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Aunque no había visto acción, Grigori apreció un cambio de humor entre los oficiales. Recorrían la línea de arriba abajo al galope y se consultaban entre ellos apiñándose en grupitos y preocupados. Levantaban la voz al discutir: un comandante señalaba hacia un punto y un capitán hacía gestos en la dirección opuesta. Grigori seguía oyendo el estallido de la artillería pesada al norte y al sur, aunque parecía que se dirigía hacia el este mientras que el XIII Cuerpo avanzaba hacia el oeste.

– ¿De quién es el fuego que se oye? – preguntó el sargento Gávrik -. ¿Nuestro o de ellos? ¿Y por qué se dirige hacia el este si nosotros vamos hacia el oeste? – El hecho de que no usara ninguna blasfemia hizo pensar a Grigori que estaba seriamente inquieto.

A unos pocos kilómetros de la salida de Allenstein, dejaron un batallón para vigilar la retaguardia, lo que sorprendió a Grigori, ya que él suponía que el enemigo iba por delante, no por detrás de ellos. Pensó, con el gesto torcido, que el XIII Cuerpo no daba abasto.

Alrededor del mediodía, su batallón se separó del de la marcha principal. Mientras sus camaradas siguieron en dirección sudoeste, a ellos los dirigieron hacia el sudeste, por un ancho sendero que cruzaba un bosque.

Allí, por fin, Grigori se topó con el enemigo.

Se detuvieron a descansar junto a un arroyo, y los hombres llenaron sus cantimploras. Grigori se metió entre los árboles para responder a una llamada de la naturaleza. Estaba de pie, oculto tras el grueso tronco de un pino, cuando oyó un ruido a su izquierda y se quedó atónito al ver, a un par de metros de distancia, a un oficial alemán, con su casco acabado en punta y todo, a lomos de un hermoso caballo negro. El alemán estaba mirando por un telescopio hacia el lugar donde se había detenido el batallón. Grigori se preguntó qué estaría mirando: el hombre no podría ver mucho a través de los árboles. Tal vez intentaba imaginar si los uniformes eran rusos o alemanes. Estaba sentado con la quietud de una estatua de la plaza de San Petersburgo, pero su caballo no estaba tan quieto, y se movía y repetía el ruido que había puesto en alerta a Grigori.

El joven se abrochó con cuidado la bragueta, agarró su fusil y se retiró caminando de espaldas, manteniendo siempre el árbol entre el alemán y él.

De pronto, el hombre se movió. Grigori sufrió un instante de pavor pues creía que lo habían visto; pero el alemán hizo un experto viraje con el caballo y se dirigió hacia el oeste al trote.

Grigori regresó corriendo junto al sargento Gávrik.

– ¡He visto un alemán! – dijo.

– ¿Dónde?

Grigori señaló con el dedo.

– Por allí… yo estaba meando.

– ¿Estás seguro de que era un alemán?

– Llevaba un casco acabado en punta.

– ¿Qué estaba haciendo?

– Estaba sentado sobre su caballo, mirando por un telescopio.

– ¡Era de la unidad de reconocimiento! – exclamó Gávrik -. ¿Le has disparado?

Fue en ese momento cuando Grigori recordó que se suponía que debía matar soldados alemanes, no huir de ellos.

– Se me ocurrió que tenía que venir a contárselo – respondió, apocado.

– ¡Eres un maldito cagado! ¿Para qué crees que te hemos dado un arma, imbécil? – gritó Gávrik.

Grigori miró el fusil cargado que llevaba en las manos, con su bayoneta de aspecto amenazante. Claro que debería de haber disparado. ¿En qué estaría pensando?

– Lo siento – dijo.

– Ahora que lo has dejado escapar, ¡el enemigo sabrá dónde estamos!

Grigori se sentía humillado. Durante su formación como reservista jamás habían hablado de esa situación, aunque debería haber sido capaz de imaginársela.

– ¿En qué dirección se ha ido? – exigió saber Gávrik.

Al menos, Grigori sí podía responder a eso.

– Hacia el oeste.

Gávrik se volvió y se dirigió a toda prisa hacia el teniente segundo Tomchak, que estaba apoyado contra un árbol, fumando. Unos minutos después, Tomchak tiró el cigarrillo y se dirigió hacia el comandante Bobrov, un atractivo oficial de más edad y melena canosa.

Después de aquello, todo sucedió muy deprisa. No tenían artillería, pero la sección de ametralladoras descargó sus armas de los carros. Los seiscientos hombres del batallón fueron distribuidos en una línea irregular que iba de norte a sur y que cubría una extensión de novecientos metros. Escogieron un par de hombres para ir por delante. A continuación, los demás avanzaron lentamente hacia el oeste, en dirección a la puesta de sol, agachados entre la maleza.

Pasados unos minutos, empezaron a caer los proyectiles. Producían una especie de chillido al cruzar el aire, luego impactaban contra la cúpula del bosque para acabar aterrizando en el suelo a unos metros por detrás de Grigori y explotaban con una ruidosa deflagración que sacudía la tierra.

– Ese soldado de reconocimiento les ha dado nuestra posición y el alcance de tiro – dijo Tomchak -. Disparan al lugar donde estábamos. Menos mal que nos hemos movido.

Pero los alemanes también sacaban sus conclusiones y, al parecer, se dieron cuenta de su error, porque el siguiente proyectil cayó justo enfrente de la trayectoria en la que avanzaban los rusos.

Los hombres que rodeaban a Grigori estaban con los nervios de punta. Miraban a su alrededor constantemente, sostenían el fusil en alto, listo para disparar, y se insultaban a la menor provocación. David no dejaba de mirar al cielo como si hubiera podido ver cómo caía el proyectil y agacharse para esquivarlo. Isaak tenía una expresión agresiva, como la que ponía en el campo de fútbol cuando el equipo contrario empezaba a jugar sucio. Grigori descubrió que la certeza de que alguien estaba haciendo todo lo posible por matarte resultaba terriblemente angustiante. Se sentía como si le hubieran dado una malísima noticia pero no pudiera recordar cuál. Tenía la alocada fantasía de cavar un agujero en el suelo y esconderse dentro.

Se preguntó qué verían los francotiradores enemigos. ¿Había un vigilante apostado en una colina o batiendo el bosque con un par de potentes binoculares alemanes? No se veía a ningún otro hombre en el bosque, aunque tal vez hubiera seiscientos agrupados moviéndose entre los árboles.

Alguien había decidido que el alcance de tiro era el adecuado, porque durante los segundos que siguieron impactaron varios proyectiles en ese punto, y algunos dieron en el blanco. Se producían explosiones ensordecedoras a ambos lados de Grigori; surtidores de tierra se elevaban en el aire, los hombres gritaban y salían volando partes de cuerpos desmembrados. Grigori temblaba, aterrorizado. No se podía hacer nada, no había forma de protegerse: todo dependía de que te alcanzara un proyectil o no te alcanzara. Apretó el paso, como si ir más deprisa pudiera ayudar. Los demás hombres debían de haber pensado lo mismo, porque, sin orden previa, todos empezaron a avanzar a paso ligero.

Grigori agarró su fusil con las manos sudorosas e intentó no dejarse llevar por el miedo. Cayeron más proyectiles, por delante y por detrás de él, a derecha e izquierda. Corrió más deprisa.

El fuego de artillería se intensificó de tal manera que ya no era capaz de distinguir los proyectiles por separado: no había más que un ruido continuo como de un centenar de trenes expresos. Luego fue como si el batallón penetrase en la zona de tiro de los francotiradores, porque los impactos empezaron a producirse detrás de ellos. Pronto, la lluvia de proyectiles fue disminuyendo. Pasados unos minutos, Grigori se dio cuenta del porqué. Delante de él apareció una ametralladora y entendió, angustiado y aterrorizado, que estaba cerca de la línea enemiga.

Ráfagas de ametralladora barrían el bosque, desgarrando el follaje y astillando los pinos. Grigori escuchó una explosión a su lado y vio caer a Tomchak. Se arrodilló junto al teniente segundo, y vio la sangre en su cara y en la pechera de la guerrera. Con horror, observó que uno de sus ojos había quedado destrozado. Tomchak intentó moverse, pero entonces chilló de dolor. Grigori se preguntó en voz alta: «¿Qué hago? ¿Qué hago?». Podría haber vendado una herida en la piel, pero ¿cómo podía ayudar a un hombre al que habían disparado en el ojo?