– Ah, ¿sí? Qué interesante -concedió Nivaldo.
Se comió el último pedazo de carne y, para mayor satisfacción de Nivaldo, empezó a chupar los huesos.
La mayor parte del tiempo que Maria del Mar pasaba trabajando en sus tierras, Francesc quedaba libre para entretenerse a su aire y con frecuencia aparecía en el viñedo de los Álvarez para seguir a Josep como una sombra. Al principio apenas conversaban; cuando sí lo hacían, siempre era acerca de cosas simples: la forma de una nube, el color de una flor, o sobre por qué no se podía permitir que las malas hierbas prosperaran y creciesen. A menudo Josep trabajaba en silencio y el chiquillo lo miraba embelesado, aunque había visto a su madre ocuparse de tareas similares una y otra vez en su propio viñedo.
Cuando parecía claro que Josep estaba a punto de terminar alguna tarea, el niño siempre decía lo mismo:
– ¿Y ahora qué hacemos, Josep?
– Ahora arrancamos algunos hierbajos -contestaba Josep.
O bien «engrasamos las herramientas».
O «desenterramos una piedra».
Cualquiera que fuera su respuesta, el crío asentía como si le diera permiso y pasaban ambos a la siguiente tarea.
Josep sospechaba que, además de necesitar compañía, a Francesc le atraía oír la voz de un hombre. A veces le hablaba libre y tranquilamente sobre cosas que el niño era demasiado joven para entender, en el mismo tono en que algunas personas hablan consigo mismas mientras trabajan.
Una mañana le explicó por qué estaba trasplantando los rosales silvestres para que quedaran plantados a ambos extremos de cada hilera de las vides.
– Es algo que vi en Francia. Las flores son bonitas, pero además cumplen la función de dar la alarma. Las rosas no son tan fuertes como las vides, así que si algo está mal, si hay algún problema con el suelo, por ejemplo, las rosas darán las primeras muestras de debilidad y yo tendré tiempo de pensar en cómo arreglarlo antes de que afecte a las cepas -explicó.
El muchacho lo miró con seriedad hasta que hubo terminado de trasplantar.
– ¿Y ahora qué hacemos, Josep?
Maria del Mar se acostumbró a dar por hecho que, si no veía a su hijo en casa, lo más probable era que estuviera en el viñedo de los Álvarez.
– Cuando te moleste, lo tienes que enviar a casa -le dijo.
Sin embargo, él era sincero cuando le respondió que disfrutaba con la compañía de Francesc. Josep se daba cuenta de que Maria del Mar albergaba algún resentimiento contra él. No entendía la razón, pero sabía que ella desconfiaba de aceptarle ningún favor por pura desconfianza. Él había decidido adoptar el estricto papel de vecino, una relación que los dos parecían aceptar de buen grado.
Josep se dijo que Nivaldo tenía razón. Necesitaba una esposa. En el pueblo había viudas y mujeres solteras. Tenía que dedicar atención al asunto hasta que encontrara una mujer capaz de compartir el trabajo de las viñas, llevar la casa y cocinarle comidas de verdad. Darle hijos, compartir su cama.
¡Ah, compartir su cama!
Solo y deseoso, un día echó a andar por el campo hacia la casa torcida de Nuria, pero la encontró desierta, con la puerta abierta al viento y a cualquier animal que quisiera entrar. Un hombre que esparcía fertilizante en un campo cercano le dijo que Nuria había muerto dos años antes.
– ¿Y su hija Renata?
– La muerte de su madre la liberó. Se largó.
El hombre se encogió de hombros. Le contó que en aquel campo cultivaba alubias.
– El suelo es muy fino, pero tengo mucha mierda de cabra de los Llobet. ¿Conoces su granja?
– No -respondió Josep, con un repentino interés.
– Es un corral de cabras. Muy antiguo. -Sonrió-. Tienen muchas cabras, y muy grandes, y se ahogan en sus excrementos, viejos y nuevos, los tienen apilados en sus campos. Ya no tienen dónde almacenarlos. Saben que en el futuro tendrán todavía más mierda de cabra. Mucha más. Cuando vamos y nos llevamos una carga, nos besan las manos.
– ¿Dónde está esa granja?
– Es un paseo corto hacia el sur, al otro lado de la colina.
Josep dio las gracias al cultivador de alubias, cuya información aceptó como un golpe de suerte, mucho mejor que si hubiera encontrado a Nuria y a Renata viviendo todavía en la casa.
29
En las raras ocasiones en que su padre había encontrado algún fertilizante, había pedido prestado un caballo y un carro para llevarlo hasta sus tierras, pero Josep no mantenía con los amigos de su padre una relación que permitiera dar por hechos esa clase de favores. Sabía que no podía seguir usando la mula de Maria del Mar indefinidamente, y el éxito de su primera cosecha le había dado el valor de gastar algo de dinero, aunque con prudencia, de modo que una mañana emprendió el camino hacia Sitges y buscó la tonelería de Emilio Rivera. La encontró en un largo edificio bajo lleno de troncos descortezados, apilados en el almacén. Junto a uno de esos troncos encontró a Rivera, el tonelero de rostro encarnado, en compañía de un peón mayor con el que partía troncos por medio de cuñas de acero y unas mazas muy pesadas. Rivera no se acordó de Josep hasta que éste le recordó aquella mañana en la que había tenido la amabilidad de llevar a un extraño a Barcelona.
– Le dije que necesitaba comprar una mula y usted me habló de su primo, que se dedica a comprar caballos.
– Ah, sí, mi primo, Eusebi Serrat. Vive en Castelldefels.
– Sí, en Castelldefels. Me habló de una feria que se celebra allí. Entonces no pude ir, pero ahora…
– La feria se celebra cuatro veces al año y la próxima será dentro de tres semanas. Siempre tiene lugar los viernes, día de mercado. -Sonrió-. Dígale a Eusebi que va de mi parte. Por una módica cantidad le ayudará a comprar una buena mula.
– Gracias, señor -se despidió Josep.
Sin embargo, no emprendió la marcha.
– ¿Algo más? -preguntó Rivera.
– Me dedico a hacer vino. Tengo una vieja cuba de fermentación en la que se están pudriendo dos listones y los he de cambiar. ¿Usted hace ese tipo de reparaciones?
Rivera parecía apenado.
– Bueno, pero… ¿no me puede traer la cuba?
– No, es muy grande.
– Y yo soy un tonelero muy ocupado, con encargos que cumplir. Si fuera con usted, le costaría demasiado. -Se volvió hacia el peón-. Juan, ya puedes empezar a apilar los troncos cuarteados… Además -dijo, dirigiéndose de nuevo a Josep-, no tengo tiempo que perder.
Josep asintió.
– Señor…, ¿cree que podría aconsejarme para que lo repare yo mismo?
Rivera meneó la cabeza.
– Imposible. Para eso hace falta mucha experiencia. No conseguiría que le quedaran bien tirantes y pronto gotearían. Ni siquiera se pueden usar planchas de troncos serrados. Las planchas han de venir de troncos como éste, partidos con los nudos íntegros para que la madera sea impermeable. -Vio la cara que ponía Josep y soltó el martillo-. Le diré lo que podemos hacer. Dígame exactamente cómo llegar a su pueblo. Algún día, cuando tenga que pasar por esa zona, me acercaré y le repararé la cuba.
– Tiene que estar arreglada en otoño, cuando prense mis uvas.
«Si no, estoy perdido.» No abrió la boca para decirlo, pero el tonelero pareció entenderlo.
– Entonces, tenemos meses por delante. Es probable que me dé tiempo.
La palabra «probable» incomodó a Josep, pero se dio cuenta de que no podía hacer nada más.
– ¿Puedes usar unos buenos toneles de segunda mano, de 225 litros? Antes contenían arenques -dijo Rivera.
Josep se echó a reír.
– No. Bastante malo es ya mi vino sin necesidad de que apeste a arenque -dijo, arrancando una sonrisa al tonelero.
Castelldefels era un pueblo de mediano tamaño que se había convertido en sede de una gran feria de caballos. Allí donde Josep mirase, había animales de cuatro patas rodeados de hombres enfrascados en charlas. Consiguió no pisar los excrementos de caballo que había por todas partes, con un hedor fuerte y agudo.