– De indignación. Esa muchacha ha estado… muy mal a consecuencia de la ruptura con su fidanzato.
– ¿Y él?
– Ah, eso es distinto.
– ¿Qué quiere decir?
– Él ya está comprometido con otra, y la nueva fidanzata está embarazada.
– ¿Y la otra, la anterior fidanzata, lo sabe?
– No quiero ser descortés, comisario, pero ¿imagina usted que, en esta ciudad, es posible que no se haya enterado?
– Comprendo, sí. ¿Y cómo reaccionó a la noticia, lo sabe, dottore?
– Se ha vuelto… se ha puesto peor.
– ¿Algo más?
– Creo que ya es bastante. Prefiero no decir más.
– Bien, dottore. Ha dicho que había ido a la farmacia a hablar de un paciente del dottor Franchi. ¿Puede decirme quién es?
– Era.
– ¿Cómo?
– Era, ya no es paciente del dottor Franchi.
– ¿Se ha mudado de domicilio?
– En cierto modo.
– Perdone, dottore, pero me parece que no le sigo.
– Era mi hijo, comisario. Mi hijo Alfredo. Era paciente de la farmacia del dottor Franchi. Pero ya no lo es, porque ya no está conmigo.
– Comprendo. Gracias, dottore. ¿Podría decirme por qué fue a hablar de su hijo con el dottor Franchi?
– Me temo que resulte complicado responder a eso, comisario.
– Tómese todo el tiempo que estime necesario.
– Sí. Sí. Gracias. Lo intentaré. Podría empezar diciendo que hace nueve años que trabajo en el Ospedale Civile. Pediatría. Pero ¿por qué le digo esto? Usted ya lo sabe, desde luego. En dos ocasiones, antes del incidente ocurrido con la madre de mi amigo, ya había oído hablar del dottor Franchi. Se decía que daba información a personas que… que no tenían derecho a ella. Información médica, datos que el dottor Franchi había averiguado por su actividad profesional, acerca de enfermedades, hábitos o afecciones de sus clientes. Lo cierto es que, de algún modo que nunca llegaba a aclararse o explicarse, y en honor a la verdad, he de reconocer que nunca fue confirmado, la información llegaba a conocimiento de determinadas personas.
– ¿Habla de chantaje, dottore?
– Nada de eso, por Dios. El dottor Franchi es tan incapaz de hacer chantaje como de estafar a un cliente con el cambio. Él es un hombre honrado. Y eso es lo malo. Él decide lo que está bien y lo que es pecado, y cuando una persona hace algo que él considera pecado, cree que debe ser castigada. No, comisario, no hablo de hechos concretos que yo sepa; como le he dicho, no he oído más que rumores y alusiones, ya sabe cómo habla la gente. Es más bien que sé la clase de hombre que es, su manera de pensar y su convicción de que tiene el deber de defender la moral pública. Como le he dicho, lo había oído en dos ocasiones, pero siempre eran comentarios vagos, cosas que alguien sabía por alguien a quien se lo habían contado. Nada que pudiera demostrarse… ni desmentirse. Por eso, cuando supe que la madre de mi amigo, que debía de ser clienta de la farmacia, tenía conocimiento de información médica, comprendí que la fuente tenía que ser el dottor Franchi.
– ¿Lo dedujo en aquel momento?
– ¿Qué momento?
– En el que la madre de su amigo recibió la información.
– No. Fue después.
– ¿Cuándo fue?
– Después. Cuando me puse a pensar en todo eso.
– ¿Pero no tenía usted pruebas? ¿No le dijo algo la madre de su amigo?
– No; no tenía pruebas. Por otra parte, si me permite la observación, comisario, las pruebas pertenecen más a su campo de acción que al mío. Estaba seguro, lo que viene a ser lo mismo, imagino.
– Ah.
– ¿No está de acuerdo?
– Poco importa que yo esté de acuerdo o no, dottore; mi tarea consiste en conseguir que explique usted lo sucedido.
– Comprendo.
– Iba a decirme por qué fue a hablar al dottor Franchi acerca de su hijo.
– Sí, es cierto. Pero es difícil recordar qué es lo que le estaba diciendo. Son tantas las cosas que hay que decir y pensar.
– Le escucho.
– Mi hijo, sí. Bueno, no tiene sentido que siga fingiendo que era hijo mío, es decir, mi hijo biológico. La madre era una albanesa a la que conocí en Cosenza.
– ¿Conoció, dottore?
– Bueno, me la presentaron, si lo prefiere. Un conocido, preferiría no dar su nombre, sabía que estaba embarazada y que pensaba renunciar al niño. Me la presentó y yo acepté sus condiciones.
– ¿Condiciones económicas, dottore?
– Desde luego. Era lo único que le interesaba. No me gusta tener que reconocerlo, comisario, pero ella no quería más que el dinero. No creo que el niño le importara.
– Es lamentable.
– Bien. Consiguió el dinero, diez mil euros, y deseo que le sirvan de ayuda.
– Una actitud generosa, dottore.
– ¿Qué mal había hecho ella en realidad? ¿Nacer en un país pobre, venir a un país rico, quedarse embarazada de una criatura no deseada y entregarla a alguien que la deseaba? Podría haber sido peor, porque tomó el dinero pero no volvió a por más.
– Creo que aún no comprendo por qué fue usted a hablar de esto con el dottor Franchi.
– Por favor, comisario, no se haga el tonto. Desde que he entrado en esta habitación, no se trata más que de por qué fui a ver al dottor Franchi. En realidad, el hecho más trascendental de mi vida, y sin duda de mi futuro, será por qué fui a ver al dottor Franchi.
– Dice usted, dottore, que no se trata más que de por qué fue usted a verlo. ¿Podría explicármelo?
– Por algo que usted me dijo.
– Perdone, no entiendo.
– Usted me dijo que él tenía mi ficha médica.
– No, dottore; yo le pregunté si en su ficha médica estaría registrada alguna receta que le hubiera despachado la farmacia.
– Y también mencionó el uso indebido de información.
– Es cierto, pero fue porque, en aquel momento, como le he dicho antes, teníamos razones para creer que el dottor Franchi podía estar haciendo chantaje.
– Eso ni pensarlo.
– No sabía que lo conociera usted tanto.
– Lo suficiente para descartar esa posibilidad.
– Así pues, ¿fue usted a la farmacia a hablar de su hijo?
– Sí, comisario. ¿Ha visto mi ficha médica?
– Sí.
– ¿Puede decirme dónde?
– Estaba en el ordenador del dottor Franchi.
– Me lo figuraba. Entonces, ¿por qué me dijo que él no la tenía?
– Yo nunca he dicho tal cosa, dottore. La primera vez que hablamos, es decir, la primera vez que pudo usted hablarme, le pregunté si en su ficha podía constar cierta información. No le dije que él la tuviera.
– Pero la tenía.
– Sí. Pero, si excluimos la posibilidad del chantaje, tenemos que deducir que no la utilizó.
– ¿Que no la utilizó? Desde luego, comisario, no creo que sea usted tan ingenuo. Pues claro que la utilizó. Allí está escrito, con toda claridad, para que hasta el más idiota pueda enterarse: «esterilidad total». Ésta es una ciudad pequeña, comisario. Además, el dottor Franchi y yo, en cierta medida, trabajamos en el mismo ramo.
– No le sigo, dottore.
– Quiero decir que él podía estar al corriente de los chismorreos del hospital. Hasta aquí podrá seguirme, comisario. Él debió de enterarse de mi supuesta aventura durante el congreso y de su ilícito fruto, como diría él. No debían de faltar los que se rieron cuando llevé a Alfredo a mi casa, pero él no haría eso, qué va: el dottor Franchi se contentaría con sentir compasión por el pobre pecador. Pero imagine cuál debió de ser su estupor cuando, al leer mi historial médico, descubrió que yo no era culpable de adulterio sino de engañar al Estado. Sin duda, un hombre tan virtuoso y de tan estricta moral como el dottor Franchi lo consideraría un pecado no menos abominable.
– Me parece que se equivoca, dottore.
– ¿Cómo que me equivoco? Alfredo no era hijo mío: yo quebranté la ley al mentir en un documento oficial declarando que era su padre, y mentí al afirmar que había roto mi promesa matrimonial. Sólo Dios sabe qué es lo que más ofendió su retorcido concepto de la moral.