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Pearl S. Buck

La Buena Tierra

Titulo originaclass="underline" THE GOOD EARTH

Traducción de Elisabeth Mulder

I

Era el día de las bodas de Wang Lung. Por el momento, al abrir los ojos en la sombra de las cortinas que rodeaban su cama, no acertaba a explicarse por qué razón aquel amanecer le parecía distinto de los otros. La casa permanecía silenciosa. Únicamente turbaba su quietud la tos del padre anciano, cuya habitación estaba frente por frente de la de Wang Lung, al otro lado del cuarto central. La tos del viejo era el primer ruido que se oía en la casa cada mañana. Generalmente, Wang Lung la escuchaba acostado en la cama y así permanecía hasta que la tos iba acercándose y la puerta del cuarto de su padre giraba sobre los goznes de madera. Pero esta mañana no se entretuvo esperando. Dio un salto y apartó las cortinas del lecho.

Aurora sombría y bermeja. A través de un agujero cuadrado, que hacía las veces de ventana, y en el que tremolaba un papel en jirones, se entreveía una parcela de cielo broncíneo. Wang Lung se acercó al agujero y arrancó el papel.

– Es primavera, y no necesito esto -murmuró.

Le daba vergüenza expresar en alta voz su deseo de que la casa estuviera hoy arreglada y limpia.

El agujero permitía apenas el paso de la mano, que sacó por él para sentir el contacto del aire. Un viento leve soplaba blandamente del Este, un viento suave y murmurante, grávido de lluvia. Era un buen augurio. Los campos necesitaban lluvia para fructificar, y aunque no la hubiera hoy, la habría dentro de unos días si aquel viento continuaba. Bien, bien… Ayer le había dicho su padre que si este sol bronceado y refulgente persistía, el trigo no iba a cuajar en la espiga. Y ahora era como si el cielo hubiese escogido este día precisamente para derramar sus bendiciones. La tierra daría fruto.

Se apresuró a entrar en el cuarto central poniéndose los pantalones mientras andaba, y atándose alrededor de la cintura su cinturón azul de tela de algodón. De la cintura arriba quedóse desnudo mientras calentaba el agua para bañarse.

Dirigióse a la cocina, que era un cobertizo apoyado contra la casa. Emergiendo de la sombra, un buey, que se hallaba en el rincón junto a la puerta, volvió la cabeza, y al ver a su amo comenzó a mugir profundamente.

La cocina de Wang Lung, como la casa, estaba construida de ladrillos de tierra, grandes cuadriláteros de tierra de sus propios campos, y techada con paja de su propio trigo. De la misma tierra, el padre había construido el horno en su juventud, un horno que ahora estaba tostado y negro por los muchos años de uso. Sobre el horno posábase un caldero de hierro, redondo y profundo.

Wang Lung llenó parte de este caldero del agua que iba sacando con una calabaza, de una tinaja de tierra cercana al fogón. Pero la sacaba con cuidado, porque el agua era una cosa de máximo valor. Luego, tras una corta vacilación, levantó la tinaja y vertió todo su contenido en el caldero. En un día así iba a bañarse íntegramente. Nadie, desde los tiempos en que era un chiquillo a quien la madre sentaba en sus rodillas, había visto el cuerpo de Wang Lung. Hoy, alguien lo vería, y para esa persona quería tenerlo limpio.

Dio la vuelta al horno, cogió un puñado de ramas y de hierbas secas que se hallaban en un rincón de la cocina y las arregló con esmero en la boca del horno, procurando sacar el mayor partido posible de cada brizna. Luego, con un viejo pedernal y un hierro, prendió una chispa, que introdujo en la paja, y una llamarada alzóse en seguida del combustible.

Esta era la última mañana en que tendría que encender el fuego. Lo había encendido diariamente desde que murió su madre, hacía seis años. Una vez encendido el fuego, hervía el agua y se la llevaba a su padre en una escudilla. El viejo tosía, sentado en la cama, y tanteaba en busca de sus zapatos. Así había esperado cada mañana, durante estos seis años, la llegada del hijo con el agua caliente para aliviarle la tos. Pero ahora, padre e hijo podrían descansar, pues en la casa habría una mujer. Ya nunca más tendría Wang Lung que levantarse al amanecer, invierno y verano, para encender el fuego. Se quedaría en la cama esperando: y a el también le traerían una escudilla con agua, y, si la tierra daba fruto, en el agua habría hojas de te. Algunos años, así ocurría.

Y si la mujer se agotaba, ahí estarían sus hijos para encender el fuego. Muchos, muchos hijos le daría esta mujer a Wang Lung.

Se detuvo de pronto, pensando en los niños que correrían por las tres habitaciones de la casa. Siempre le había parecido que eran demasiadas habitaciones para ellos dos. La casa estaba medio vacía desde que murió la madre y continuamente tenían que resistir a los intentos de invasión de parientes que vivían más apurados que ellos. Su tío, con sus incontables vástagos, exclamaba:

– ¿Como pueden dos hombres solos necesitar tanto sitio? ¿No puede el hijo dormir con el padre? El calor del joven haría bien a la tos del viejo.

Pero el padre replicaba:

Reservo mi cama para mi nieto. El me calentará los huesos en mi ancianidad.

Y ahora los nietos iban a venir. ¡Nietos y más nietos! Tendrían que poner camas a lo largo de las paredes y en el cuarto central. La casa entera estaría llena de camas.

Las llamaradas del horno se extinguieron y el agua del caldero empezó a enfriarse mientras Wang Lung pensaba en todos los lechos que habría en aquella casa medio vacía. Y en el umbral de la puerta apareció borrosamente la figura del viejo que se sujetaba sus ropas sin abrochar y tosía, escupía.

– ¿Por qué -suspiró el anciano- no tengo todavía el agua para calentar mis pulmones?

Wang Lung se le quedó mirando, volvió en sí y se sintió avergonzado.

– El combustible está húmedo -murmuró tras el fogón-. Este viento mojado…

El viejo continuó tosiendo perseverantemente y no cesó hasta que el agua empezó a hervir. Wang Lung vertió parte del agua en una escudilla, cogió un frasco barnizado que había en un borde del fogón, sacó de el aproximadamente una docena de hojas secas y retorcidas y las echó en el agua. Los ojos del viejo se abrieron glotonamente, pero en seguida comenzó a lamentarse:

– ¿Por qué derrochas así? Beber té es como comer plata.

– Un día es un día replicó Wang Lung con una risa breve. Bebe y reconfórtate

Murmurando, dando pequeños gruñidos, el viejo cogió el tazón con sus dedos arrugados y quedóse mirando cómo las hojas diminutas se desrizaban sobre la superficie del agua. Y no se atrevía a beber el preciado líquido.

Se va a enfriar dijo Wang Lung.

– Cierto, cierto, repuso el viejo, alarmado.

Comenzó a tragar el té caliente a grandes sorbos, con una satisfacción animal, lo mismo que un niño fascinado por la comida. Pero no se abstrajo tanto que no viera a Wang Lung echar temerariamente el agua del caldero en una honda tina de madera. Levanto la cabeza y contempló a su hijo.

– Aquí hay agua suficiente para hacer madurar una cosecha dijo de repente.

Wang Lung continuó echando el agua hasta la última gota y no contesto.

– ¡Vaya, vaya! gritó el padre.

– No me he lavado el cuerpo, todo de una vez, desde el Año Nuevo dijo Wang Lung en voz baja.

Le daba vergüenza decirle a su padre que deseaba estar limpio para que la mujer pudiese verle. Cogió la tina de madera y se la llevó a su cuarto. La puerta, ligeramente afianzada en un torcido marco de madera, no se cerró herméticamente, y el viejo entró bamboleándose en el cuarto central, acercó la boca al espacio abierto y chillo:

– ¡Mala cosa si acostumbramos a la mujer así: té en el agua matinal y todos estos lavajes!

– Un día es un día -gritó Wang Lung. Y añadió: Cuando termine, echaré el agua en la tierra y así no se habrá desperdiciado todo.

El viejo se calló al oír esto, y Wang Lung, desabrochándose el cinturón, se quitó las ropas. A la luz del foco cuadrado que penetraba por el agujero de la pared, empapó una toalla en el agua humeante y comenzó a frotarse vigorosamente el cuerpo oscuro y delgado. A pesar de que el aire le había parecido tibio, al estar mojado sentía frío y se movía con rapidez, metiendo y sacando la toalla del agua hasta que de todo el cuerpo se escapó una leve nube de vapor. Entonces se dirigió a un arca que había sido de su madre y sacó de ella un traje limpio de algodón azul. Tal vez sentiría un poco de fresco sin sus ropas de invierno, pero súbitamente se daba cuenta de que no podría sufrirlas ahora, sobre su carne limpia. Aquellas ropas estaban rotas, sucias, y la entretela asomaba por los agujeros mugrienta y gris. No quería que la mujer le viese así por primera vez. Más tarde tendría que lavar, que remendar, pero no el primer día. Sobre los pantalones de algodón azul se echó una túnica larga confeccionada con el mismo material, su sola túnica larga, que usaba únicamente en los días de fiesta, o sea diez o doce veces al año. Luego, con dedos ágiles, deshizo la larga trenza de cabello que le colgaba a la espalda y comenzó a peinarla con un peine que cogió del cajón de una pequeña mesa vacilante.