamente la situación que Brunetti deseaba evitar: mantener semejante conversación por teléfono, sin poder observar las reacciones ni estudiar las expresiones de ella mientras hablaban.

– Porque se trata de algo relacionado con una investigación.

– ¿Una investigación policial? -preguntó ella sin ocultar el asombro-. ¿Qué puede tener que ver conmigo una investigación policial?

– No estoy seguro, y por eso preferiría hablar de ello personalmente -dijo Brunetti.

– Pues yo prefiero hablar ahora -dijo ella, ya con la voz áspera.

– ¿No podría ser mañana por la mañana? -sugirió él.

– Mañana por la mañana voy a estar ocupada -dijo ella sin dar explicaciones. Como Brunetti no decía nada, prosiguió-: Mira, Guido, no se me ocurre por qué ha de querer hablar conmigo la policía, pero reconozco que siento curiosidad.

Brunetti sabía cuándo una persona no iba a dejarse convencer.

– De acuerdo -dijo-. Se trata de tu historial médico.

– ¿Qué le pasa a mi historial médico? -preguntó ella con frialdad.

– En él consta una interrupción de embarazo practicada hace tres meses.

– Sí.

– Daniela -empezó Brunetti, sintiéndose como un sospechoso-, lo que deseo averiguar es si alguien…

– ¿Si alguien lo sabe? -terminó ella, con encono-. ¿Además de ese gusano de farmacéutico?

Brunetti sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Esforzándose por controlar la voz, preguntó:

– ¿Te llamó?

– Llamó a la madre de Luca. ¡La llamó a ella! -estalló Daniela-. Le preguntó si estaba enterada de lo que había hecho su nuera, si sabía que su nuera, embarazada, había ido al hospital y había matado a la criatura.

Los dedos de Brunetti oprimieron el teléfono. La mujer se echó a llorar y él estuvo escuchando sus sollozos durante más de un minuto. Al fin dijo:

– Daniela, Daniela, ¿me oyes? ¿Puedo hacer algo? -No hubo otra respuesta que más sollozos, y Brunetti pensó en llamar a Paola para pedirle que fuera a casa de Daniela, pero se resistía a involucrar a Paola, ni quería que su mujer supiera que él había hecho aquella llamada.

Al cabo de un rato, Daniela dejó de llorar, y Brunetti la oyó aspirar profundamente y luego sonarse, sonido que le resultó extrañamente tranquilizador. De nuevo, llegó la voz de Daniela:

– Fue algo…

– Eso no me importa -cortó Brunetti en un tono demasiado alto-. De eso no quiero saber nada, Daniela. No es asunto mío, ni de la policía.

– Entonces, ¿por qué me has llamado? -preguntó ella. Aún estaba furiosa pero, por lo menos, ya no lloraba.

– Deseo saber qué quería el dottor Franchi.

– Sabe Dios lo que quería -dijo ella ásperamente-. Que todo el mundo fuera un castrado y un santurrón como él.

– ¿Habló contigo?

– Ya te lo he dicho, llamó a mi suegra. No me llamó a mí, la llamó a ella. ¿Te enteras?

– ¿Pidió dinero?

– ¿Dinero? -Ella se echó a reír, con un sonido que se confundía con el del llanto-. No; no quería nada, ni dinero, ni sexo, nada. Sólo quería que la pecadora fuera castigada.

– Lo lamento, Daniela. -Quería decir que lamentaba tanto su dolor como haber indagado en él.

– Yo también lo lamento -respondió ella-. ¿Algo más?

– Es suficiente.

– ¿No quieres saber lo que ocurrió?

– Ya te he dicho que no es asunto mío.

– Entonces adiós, Guido. Siento que hayamos tenido que hablar de esto.

– Yo también lo siento, Daniela -dijo él, y colgó el teléfono.

CAPÍTULO 24

La voz de Daniela lo había dejado roto. Brunetti soltó el teléfono con suavidad, como temiendo que también pudiera romperse. Se levantó y, sigiloso como un ladrón, bajó la escalera y salió del edificio. Hacía unos días, la lluvia había lavado las calles, pero ya volvía a haber polvo y tierra; los sentía bajo las suelas de los zapatos, o quizá sólo lo imaginaba, quizá las calles estaban limpias y la suciedad residía en las cosas que su trabajo le descubría. Los transeúntes que se cruzaban con él tenían aspecto de gente normal, inocente, entera y algunos hasta parecían contentos.

Al entrar en campo Santa Marina, Brunetti se dio cuenta de que tenía todo el cuerpo contraído como en un nudo largo y prieto. Se paró frente a la edicola y se quedó mirando a través del cristal las portadas de las revistas expuestas, mientras movía los hombros tratando de relajarlos. Tetas y culo. Hacía varios meses, Paola había vuelto a sugerirle que dedicara un día a contar las veces que veía tetas y culo: en diarios, en revistas, en anuncios de los vaporetti, en los escaparates de las más diversas tiendas. Decía que eso le ayudaría a comprender la actitud de algunas mujeres respecto de los hombres. Y, en este momento, él se encontraba frente a una bien nutrida muestra, aunque, curiosamente, la vista de aquellas bonitas carnes lo reconfortaba. Qué hermosura de tetas y qué gusto debía de dar sentir en la palma de la mano la curva de ese culito. Cuánto mejor eso que el sórdido y cerril oscurantismo con el que acababa de tropezarse. Así pues, vengan tetas y vengan culos que animen a la gente a tener niños y a quererlos.

La idea de tener niños le hizo recordar a Daniela Carlon, aunque habría preferido no pensar ahora en lo que ella le había dicho. Con los años, había comprendido sobre el aborto que él sólo podía tener una opinión gratuita, y que su sexo lo descalificaba para emitir voto al respecto. Ello en modo alguno afectaba su criterio ni sus viscerales sentimientos, pero el derecho a decidir correspondía a las mujeres, y él tenía que acatar su decisión y callar. Por otro lado, eso era pura retórica y poco o nada tenía que ver con el desgarro que había percibido en la voz de Daniela.