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De pronto, Franchi sintió que ya no aguantaba más, que estaba harto de hablar de sentimientos y vidas destrozadas. Una vida que sigue la senda del Señor no puede ser una vida destrozada. Miró a Pedrolli.

– Ya le he dicho, dottore, que no entiendo de qué me habla. Pero sí entiendo que la signorina Salvi padece una enfermedad que podría transmitir a sus hijos, por lo que quizá sea preferible que se haya roto ese compromiso.

– ¿Con ayuda de usted, dottore? -preguntó Pedrolli.

– ¿Por qué dice eso? -preguntó Franchi con aparente indignación.

– Según la madre de Gino, alguien le preguntó si no estaba preocupada por sus futuros nietos. Ellos viven en campo Manin, ¿verdad? Así pues, ésta debe de ser su farmacia. ¿Y de dónde si no había de recibir ella esa muestra de interés?

– Yo no hablo de mis clientes -dijo Franchi con la absoluta convicción del hombre que nunca miente ni murmura.

Pedrolli lo miró largamente, estudiando su cara con tanta intensidad que Franchi, pare rehuir su mirada, volvió al trabajo. Rasgó el envoltorio de otra jeringuilla con un ruido áspero, eco de su furor. Bombeó aire para probar el deslizamiento del émbolo e insertó el extremo en el frasco pequeño. Lentamente, empezó a aspirar el líquido.

– Usted no haría eso, ¿verdad? -preguntó Pedrolli, asombrado de haber tardado tanto en comprender-. Usted no mentiría ni hablaría de sus clientes, ¿eh?

Eso no merecía comentario, pero Franchi volvió la cabeza lo justo para decir, no sin irritación por la vaguedad del otro:

– Por supuesto que no.

– Pero sí llamaría por teléfono si creyera que un cliente hacía algo que usted consideraba inmoral, ¿verdad? -Pedrolli hablaba despacio, como si fuera haciendo deducciones-. Eso sí lo haría, lo mismo que advirtió a la madre de Gino. Decir, no diría nada. Sólo mostraría su preocupación y mencionaría lo que la causaba, y ellos ya sabrían a qué atenerse. -Se quedó mirando al hombre que tenía delante como si lo viera por primera vez, después de tantos años de conocerlo.

Franchi, agotada la paciencia, empuñó la jeringuilla como si fuera un cuchillo y apuntó al otro hombre. ¿Qué significaba esto y por qué estaba el dottor Pedrolli tan interesado por aquella mujer? Paciente suya no era, desde luego.

– Claro que lo haría -dijo al fin, cediendo a la cólera-. ¿Acaso no es un deber moral? ¿No es lo que hacemos todos, cuando vemos la maldad, el pecado y la mentira, y está en nuestra mano impedirlos?

Pedrolli no habría quedado más atónito si el otro le hubiera clavado la jeringuilla. Levantó la mano con la palma hacia Franchi y dijo con voz tensa:

– ¿Impedirlos y nada más? ¿Y, si ya es tarde para impedirlos, cree que hay que castigarlos?

– Naturalmente -dijo Franchi, como el que explica una cuestión de exquisita simplicidad-. Los pecadores deben ser castigados. El pecado merece castigo.

– ¿Siempre y cuando nadie acabe en el hospital o muerto?

– Exactamente -dijo Franchi con su habitual meticulosidad-. Si se trata sólo de sentimientos, no importa.

Volvió a su trabajo. Un hombre sereno, competente, entregado a sus tareas profesionales.

¿Quién sabe lo que Pedrolli vio en aquel momento? ¿Un niño con un pijama de patitos que se aplastaba la nariz con el dedo? ¿Y quién sabe lo que oía? ¿Una vocecita que decía «papá»? Lo que importa es lo que hizo. Dio un paso adelante y, con un brusco movimiento, empujó al farmacéutico hacia un lado. Franchi, atento a la jeringuilla, para no clavarse la aguja, dio un traspiés, cayó sobre una rodilla y respiró con alivio al haber conseguido mantenerla apartada de su cuerpo.

Entonces levantó la mirada hacia Pedrolli, pero sólo vio el frasco grande que venía hacia él entre las manos del médico, y el líquido que brotaba, y su propia mano que se interponía. Luego todo fue oscuridad y dolor.

CAPÍTULO 26

– Lamento, dottore, que esta conversación haya de ser distinta de las anteriores. -Lo comprendo.

– La primera vez fui a verlo al hospital porque usted había sido víctima de un delito, y la segunda, para pedirle información sobre una persona de la que se sospechaba que había delinquido. Pero hoy debo decirle que se le interroga en relación con un delito del que está acusado y que nuestra conversación está siendo grabada en cinta magnetofónica y en vídeo. El inspector Vianello está presente en calidad de observador y al final de la conversación será presentada a usted una transcripción de la misma para que la firme… ¿Lo ha entendido, dottore? Debe responder en voz alta, dottore. Para la grabación.

– Ah, perdón. Lo siento, no prestaba atención.

– ¿Quiere que repita lo que he dicho?

– No es necesario. Lo he entendido.

– Antes de empezar, dottore, ¿desea beber algo? ¿Un vaso de agua? ¿Café?

– No, gracias.

– Si desea fumar, ahí tiene un cenicero.

– Gracias, comisario, pero no fumo. Aunque si alguno de ustedes…

– Gracias, dottore. ¿Empezamos?

– Cuando quiera.

– La mañana del dieciséis, ¿fue usted a la farmacia del dottor Mauro Franchi de campo Sant'Angelo?

– Sí.

– ¿Podría decirme por qué fue?

– Porque quería hablar con el dottor Franchi.

– ¿De un asunto profesional, relacionado con algún paciente suyo, quizá?

– No; cuestión personal.

– ¿Podría ser más explícito?

– Digamos que fui para hablarle de un paciente, pero suyo, no mío. También hablamos de una clienta suya, que no era paciente mía.

– ¿Puede decirme quién es esa mujer, dottore?

– Prefiero no decírselo. En realidad, ella no tiene nada que ver con todo esto.

– Creo que eso debo decidirlo yo, dottore.

– Le comprendo, comisario, pero aun así no voy a dar su nombre.

– ¿Me dirá, por lo menos, por qué quería hablar de ella con el dottor Franchi?

– Hmm, supongo que eso puedo decírselo. Conozco a su fidanzato, es decir, su ex fidanzato. Es amigo mío.

– ¿Qué más puede decirme de ella?

– Estaba pensando en la manera de expresarlo. Los dos jóvenes estaban prometidos. Pero la madre de mi amigo se enteró de que la muchacha tenía una enfermedad que podía ser transmitida a sus hijos. Ellos querían tener hijos, ¿comprende?

– Lo siento, dottore, pero no comprendo por qué había de querer hablar con el dottor Franchi sobre eso.

– ¿No se lo he dicho? Perdón. Es que el joven y su madre viven cerca de campo Sant'Angelo.

– ¿Y?

– ¿No comprende, comisario? ¿No comprende lo que ocurrió?

– Lo siento, pero mi función es hacer preguntas, no dar respuestas. La información debe darla usted.

– Claro. En realidad, esto no es una conversación, ¿verdad?

– En realidad, no, dottore.

– Resulta fácil olvidarlo.

– Supongo que sí.

– ¿Por dónde íbamos, comisario?

– Usted me decía dónde viven su amigo y la madre.

– Sí, eso. Justo detrás de campo Sant'Angelo. O sea, que el dottor Franchi es su farmacéutico. Y fue el dottor Franchi quien habló de la enfermedad de la muchacha a la madre de mi amigo.

– ¿Tiene pruebas de ello, dottore?

– En realidad, no. Pero, durante nuestra conversación, el dottor Franchi dijo que él creía tener el derecho moral de prevenir el mal y de contribuir a castigarlo. Y eso me hizo pensar que fue él quien se lo hizo saber a la madre de mi amigo, previendo cómo reaccionaría ella.

– ¿Admitió él habérselo dicho, dottore?

– Explícitamente, no. Pero era fácil deducirlo.

– ¿Se puede decir, pues, que lo que dijo el dottor Franchi le hizo pensar que él había revelado esta información a la madre del hombre con el que esa mujer iba a casarse.

– Sí.

– ¿Cuál fue su reacción a esto, dottore?