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El segundo mensaje había sido remitido una hora después por el general Samsonov, comandante del II Ejército ruso. Ordenó que los XIII y el XV Cuerpos rusos fueran tras el XX Cuerpo alemán, que él creía que estaba en retirada.

– ¡Esto es asombroso! – exclamó Ludendorff -. ¿Cómo hemos conseguido esta información? – Parecía sospechar algo, como si Von Ulrich pudiera haberlo traicionado. Walter tenía la sensación de que su superior desconfiaba de él como miembro de la rancia aristocracia militar -. ¿Conocemos sus códigos? – exigió saber Ludendorff.

– No usan códigos – respondió Walter.

– ¿Envían las órdenes decodificadas? ¡Por el amor de Dios!, ¿por qué?

– Los soldados rusos no tienen la formación suficiente como para saber utilizar los códigos – explicó Walter -. Los informes de nuestro servicio secreto de preguerra indicaban que apenas están lo bastante formados como para saber utilizar los transmisores de telégrafo.

– Y, entonces, ¿por qué no usan los teléfonos de campaña? Una llamada de teléfono no puede ser interceptada.

– Seguramente se habrán quedado sin cable telefónico.

Ludendorff tenía la barbilla prominente y las comisuras de la boca hacia abajo; siempre parecía como si tuviera el gesto torcido con agresividad.

– Esto no será una trampa, ¿verdad?

Walter negó con la cabeza.

– La simple idea resulta inconcebible, señor. Los rusos apenas son capaces de organizar las comunicaciones más corrientes. El uso de falsos telegramas para engañar al enemigo es una posibilidad tan remota como la de que el hombre vaya a la Luna.

Ludendorff agachó la cabeza, que empezaba a ralear, sobre el mapa de la mesa que tenía delante. Era un trabajador incansable, aunque a menudo se sentía afligido por terribles dudas, y Walter se preguntó si se sentiría forzado a actuar por miedo al fracaso. Ludendorff puso un dedo en el mapa.

– El XIII y el XV Cuerpos de Samsonov desde el centro de la línea rusa – señaló -. Si avanzan…

Walter entendió de inmediato lo que estaba pensando Ludendorff: los rusos caerían en una «trampa sobre»; acabarían rodeados por tres flancos.

– A nuestra derecha tenemos a Von François y su I Cuerpo – prosiguió Ludendorff -. En el centro, a Scholtz y el XX Cuerpo, que se han replegado pero no están en retirada, al contrario de lo que creen los rusos, por lo visto. Y, a nuestra izquierda, aunque a cincuenta kilómetros al norte, tenemos a Mackensen y el XVII Cuerpo. Mackensen vigila el brazo septentrional de la tenaza rusa, pero si esos rusos se dirigen al lugar que no es, tal vez podamos ignorarlos, por el momento, y hacer que Mackensen vire hacia el sur.

– Una maniobra clásica – comentó Walter.

Era sencilla, pero a él no se le había ocurrido hasta que Ludendorff lo había señalado. Esa era la razón, pensó con admiración, de que Ludendorff fuera adjunto del jefe del Estado Mayor.

– Pero solo funcionará si Rennenkampf y el I Ejército ruso siguen avanzando en la dirección inadecuada – sentenció el general.

– Ya ha visto los telegramas interceptados, señor. Las órdenes rusas ya se han enviado al frente.

– Esperemos que Rennenkampf no cambie de opinión.

El batallón de Grigori no tenía comida, pero les había llegado una carretada de palas para que pudieran cavar una trinchera. Los hombres cavaban por turnos, relevándose cada media hora, así que no tardaron mucho en terminar. El resultado no quedó muy pulido, pero serviría.

Más temprano, ese mismo día, Grigori, Isaak y sus camaradas se habían topado con una posición alemana abandonada, y Grigori se había fijado en que sus trincheras describían una especie de zigzag a intervalos regulares, motivo por el cual no se podía ver bien a lo largo. El teniente segundo Tomchak dijo que el zigzag se llamaba través, pero que no sabía para qué servía. No ordenó a sus hombres que copiaran el diseño germano. Pero Grigori estaba seguro de que debía de tener alguna finalidad.

Grigori todavía no había disparado su fusil. Había escuchado tiroteos, fusiles, ametralladoras y fuego de artillería, y su unidad había tomado una parte importante del territorio alemán, pero, hasta el momento, no había disparado a nadie y nadie le había disparado a él. Adondequiera que llegaba el XIII Cuerpo, descubría que los alemanes acababan de marcharse.

Aquello no tenía ninguna lógica. Grigori empezaba a darse cuenta de que todo en la guerra resultaba confuso. Nadie estaba muy seguro de dónde se encontraban o de dónde se hallaba el enemigo. Habían muerto dos hombres del pelotón de Grigori, pero no a manos de los alemanes: uno se había pegado un tiro por accidente en el muslo con su propio fusil y se había desangrado hasta morir increíblemente rápido, y el otro había sido arrollado por un caballo desbocado y no había recuperado el conocimiento.

Llevaban días sin ver un carromato de cocina. Habían terminado con las raciones de emergencia e incluso se había acabado el «pan duro». Ninguno de ellos había comido nada desde la mañana del día anterior. Después de cavar la trinchera, se durmieron con hambre. Por suerte era verano, así que al menos no pasaron frío.

El tiroteo empezó al amanecer del día siguiente.

Se inició a cierta distancia hacia la izquierda de Grigori, aunque él veía las nubes de metralla estallando en lo alto y la tierra que se levantaba como en una erupción cuando los proyectiles impactaban contra ella. Sabía que debía de haber estado asustado, pero no lo estaba. Sentía hambre, sed, cansancio, dolor y aburrimiento, pero no miedo. Se preguntó si los alemanes se sentirían igual.

Se oyeron fuertes cañonazos a su derecha, a unos cuantos kilómetros al norte, pero donde estaban ellos permanecía todo en silencio.

– Como el ojo del huracán – sentenció David, el vendedor de cubos judío.

No tardaron en llegar las órdenes de avanzar. Agotados, salieron de la trinchera y empezaron a caminar.

– Supongo que deberíamos estar agradecidos – dijo Grigori.

– ¿Por qué? – preguntó Isaak.

– Marchar es mejor que luchar. Nos han salido ampollas, pero seguimos vivos.

Por la tarde se acercaban a la ciudad que el teniente segundo Tomchak les había dicho que se llamaba Allenstein. Se dispusieron en formación de marcha a la entrada de la población y así llegaron al centro.

Para su asombro, Allenstein estaba llena de ciudadanos alemanes bien vestidos, encargándose de sus quehaceres normales de un jueves por la tarde: enviando cartas y comprando alimentos, paseando a sus bebés en los cochecitos. La unidad de Grigori se detuvo en un pequeño parque donde los hombres se sentaron a la sombra de unos árboles altos. Tomchak entró a una barbería que había por allí cerca y salió afeitado y con el pelo cortado. Isaak fue a comprar vodka, pero regresó contando que el ejército había puesto unos carteles en el exterior de todas las bodegas donde daban la orden de prohibir la entrada a los soldados.

Al final, llegó un carromato tirado por un caballo con un barril de agua fresca. Los hombres hicieron cola para llenar sus cantimploras. A medida que la tarde refrescaba y se acercaba la noche, fueron llegando más carros cargados con barras de pan, compradas o requisadas en las panaderías de la ciudad. Cayó la noche y durmieron bajo los árboles.

Al amanecer no hubo desayuno. Dejando un batallón atrás para mantener la posición en la ciudad, Grigori y los demás hombres del XIII Cuerpo recibieron la orden de abandonar Allenstein, en dirección sudoeste por el camino hacia Tannenberg.