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Y, sin embargo, ¿nadie sabía nada?

Fuera de la iglesia danzaba una luz cada vez más intensa. Christl volvió, pala en mano.

Él asió el mango, dejó la linterna e introdujo la hoja metálica en una junta. Como bien sospechaba, el suelo era como cemento. Alzó la pala y clavó la punta con fuerza, moviéndola adelante y atrás. Después de varios golpes empezó a hacer progresos y el terreno cedió.

Hundió de nuevo la pala en la junta y consiguió meterla debajo, utilizando el mango de madera a modo de fulcro y desprendiendo la piedra del abrazo del suelo.

Retiró la pala y repitió la operación en los lados restantes.

Finalmente la losa comenzó a temblar. Malone hizo palanca con el mango y la levantó.

– Sujeta la pala -le pidió a ella mientras se agachaba y metía las enguantadas manos debajo, liberando los bordes.

A su lado descansaban ambas linternas. Cogió una y vio que allí sólo había tierra.

– Déjame probar -se ofreció Christl.

Y comenzó a trabajar la dura tierra con golpes cortos, retorciendo la hoja, ahondando cada vez más. Entonces golpeó algo. Retiró la pala, y Malone apartó la tierra suelta y se puso a escarbar hasta que vio la parte superior de lo que en un principio parecía una piedra, pero después resultó ser algo plano.

Retiró la fría tierra restante.

Tallada en el centro de un rectángulo, clara y nítidamente, se veía la firma de Carlomagno. Tras despejar los laterales, Malone cayó en la cuenta de que tenía delante un relicario de piedra de unos cuarenta centímetros de largo por veinticinco de ancho. Metió las manos por ambos lados y descubrió que medía quince centímetros de alto.

Lo sacó.

Christl se agachó.

– Es carolingio. Por el estilo, el diseño. De mármol. Y por la firma, claro.

– ¿Quieres hacer los honores? -preguntó él.

Una media sonrisa de dicha afloró a la boca de ella al tiempo que agarraba los lados y sacaba el relicario, que se abría por la mitad, la parte inferior sirviendo de marco a algo envuelto en hule.

Malone cogió el envoltorio y aflojó los cordones.

A continuación abrió con sumo cuidado la bolsa mientras Christl alumbraba con la linterna.

SESENTA Y OCHO

Asheville

Stephanie descendió la escalera, que giraba a la derecha y llevaba hasta el sótano de la mansión. Davis aguardaba al pie.

– Has tardado lo tuyo, ¿eh? -Le arrebató el arma-. La necesito.

– ¿Qué vas a hacer?

– Ya te lo dije, matar a ese capullo.

– Edwin, ni siquiera sabemos quién es.

– Me vio y echó a correr.

Stephanie tenía que hacerse con el control, como le había pedido Daniels.

– ¿Cómo iba a conocerte? Nadie nos vio la otra noche, y nosotros no lo vimos a él.

– No lo sé, Stephanie, pero así fue.

El hombre había salido corriendo, lo cual era sospechoso, pero ella no estaba dispuesta a condenarlo a morir.

Oyeron pasos a sus espaldas y apareció un guarda de seguridad uniformado. Al ver el arma que sostenía Davis, reaccionó, pero Stephanie estaba preparada y le mostró sus credenciales de Magellan Billet.

– Somos agentes federales y estamos interesados en una persona que anda por aquí abajo. Ha huido. ¿Cuántas salidas hay en esta planta?

– Hay otra escalera en el otro extremo y varias puertas que dan al exterior.

– ¿Puede cubrirlas?

El hombre titubeó un instante y al parecer decidió que iban en serio, ya que cogió la radio que llevaba sujeta a la cintura e indicó a otros lo que tenían que hacer.

– Hemos de coger a ese tipo si sale por una ventana. Por donde sea. ¿Entendido? -inquirió Stephanie-. Ponga hombres fuera.

El aludido asintió y, tras dar más instrucciones, dijo:

– El grupo se encuentra fuera, ha subido a los autobuses. La casa está vacía, a excepción de ustedes dos.

– Y de él -puntualizó Davis, que se puso en marcha.

El guarda no iba armado. Una lástima. Sin embargo, ella vio en el bolsillo de la camisa uno de los folletos que había visto en manos de algunas personas del grupo. Lo señaló y quiso saber:

– ¿Hay un plano de esta planta?

El guarda asintió.

– De las cuatro plantas. -Se lo entregó-. Éste es el sótano: juegos, cocinas, cuartos del servicio, almacenamiento. Hay un montón de sitios donde esconderse.

Eso era algo que ella no quería oír.

– Llame a la policía local, hágala venir y después cubra esta escalera. El tipo podría ser peligroso.

– ¿No está segura?

– Ése es el problema, que no sabemos una mierda.

Malone vio que en la bolsa había un libro del que asomaba un sobre azul claro cerca del centro. Metió la mano y lo sacó.

– Deja la bolsa en el suelo -pidió al tiempo que apoyaba el libro encima con delicadeza y cogía la linterna.

Christl extrajo el sobre, lo abrió y encontró dos hojas. Las desdobló: ambas estaban repletas de una pesada caligrafía masculina -alemán- en tinta negra.

– Es la letra de mi abuelo. He leído sus cuadernos.

Stephanie salió corriendo detrás de Davis y le dio alcance en una encrucijada: un pasillo seguía por la izquierda y el otro en línea recta. En este último se abrían unas puertas con cuarterones de cristal, seguramente despensas. Stephanie se apresuró a consultar el plano: en el extremo del pasillo identificó la cocina principal.

Oyó un ruido. A su izquierda.

Según el plano del folleto, el corredor que tenían delante conducía a los dormitorios del servicio y no se comunicaba con ninguna otra parte del sótano: era un callejón sin salida.

Davis enfiló el largo pasillo que quedaba a su izquierda, en dirección al ruido.

Pasaron por un gimnasio equipado con barras paralelas, pesas, balones medicinales y una máquina de remo. A su derecha encontraron la piscina cubierta, donde todo, incluida la bóveda, estaba revestido de azulejos blancos. Allí no había ventanas, tan sólo una intensa luz eléctrica. En el profundo y reluciente vaso no había agua.

Una sombra pasó por delante de la otra salida de la piscina. Dieron la vuelta por la pasarela, provista de una barandilla, con Davis a la cabeza. Ella miró el plano.

– Ésta es la única salida desde las habitaciones que hay al otro lado. Aparte de la escalera principal, pero esperemos que los guardas de seguridad la hayan cubierto.

– Entonces lo tenemos. Tiene que volver por aquí.

– O él nos tiene a nosotros.

Davis miró de reojo el plano y acto seguido cruzaron una puerta y bajaron unos peldaños. Le entregó la pistola a Stephanie.

– Espero yo. -Señaló hacia la izquierda-. Ese pasillo da toda la vuelta y muere aquí.

A Stephanie la invadió una sensación de malestar.

– Edwin, esto es una locura.

– Tú empújalo hacia aquí. -Su ojo derecho tembló-. He de hacer esto. Envíamelo hacia mí.

– ¿Qué vas a hacer?

– Estaré preparado.

Ella asintió, buscando las palabras adecuadas, pero comprendía el vehemente deseo que sentía él.

– De acuerdo.

Davis subió la escalera por la que habían bajado. Stephanie avanzó por la izquierda y, en la escalera principal, que conducía a la planta superior, vio a otro guarda de seguridad, que negó con la cabeza para decirle que por allí no había pasado nadie. Ella asintió y le indicó por señas que se dirigía a la izquierda.

Dos sinuosos pasillos sin ventanas la llevaron hasta una larga habitación rectangular repleta de piezas históricas y fotografías en blanco y negro. Las paredes estaban pintadas con un cottage de vistosas imágenes: la sala Halloween. Stephanie recordaba haber leído en el folleto que en una fiesta de Halloween que se celebró en la década de 1920 los invitados pintaron las paredes.