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Entonces, Wang Lung volvióse y se encaró con la mujer por primera vez. Tenía un rostro cuadrado y franco, la nariz corta, ancha, con las fosas nasales grandes y oscuras; la boca dilatada y semejante a una incisión. Los ojos, pequeños, de un negro sin brillo, tenían una tristeza velada, no expresada claramente. Producía aquel rostro una impresión de hermetismo y silencio, como si no pudiera hablar aunque quisiese.

La mujer soportó la mirada de Wang Lung con paciencia, sin mostrarse confusa ni, a su vez, curiosa. Esperó simplemente a que él la hubiera mirado.

Y Wang Lung pudo comprobar que, en efecto, no era bonito aquel rostro moreno, vulgar y paciente. Pero en la piel oscura no había señales de viruelas, ni tenía la boca un labio partido. Advirtió luego que la mujer llevaba puestos sus pendientes, los pendientes con un baño de oro que él le había comprado, y los anillos. Se volvió con una secreta satisfacción. ¡Bien, ya tenía mujer!

– Ahí están ese cofre y ese cesto -le dijo rudamente.

Ella se inclinó en silencio, cogió el cofre por un extremo y se lo cargó a la espalda, tambaleándose bajo su peso al tratar de incorporarse. Wang Lung, que la miraba, exclamó de pronto:

– Yo cogeré el cofre. Toma el cesto.

Y cargó el cofre sobre su propia espalda, sin cuidarse de que llevaba puesta su mejor túnica, mientras la mujer, siempre silenciosa, cogía el asa del cesto.

Pensando en las cien estancias que debían atravesar y en su figura absurda bajo aquella carga, Wang Lung dijo:

– Si hubiera alguna salida lateral…

La mujer asintió, tras unos instantes de meditación, como si no hubiera entendido de pronto las palabras de Wang Lung. Luego le condujo a un patio pequeño, adonde se iba poco, lleno de hierbas y con un estanque cegado; allí, bajo las ramas de un pino inclinado, había una puerta vieja y redonda. Levantó la aldaba, abrió la puerta y se encontraron en la calle.

Una o dos veces, Wang Lung volvióse para mirar a la mujer, cuyos grandes pies la conducían tras él firme y segura como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Su rostro conservaba su impenetrabilidad característica.

Al llegar a la puerta de la muralla, Wang Lung se detuvo, irresoluto. Con una mano sostenía el cofre sobre los hombros y con la otra comenzó a tantear en su cinturón, buscando las monedas que le habían quedado. Sacó dos peniques y compró seis melocotoncitos verdes.

– Para ti -le dijo a la mujer con aspereza-. Cómetelos.

Como una niña, ella alargó la mano ansiosamente y los cogió, apretándolos en silencio. Cuando Wang Lung volvió a mirarla, mientras bordeaban un campo de trigo, vio que mordisqueaba uno de los melocotones, lenta, cautamente, y en cuanto advirtió que era observada, lo escondió de nuevo en la mano y mantuvo las mandíbulas en perfecta inmovilidad.

Y así anduvieron hasta que llegaron al campo del Oeste, donde se hallaba el templo a la tierra. Este templo era un edificio pequeño, no más alto que los hombros de un individuo; estaba construido de ladrillos grises y tenía el techo embaldosado. El abuelo de Wang Lung, que cultivó los campos donde ahora Wang Lung pasaba la vida, había edificado aquel templo, llevando los ladrillos, desde la ciudad, en una carretilla. Exteriormente, las paredes estaban cubiertas con yeso sobre el que un artista de pueblo, contratado para el caso, había pintado un paisaje de colinas y bambúes. Pero la lluvia que había caído durante generaciones esfumó el paisaje, y ya no quedaba de él más que los bambúes, reducidos a sombras con apariencia de plumas. Las colinas habían desaparecido casi por completo.

Dentro del templo, bien acomodadas bajo el techo, se encontraban dos figuras pequeñas y solemnes, hechas de tierra, de la tierra que circundaba el templo. Estas figuras representaban al propio dios y su compañera, y estaban vestidas con unas túnicas de papel rojo dorado. El dios ostentaba un bigote escaso y caído, de cabello auténtico. Cada año, por Año Nuevo, el padre de Wang Lung compraba hojas de papel rojo y, cuidadosamente, cortaba y pegaba un traje nuevo para la pareja. Y cada año, la lluvia, la nieve, el sol, se los estropeaban.

Actualmente, sin embargo, los trajes estaban en buen estado, ya que el año era joven aún, y Wang Lung se sintió satisfecho de su elegancia. Cogió el cesto de manos de la mujer y buscó, bajo la carne de cerdo, los dos bastones de incienso que había comprado. Sentía cierta inquietud, miedo de que se hubieran roto, lo cual sería de mal augurio. Pero estaban enteros, y cuando los encontró los puso, uno junto a otro, entre la ceniza de otros bastones de incienso amontonados ante los dioses, pues todo el vecindario reverenciaba a las dos figurillas de tierra. Luego, cogiendo su hierro y pedernal, y sirviéndose de una hoja seca como mecha, prendió una llama y encendió el incienso.

Hombre y mujer permanecían juntos ante los dioses de sus campos. Miraba la mujer cómo los extremos del incienso se volvían rojos, y luego grises; cuando la ceniza fue formando una cabeza, se acercó y, con el dedo, la hizo caer. En seguida, como asustada de lo que había hecho, dirigió a Wang Lung una rápida mirada, con sus ojos inexpresivos. Pero había algo en el gesto de la mujer que a Wang Lung le fue grato. Era como si considerase que el incienso les pertenecía a los dos; era un gesto matrimonial.

Y así permanecieron, uno al lado del otro, mirando cómo los bastones se convertían en ceniza, hasta que, al advertir que el sol declinaba ya, Wang Lung se echó el cofre al hombro y tomó el camino de la casa.

El viejo estaba a la puerta, tomando los últimos rayos del sol. No hizo el menor movimiento al ver acercarse a Wang Lung con su mujer, pues hubiera sido impropio descender a notar su presencia. En lugar de esto, aparentó un gran interés en las nubes y exclamó:

– Ese nubarrón que cuelga sobre el cuerno izquierdo de la luna creciente anuncia lluvia. No pasará de mañana sin que llueva.

Y al ver que Wang Lung cogía el cesto que llevaba la mujer, exclamó:

– ¿Has gastado dinero?

– Habrá invitados esta noche -dijo Wang Lung brevemente, y, dejando el cesto sobre la mesa, llevó el cofre al cuarto donde él dormía y lo puso en el suelo, junto al cofre dentro del que guardaba su propia ropa, y se lo quedó mirando con extrañeza. Pero el viejo se acercó a la puerta y gritó:

– ¡No se hace más que gastar dinero en esta casa!

Íntimamente, estaba contento de que su hijo tuviera invitados, pero, delante de su nuera, no quería dejar escapar la ocasión de quejarse, pues no era cosa de acostumbrarla al derroche.

Wang Lung no contestó. Fue en busca del cesto y lo llevó a la cocina, adonde la mujer le siguió, y, sacando los comestibles pieza por pieza, los colocó en el borde del fogón apagado y dijo a la mujer:

– Aquí hay cerdo, buey y pescado. Seremos siete a comer. ¿Sabes cocinar?

Mientras hablaba, evitaba mirar a la mujer, lo cual no hubiera sido decoroso. Ella contestó, con voz llana:

– Estuve en la cocina, de esclava, desde que entré en la Casa de Hwang. Y se guisaban carnes para todas las comidas.

Wang Lung movió la cabeza y salió de la cocina. Ya no volvió a ver a la mujer hasta que llegaron los invitados: su tío, jovial, socarrón y hambriento; el hijo de su tío, un muchacho de quince años, muy descarado, y los labradores, torpes, cohibidos y sonriendo con timidez. Dos de ellos eran hombres del pueblo con los que a veces, en tiempos de cosecha, Wang Lung permutaba semillas y labor. El otro era su vecino Ching, un hombre pequeño, quieto, que no hablaba como no le obligasen a ello.

Cuando estuvieron instalados en el cuarto central, titubeantes y sin prisa en tomar asiento, por educación, Wang Lung entró en la cocina y ordenó a la mujer que sirviera. Y se sintió halagado cuando ella le dijo:

– Te pasaré los platos si quieres colocarlos tú en la mesa. No me gusta aparecer ante los hombres.