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Mientras un cuarteto de cuerda tocaba en la cubierta principal, el Brianna desatracó y puso rumbo hacia el sur del Hudson. Anochecía, había una bella puesta de sol y la vista del sur de Manhattan desde el río era imponente. La ciudad vibraba con su energía desbordante, todo un espectáculo desde la cubierta de un barco como aquel. El champán y el caviar también ayudaban a crear el ambiente adecuado. Los pasajeros de los ferrys y de embarcaciones más pequeñas se quedaban boquiabiertos al ver pasar el Brianna por su lado, al tiempo que sus dos motores diesel Caterpillar de dos mil caballos dejaban atrás una tranquila estela.

Un pequeño ejército de camareros vestidos de etiqueta se movía hábilmente por las cubiertas, llevando bebidas en bandejas de plata y canapés tan primorosamente preparados que daba lástima comerlos. Carl soslayó a la mayoría de sus invitados y se dedicó a los que controlaba de un modo u otro. Brianna era la perfecta anfitriona, se prodigaba por todas partes, besaba a hombres y mujeres y se aseguraba de que todo el mundo la viera.

El capitán realizó un amplio viraje para que los invitados pudieran contemplar la isla de Ellis y la estatua de la Libertad, luego puso rumbo hacia el norte, en dirección al Battery Park, en el extremo sur de Manhattan. Ya había anochecido y las hileras de rascacielos iluminaban el distrito financiero. El Brianna paseó toda su majestuosidad por el East River, bajo los puentes de Brooklyn, Manhattan y Williamsburg. El cuarteto de cuerda se retiró y lo mejor de Billy Joel sonó por el excelente equipo de sonido del barco. Algunos se arrancaron a bailar en la segunda cubierta. Alguien cayó a la piscina de un empujón y no tardaron en seguirle otros, para quienes ir con ropa o no pronto fue opcionaL Eran los más jóvenes.

Siguiendo las instrucciones de Carl, el capItán VIró en el edificio de Naciones Unidas y aumentó la velocidad, aunque nadie lo percibió. En ese momento, Carl estaba concediendo una entrevista en su amplio despacho de la tercera cubierta.

A las diez y media en punto, según lo previsto, el Brianna atracó en el muelle 60 y los invitados iniciaron el lento desfile hacia sus casas. El señor y la señora Trudeau se despidieron de ellos, abrazos, besos, saludos con la mano, deseando que no se entretuvieran demasiado. Les esperaba una cena a medianoche. Catorce invitados permanecieron en el barco, siete parejas afortunadas que navegarían hacia el sur, a Palm Beach, para pasar unos días. Se cambiaron de ropa para ponerse más cómodos y se encontraron en él salón para tomar otra copa, mientras el chef acababa de preparar el primer plato.

Carl susurró al segundo de a bordo que era hora de zarpar y quince minutos después el Brianna desatracó de nuevo del muelle 60. Carl se excusó unos minutos mientras su mujer entretenía a los invitados. Subió la escalera hasta el cuarto nivel y se dirigió a una pequeña cubierta elevada, su lugar preferido de aquel nuevo y fabuloso capricho. Era un puesto de observación, el punto más alto de la embarcación sobre el agua.

Se aferró a la barandilla metálica y contempló las colosales torres del distrito financiero mientras el frío viento lo despeinaba. Entrevió su edificio y su despacho, en lo más alto.

Todo subía. Las acciones ordinarias de Krane se cotizaban a cincuenta dólares, los beneficios eran desorbitados y su valor neto superaba los tres mil millones y aumentaba a un ritmo constante.

Dieciocho meses atrás, algunos de aquellos imbéciles de allí enfrente se habían reído. Krane está acabada. Trudeau es un idiota. ¿Cómo pueden perderse mil millones en un día?, decían entre carcajadas.

¿Dónde estaban ahora esas risas?

¿Dónde estaban ahora esos expertos?

El gran Cad Trudeau había vuelto a ser más listo que ellos.

Había arreglado el desaguisado de Bowmore y había salvado a su compañía. Había hecho caer en picado sus propias acciones, las había comprado a precio de ganga y ahora prácticamente todas eran suyas, lo que lo hacía aún más rico.

Estaba destinado a subir posiciones en la lista Forbes, y mientras navegaba por el Hudson en lo más alto de su magnífica embarcación y contemplaba con engreída satisfacción las relucientes torres de Wall Street, admitió que eso era lo único que importaba.

Ahora que tenía tres mil millones, quería seis.

Nota del autor

Me siento obligado a defender mi estado natal y a haced o con este aluvión de descargos. Todos los personajes son completamente ficticios. Cualquier parecido con una persona real es pura coincidencia. El condado de Cary no existe, así como tampoco la ciudad de Bowmore, Krane Chemical ni ningún producto como el pillamar 5. Por lo que sé, tampoco existen el dicloronileno, el aklar ni el cartolyx. El tribunal supremo del estado de Mississippi está presidido por nueve jueces electos, ninguno de los cuales fue escogido como modelo o inspiración para los personajes mencionados o descritos en las páginas anteriores. Ninguna de las organizaciones, asociaciones, grupos, ONG, comités asesores, iglesias, casinos o empresas son reales, todas son ficticias. Algunas de las poblaciones y ciudades pueden encontrarse en un mapa, otras no. La campaña electoral es producto de mi imaginación. El litigio está inspirado en varios casos reales. Algunos edificios existen en la realidad, aunque no estoy seguro de cuáles.

En otra vida, trabajé como miembro de la Cámara de Representantes de Mississippi y, en calidad de diputado, tenía la potestad de elaborar leyes. En este libro se han enmendado, modificado, soslayado e incluso destrozado algunas de esas leyes. La ficción a veces así lo exige.

Algunas de las leyes, sobre todo las relativas al juego en los casinos,perduran sin ningún tipo de alteración por mi parte.

Tras impugnar mi propio libro, debo añadir que hay mucho de verdad en la historia. En tanto que se permita la entrada de capital privado en unas elecciones judiciales, habrá intereses opuestos en liza por un cargo en el tribunaL Los problemas son bastante habituales, las facciones encontradas se definen suficientemente, las tácticas no son nuevas y los resultados no se alejan demasiado del objetivo.

Como siempre, me he servido del conocimiento y la experiencia de otros. Mis más sinceros agradecimientos a Mark Lee, Jim Craig, Neal Kassell, Bobby Moak, David Gernert, Mike Ratliff, Ty, Bert Colley y John Sherman. Stephen Rubin publicó el libro, el vigésimo publicado por Doubleday, y su plantilla -John Fontana, Rebecca Holland, John Pitts, Kathy Trager, Alison Rich y Suzanne Herz- lo hicieron posible una vez más.

Y gracias a Renee por su habitual paciencia y profusión de observaciones sobre el texto.

JOHN GRISHAM

1 de octubre de 2007

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