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Ramsey guardó silencio.

– O quizá te entregue a la prensa.

– Y ¿qué les dirás a los periodistas?

– Empezaré por Millicent Senn.

– ¿Qué sabes tú de ella?

– Era una joven oficial de la Marina, destinada a tu despacho en Bruselas. Mantenías una relación con ella. Y de pronto, mira tú por dónde, se queda embarazada y a las pocas semanas aparece muerta. Fallo cardíaco. Los belgas dictaminaron muerte natural. Caso cerrado.

McCoy estaba bien informada. A Ramsey le preocupó que su silencio pudiera ser más explícito que una respuesta, de manera que dijo:

– Nadie lo creería.

– Tal vez no ahora, pero daría pie a una gran historia, de esas que les encantan a la prensa, sobre todo a Extra e Inside Edition. ¿Sabías que el padre de Millicent sigue creyendo, a día de hoy, que fue asesinada? Se pondría delante de las cámaras con mucho gusto. El hermano de Millicent (que es abogado, por cierto) también alberga dudas. Naturalmente, ellos no saben nada de ti ni de la relación que mantenías con ella. Tampoco saben que te gustaba zurrarle. ¿Qué crees que ellos, las autoridades belgas o la prensa harían con todo esto?

Lo tenía en sus manos, y lo sabía.

– Esto no es mía trampa, Langford. No se trata de que admitas nada, no me hace falta. Se trata de cuidar de mí misma. Quiero di-ne-ro.

– Y, sólo por curiosidad, si accediera, ¿qué te impediría volver a sacarme más?

– Nada absolutamente -contestó ella con los dientes apretados.

Ramsey se permitió sonreír y soltar una risilla.

– Eres un bicho de cuidado.

Ella le devolvió el cumplido:

– Parece que estamos hechos el uno para el otro.

A él le gustó el tono amistoso de su voz. Nunca habría creído que por sus venas corría un carácter tan transgresor. Nada le gustaría más a Aatos Kane que librarse de su compromiso, y el menor indicio de escándalo le daría al senador la oportunidad perfecta. «Yo estoy dispuesto a mantener mi parte del trato -diría Kane-, eres tú el que causa problemas.»

Y no podría hacer nada al respecto.

A los periodistas les llevaría menos de una hora comprobar que su estancia en Bruselas coincidía con la de Millicent. Edwin Davis también había estado allí, y a ese tonto romántico le hacía tilín Millicent. Él lo sabía entonces, pero le importaba un pimiento. Davis era débil e insignificante, pero ya no. A saber dónde andaba, llevaba varios días sin tener noticias de él. Sin embargo, la mujer que tenía enfrente era harina de otro costal. Tenía una arma cargada que lo apuntaba directamente y sabía dónde debía disparar.

– Muy bien, pagaré.

Ella se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un papel.

– El banco y el número de ruta. Haz el pago, todo, en una hora.

Lo arrojó sobre la mesa. Ramsey no se movió. Ella sonrió.

– No pongas esa cara.

Él no dijo nada.

– A ver qué te parece esto -añadió ella-. Para que veas que tengo buena fe y que estoy dispuesta a colaborar contigo de forma permanente, cuando el pago se haya confirmado te daré algo más que sé que te interesa.

Se levantó de la silla.

– ¿De qué se trata? -se interesó él.

– De mí. Seré tuya mañana por la noche. Siempre y cuando me pagues en el plazo de una hora.

SETENTA Y NUEVE

Sábado, 15 de diciembre 0.50 horas

Dorothea se sentía infeliz. El avión avanzaba a trompicones por el accidentado firmamento como un camión por una pista llena de baches, lo que le traía recuerdos de su infancia y de excursiones a la cabaña con su padre. A ambos les encantaba estar al aire libre. Mientras que Christl rechazaba las armas y la caza, a ella le apasionaban ambas cosas. Era algo que ella y su padre compartían. Por desgracia, sólo habían disfrutado de un puñado de temporadas: ella tenía diez años cuando él murió o, mejor dicho, cuando no volvió a casa. Y ese triste pensamiento le abrió otro cráter en la boca del estómago, intensificando un vacío que parecía no remitir jamás.

Tras la desaparición de su padre, ella y Christl se distanciaron. Diferentes amigos, intereses, gustos, vidas. ¿Cómo podían dos personas nacidas del mismo óvulo llegar a ser tan distintas?

Sólo había una explicación: su madre.

Durante décadas las había obligado a competir, y esa rivalidad había engendrado resentimiento. Lo siguiente fue la antipatía, y de ahí al odio sólo había un paso.

Estaba afianzada al asiento, embutida en el equipo. Malone no se equivocaba con respecto a la ropa. Aquella tortura no finalizaría hasta que pasaran al menos otras cinco horas. La tripulación había distribuido cajas con comida al embarcan un bocadillo de queso, galletas, una chocolatina, unos caramelos y una manzana, pero ella era incapaz de probar bocado. La sola idea de hacerlo le daba náuseas. Pegó la espalda al respaldo del asiento y procuró ponerse cómoda. Una hora antes, Malone había desaparecido en la cabina. Henn y Werner se habían dormido, pero Christl parecía completamente despierta.

Tal vez también estuviese inquieta.

Era el peor vuelo de su vida, y no sólo por la incomodidad. Volaban hacia su destino. ¿Habría algo allí? En caso afirmativo, ¿sería bueno o malo?

Después de ponerse la ropa especial cada cual había hecho la mochila que les habían entregado. Ella sólo había metido una muda, un cepillo de dientes, algunos artículos de aseo y una pistola automática que le había pasado su madre de tapadillo en Ossau. Dado que el vuelo no era comercial, no habían tenido que pasar por controles de seguridad. Aunque le molestaba haber permitido que su madre decidiese una vez más por ella, se sentía mejor con el arma a su lado.

Christl volvió la cabeza y sus miradas se cruzaron en la penumbra. Qué amarga ironía que estuvieran allí, en ese avión, juntas. ¿Serviría de algo hablar con ella? Decidió probar.

Se soltó las correas y se levantó del asiento. A continuación cruzó el angosto pasillo y se sentó al lado de su hermana.

– Hemos de poner fin a esto -le dijo en voz alta para hacerse oír con el ruido.

– Eso pretendo. En cuanto encontremos lo que sé que hay allí.

La expresión de Christl era tan fría como el interior del avión. Dorothea probó de nuevo.

– Nada de eso importa.

– A ti no, nunca te importó. Lo único que te preocupaba era legar la fortuna a tu querido Georg.

Las palabras le hirieron, y quiso saben

– ¿Por qué tenías celos de él?

– Era todo lo que yo nunca podría tener, querida hermana.

Ella captó la amargura mientras lidiaba con sus propias emociones encontradas. Se había pasado dos días llorando junto al ataúd de su hijo, intentando con todas sus fuerzas librarse de su recuerdo. Christl había asistido al funeral, pero se había marchado pronto. Ni siquiera le había dado el pésame.

Nada.

La muerte de Georg había supuesto un punto de inflexión en la vida de Dorothea. Todo cambió: su matrimonio, su familia y, lo más importante, ella misma. No le gustaba la persona en la que se había convertido, pero aceptó de buena gana la ira y el resentimiento como sustitutos de un hijo al que había adorado.

– ¿Eres estéril? -quiso saber.

– ¿Acaso te importa?

– ¿Sabe mamá que no puedes tener hijos? -le preguntó.

– ¿Qué más da? Esto ya no tiene que ver con los hijos, sino con el legado de los Oberhauser, con aquello en lo que creía esta familia.

Dorothea vio que su esfuerzo era en vano. El abismo que las separaba era demasiado grande para llenarlo o salvarlo.