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Sacó el frasco del ácido sulfúrico, enderezó las piernas y lo depositó cuidadosamente en el mostrador. Luego, despacio, lo arrimó a la pared, para mayor seguridad. Repitió la operación con otros frascos, que fue alineando, con las etiquetas hacia adelante, claramente legibles. Eran envases pequeños: arsénico, nitroglicerina, belladona y cloroformo. Puso dos a la derecha y dos a la izquierda del ácido, de manera que la etiqueta de la calavera y las tibias quedara bien a la vista. La puerta del laboratorio estaba cerrada, como la tenía siempre: los otros sabían que debían llamar y pedir permiso antes de entrar. Él así lo había dispuesto.

La receta estaba en el mostrador. Hacía años que la signora Basso padecía aquella dolencia gástrica, y él había preparado la fórmula ocho veces por lo menos, de manera que en realidad no necesitaba mirar la receta, pero un buen profesional no juega con estas cosas, y menos tratándose de algo tan delicado. Sí; las dosis eran las mismas: ácido clorhídrico y pepsina en proporción de una parte por dos, veinte gramos de azúcar y doscientos cuarenta gramos de agua. Lo que variaba de una a otra receta era el número de gotas que el dottor Prina prescribía para tomar después las comidas y que dependía del resultado de cada análisis. Él era responsable de la exacta elaboración de la solución que debía suplir, en el estómago de la signora Basso, la falta de jugos gástricos.

La pobre mujer llevaba años sufriendo aquella afección que, según el dottor Prina, era cosa de familia, y merecía toda su atención y simpatía, no sólo por ser también feligresa de la parroquia de Santo Stefano y miembro de la cofradía del Rosario, lo mismo que su madre, sino también porque, además de cumplir con sus obligaciones de buena cristiana, soportaba su cruz en silencio. No era como aquel glotón de Vittorio Priante, con su papada y sus pies planos. Cuando entraba en la farmacia, no sabía hablar más que de comida, comida y comida, de vino y de grappa, y más comida. Seguro que había mentido al médico acerca de sus síntomas, para que le recetara la solución ácida para la digestión. O sea que, además de glotón, era embustero.

Pero la profesión imponía estas obligaciones a quien pretendía ejercerla escrupulosamente. Él podía alterar la solución, haciéndola más fuerte o más suave, pero eso sería traicionar su sagrada tarea. Por mucho que el signor Priante mereciera ser castigado por sus excesos y sus mentiras, el castigo estaba en las manos de Dios y no en las suyas. Sus clientes recibirían de él la atención que había jurado dedicarles; nunca permitiría que su criterio personal condicionara su trabajo. Eso sería antiprofesional, inconcebible. No obstante, el signor Priante debería emular su templanza en la mesa. Su madre se la había inculcado, al igual que la moderación en todo. Hoy, martes, cenarían gnocchi, que ella hacía con sus propias manos, pechuga de pollo a la plancha y una pera. Nada de excesos. Y un vasito de vino, blanco.

Por inmoral, por lasciva que fuera la conducta de sus clientes, él no consentiría que sus principios éticos afectaran a su conducta profesional. Nunca se le ocurriría faltar a su juramento, ni siquiera en un caso como el de la hija de la signora Adami, una niña de quince años a la que ya habían recetado medicamentos contra enfermedades venéreas en dos ocasiones. Ello sería, además de pecado, una falta de profesionalidad, y ambas cosas eran anatema para él. Pero la madre tenía derecho a saber el camino que llevaba su hija y adónde podía conducirla. Una madre debe velar por la pureza de su hija, eso era indiscutible. Por consiguiente, él tenía la obligación de procurar que la signora Adami conociera los peligros a los que se exponía la jovencita; era un deber moral, el cual nunca podía disociarse de su deber profesional.

Era indignante pensar en un sujeto como Gabetti, deshonra de toda la profesión, por su codicia. ¿Cómo podía ser capaz de traicionar la confianza que el sistema sanitario había depositado en él, programando visitas falsas? Y qué escándalo que unos doctores, doctores en Medicina, se prestaran a semejante corruptela. Il Gazzettino de esta mañana daba la noticia en primera plana, con una foto de la farmacia de Gabetti. ¿Qué pensaría la gente de los farmacéuticos, si uno de ellos era capaz de semejante ruindad? Y, una vez más, la ley sería burlada. El hombre era muy viejo para ser enviado a la cárcel, y todo se resolvería discretamente. Una pequeña multa, quizá la inhabilitación, pero no sería castigado, y esta clase de delitos, como todos los delitos, merecían castigo.

Abrió uno de los armarios superiores y bajó un bol de cerámica, el mediano, que solía usar para las mezclas de 250 cc. De uno de los armarios de abajo sacó un frasco vacío color marrón y lo dejó en el mostrador. Tomó unos guantes de látex del armario superior y se los puso. Del armario de los tóxicos extrajo la botella de ácido clorhídrico, la depositó en el mostrador, desenroscó el tapón de vidrio y lo dejó en una fuente de cristal que tenía para este fin.

La química no es un proceso aleatorio, reflexionaba, sino que sigue las leyes establecidas por Dios, al igual que toda la Creación. Seguir esas leyes es participar, en pequeña escala, del poder que Dios ejerce sobre el mundo. Mezclar sustancias por el debido orden -primero ésta, luego la otra- es seguir el plan de Dios, y dispensarlas a los pacientes es hacer que cumplan la función que Él les ha asignado.

La jeringuilla estaba en el cajón de arriba, en su envoltorio de plástico transparente, lista para su único uso. Él rompió la bolsa; accionó el émbolo un par de veces arriba y abajo, aspirando y expulsando aire para comprobar el buen deslizamiento; insertó la aguja en el frasco del ácido, que sujetaba con firmeza por la base con la mano izquierda; y, lentamente, tiró del émbolo, inclinando la cabeza para leer las cifras del costado. Con cuidado, sacó la aguja, la enjugó en la boca del frasco y la situó sobre el bol de cerámicas. Quince gotas, ni una más.

Contaba once cuando oyó ruido a su espalda. ¿La puerta? ¿Quién abriría sin llamar? No podía apartar la mirada del extremo de la jeringuilla, porque si se descontaba tendría que limpiar el bol y empezar de nuevo, y no quería verter ni aun aquella ínfima cantidad de ácido en los desagües de la ciudad. No faltarían los que se rieran de tantas precauciones, pero quién sabía el daño que podían causar quince gotas de ácido clorhídrico.

La puerta se cerró, más suavemente de como se había abierto, en el momento en que la última gota caía en el bol. Al girarse, vio a uno de sus clientes, aunque más que cliente podía considerarlo colega, ¿no?

– Ah, dottor Pedrolli -dijo sin poder ocultar el asombro-. Es una sorpresa verlo aquí. -Lo expresó de este modo, para no ofender a un médico, un hombre al que sus estudios y responsabilidades situaban a un nivel superior al suyo propio. Le trataba de usted, deferencia que reservaba a todos los médicos, por años que hiciera que los conocía. Fuera de la farmacia, quizá habría preferido tutearlos, por afinidad profesional, pero ellos seguían llamándole de usted y, con los años, él se había acostumbrado al tratamiento. Lo consideraba una señal de respeto hacia él y su posición, y había llegado a enorgullecerle. Se quitó los guantes, los echó a la papelera y tendió la mano al médico.