El móvil de Hovey sonó apagado bajo el abrigo de lana. La llamada fue breve y terminó de prisa.
– Más problemas.
Ramsey esperó a oír más.
– Diane McCoy acaba de intentar entrar en el almacén de Fort Lee.
Malone entró en la iglesia, detrás de Henn y Christl. Isabel había bajado del coro y permanecía junto a Dorothea y a Werner.
Decidido a poner punto final a aquella farsa, Malone se acercó a Henn, le puso el arma en el cuello y le quitó la suya.
A continuación retrocedió y apuntó con la pistola a Isabel.
– Dígale a su hombre que no se ponga nervioso.
– Y ¿qué hará usted, Herr Malone, si me niego? ¿Pegarme un tiro?
Él bajó el arma.
– No es necesario. Todo esto ha sido una pantomima. Esos cuatro tenían que morir, aunque es evidente que ninguno lo sabía. Usted no quería que hablara con ellos.
– ¿Qué le hace estar tan seguro? -inquirió la anciana.
– Presto atención.
– Muy bien. Yo sabía que estarían aquí, y ellos pensaban que éramos aliados.
– Entonces son más tontos que yo.
– Puede que ellos no, pero sin duda quien los envió sí lo es. ¿Podemos ahorrarnos el teatro, por ambas partes, y hablar?
– Soy todo oídos.
– Sé quién intenta matarlo -aseguró Isabel-. Pero necesito su ayuda.
Él captó los primeros rumores de la noche al otro lado de las desnudas ventanas; el aire se volvía cada vez más frío.
También captó lo que quería decir la anciana.
– ¿Una cosa a cambio de la otra?
– Le pido disculpas por el engaño, pero parecía la única forma de conseguir que colaborara.
– Debería haber preguntado.
– Probé a hacerlo en Reichshoffen. Pensé que tal vez esto funcionara mejor.
– Podría haber muerto.
– Vamos, Herr Malone, creo que yo confío mucho más en su talento que usted. Ya era suficiente.
– Me voy al hotel.
Hizo ademán de marcharse.
– Sé adonde se dirigía Dietz -contó Isabel-. Adonde lo llevaba su padre en la Antártida.
Que le dieran.
– En alguna parte de esta iglesia hay algo que a Dietz se le pasó por alto, algo que fue a buscar allí.
La vehemencia de Malone dio paso al hambre.
– Me voy a cenar. -Siguió caminando-. Estoy dispuesto a escuchar mientras como, pero si la información no es buena, me largo.
– Le garantizo, Herr Malone, que es más que buena.
SESENTA Y DOS
Asheville
– Presionaste demasiado a Scofield -le dijo Stephanie a Edwin Davis.
Seguían sentados en la salita. Fuera, una tarde magnífica iluminaba los lejanos bosques invernales. A su izquierda, hacia el sureste, Stephanie divisó la mansión, a alrededor de un kilómetro y medio, encaramada a su propio promontorio.
– Scofield es imbécil -afirmó Davis-. Cree que a Ramsey le importa que haya mantenido la boca cerrada todo estos años.
– No sabemos qué le importa a Ramsey.
– Alguien va a matar a Scofield.
Ella no estaba tan segura.
– Y ¿qué propones que hagamos al respecto?
– Pegarnos a él.
– Podríamos detenerlo.
– Y perder el cebo.
– Si estás en lo cierto, ¿es eso justo para él?
– Cree que somos idiotas.
A ella tampoco le caía bien Douglas Scofield, pero eso no debía influir en sus decisiones. Sin embargo, había otra cosa.
– ¿Te das cuenta de que seguimos sin tener ninguna prueba de nada?
Davis consultó el reloj que había al otro lado del vestíbulo.
– He de hacer una llamada.
Dejó la silla, se acercó a las ventanas y se acomodó en un sofá de flores situado a unos tres metros, de espaldas a ella, mirando hacia afuera. Stephanie lo observaba: era inquieto y complicado. Interesante, aunque, al igual que ella, luchaba contra sus propias emociones. Y tampoco quería hablar de ellas.
Davis le indicó que se acercara.
Ella obedeció y se sentó a su lado.
– Quiere volver a hablar contigo.
Ella se llevó el móvil a la oreja, sabiendo perfectamente quién había al otro lado.
– Stephanie -dijo el presidente Daniels-, esto se está complicando. Ramsey ha manejado a Aatos Kane. El buen senador quiere que le dé la vacante de la Junta de Jefes a Ramsey, algo que no va a suceder de ninguna de las maneras, aunque no se lo dije a Kane. Una vez oí un viejo proverbio indio: si vives en el río, deberías hacerte amigo de los cocodrilos. Por lo visto Ramsey lo está poniendo en práctica.
– Puede que sea al revés.
– Que es lo que de verdad está complicando esto. Esos dos no se han aliado voluntariamente. Ha pasado algo. Puedo escurrir el bulto unos días, pero hemos de avanzar por vuestro lado. ¿Cómo está mi chico?
– Ansioso.
Daniels soltó una risita.
– Ahora ya sabes lo que tengo que aguantar contigo. Cuesta mantenerlo todo a raya, ¿eh?
– Por decirlo de alguna manera.
– Teddy Roosevelt lo dijo mejor: «Haz lo que puedas con lo que tengas, estés donde estés.» Sigue adelante.
– No creo que tenga muchas alternativas, ¿no es así?
– No, pero te regalo un cotilleo: han encontrado muerto en Múnich al jefe de la sección de Berlín de los servicios de inteligencia de la Marina, un capitán llamado Sterling Wilkerson.
– Y usted cree que no es una coincidencia.
– Ni por asomo. Ramsey trama algo aquí y allí. No puedo demostrarlo, pero lo presiento. ¿Qué hay de Malone?
– No sé nada de él.
– Dímelo sin rodeos: ¿crees que el profesor ese está en peligro?
– No lo sé, pero creo que deberíamos quedarnos aquí hasta mañana, para asegurarnos.
– Voy a decirte algo que no le he contado a Edwin. Necesito que pongas cara de póquer.
Ella sonrió.
– De acuerdo.
– Tengo mis dudas acerca de Diane McCoy. Hace mucho tiempo aprendí a prestar atención a mis enemigos porque son los primeros en conocer tus errores. La he estado vigilando, y Edwin lo sabe. Lo que no sabe es que hoy salió del edificio y fue a Virginia. En este mismo instante está en Fort Lee, examinando un almacén que el Ejército alquila al servicio secreto de la Marina. He hecho averiguaciones. El propio Ramsey estuvo allí ayer. Algo que ella ya sabía, gracias a los suyos.
Davis le dio a entender que iba por una bebida a una mesa habilitada a tal efecto próxima a la chimenea y le preguntó por señas si quería algo. Ella cabeceó.
– Se ha ido -dijo por teléfono-. Supongo que hay algún motivo para que me cuente esto.
– Por lo visto, Diane también se ha hecho amiga de los cocodrilos, pero me preocupa que vayan a devorarla.
– No podría pasarle a nadie mejor.
– ¿Sabes? Creo firmemente que eres mala.
– Soy realista.
– Stephanie, pareces preocupada.
– Por mucho que diga lo contrario, tengo la sensación de que nuestro hombre está aquí.
– ¿Quieres ayuda? -quiso saber Daniels.
– Yo sí, pero Edwin no.
– ¿Desde cuándo le haces caso?
– Ésta es su guerra. Tiene una misión.
– El amor es un asco, pero no dejes que sea su perdición. Lo necesito.
Smith disfrutaba del piano y del crepitante fuego de la chimenea. El almuerzo había sido estupendo; la ensalada y el entrante eran soberbios, y la sopa deliciosa, pero el cordero con verduritas de temporada había sido lo mejor con diferencia.
Había subido después de que el hombre y la mujer abordaron a Scofield y lo apartaron de la comida. No había podido oír lo que habían dicho ni abajo ni allí arriba. Se preguntó si serían los mismos de la noche anterior. Era difícil de decir.