Выбрать главу

El llanto de una mujer despertó a Fitz.

Al principio pensó que era Bea. Luego recordó que su mujer estaba en Londres y que él se encontraba en París. La chica tendida en la cama junto a él no era una princesa embarazada de veintitrés años, sino una camarera francesa de diecinueve con cara de ángel.

Se incorporó apoyándose en un codo y la miró. Tenía unas pestañas rubias que reposaban sobre sus mejillas como mariposas sobre pétalos. En ese momento estaban húmedas por las lágrimas.

– J’ai peur – dijo gimoteando -. Tengo miedo.

Él le acarició el pelo.

– Calme-toi – le dijo -. Tranquilízate. – Había aprendido más francés con mujeres como Gini que en el colegio.

Gini era el diminutivo de Ginette, pero aun así sonaba a nombre inventado. Seguramente la habían bautizado con un apelativo tan prosaico como Françoise.

Era una mañana agradable, una brisa cálida entró soplando por la ventana abierta de la habitación de Gini. Fitz no oyó disparos, ni las pisadas de las botas militares marchando en formación sobre los adoquines.

– París todavía no ha caído – dijo él murmurando con un tono que pretendía calmarla.

Pero la afirmación no cumplió su cometido, pues intensificó el llanto.

Fitz se miró el reloj de pulsera. Eran las ocho y media. Tenía que estar de regreso en el hotel a las diez sin falta.

– Si llegan los alemanes, ¿me protegerás? – preguntó Gini.

– Por supuesto, chérie – respondió, intentando soslayar una ligera sensación de culpabilidad. Lo habría hecho de haber podido, pero ella no era lo más prioritario en su vida.

– ¿Llegarán? – preguntó ella con un hilillo de voz.

Fitz deseó poder saberlo. El ejército alemán doblaba en número la cifra que había predicho el servicio secreto francés. Había irrumpido como un torbellino en el noreste de Francia y había ganado todas las batallas. En ese momento, la avalancha había alcanzado una línea que se encontraba al norte de París, aunque Fitz no sabría a qué distancia exacta hasta pasadas un par de horas.

– Algunos dicen que nadie defenderá la ciudad – balbució Gini entre sollozos -. ¿Es verdad?

Fitz tampoco conocía ese dato. Si París resistía, sería destrozada por la artillería alemana. Sus magníficos edificios quedarían en ruinas, sus amplios bulevares, llenos de cráteres, sus bistros y boutiques, reducidos a escombros. Resultaba tentador imaginar que la ciudad se entregaría y se libraría de todo eso.

– Podría ser mejor para ti – dijo a Gini con falso entusiasmo -. Te acostarás con un gordo general prusiano que te llamará Liebling.

– No quiero a ningún prusiano. – Su voz quedó convertida en un susurro -. Te quiero a ti.

Y él pensó que tal vez fuera cierto, o que, tal vez, solo lo veía como su billete para huir de allí. Todo el que podía estaba abandonando la ciudad, pero no era fácil. La mayoría de los coches particulares habían sido requisados por el ejército. Con los trenes ocurría lo mismo sin previo aviso, y los pasajeros civiles quedaban tirados en medio de la nada. Un taxi hasta Burdeos costaba mil quinientos francos, el precio de una casa pequeña.

– Puede que no ocurra – le dijo Fitz -. A estas alturas, los alemanes deben de estar agotados. Llevan un mes de marcha y lucha continuadas. No pueden mantener el mismo ritmo eternamente.

Creía solo a medias en lo que decía. Los franceses habían luchado con denuedo en la retaguardia. Los soldados estaban exhaustos, muertos de hambre y desmoralizados, pero pocos habían sido hechos prisioneros y no habían perdido más que un puñado de armas. El imperturbable comandante en jefe, el general Joffre, había mantenido las fuerzas aliadas unidas y se había retirado a una línea del frente al sudeste de París, donde estaba reagrupando a las tropas. Además, había despedido sin ningún tipo de miramientos a los oficiales profesionales franceses que sencillamente no daban la talla: dos comandantes del ejército, siete comandantes de diversos cuerpos y docenas de otros rangos a los que había echado sin piedad.

Los alemanes no eran conscientes de ello. Fitz había leído mensajes decodificados de los que se podía deducir que los germanos se sentían exageradamente seguros. De hecho, el alto mando alemán había ordenado la retirada de tropas de Francia y las había enviado como refuerzo a Prusia Oriental. Fitz creía que eso podía ser un error. Los franceses todavía no habían terminado.

No estaba muy seguro de los movimientos de los ingleses.

La Fuerza Expedicionaria Británica era un grupo reducido: cinco divisiones y media, en comparación con las setenta divisiones francesas ya en el frente. Habían luchado con valentía en Mons, lo que llenaba a Fitz de orgullo; pero en cinco días habían perdido a quince mil de sus cien mil hombres y se habían batido en retirada.

Los Fusileros Galeses formaban parte de la fuerza británica, pero Fitz no estaba con ellos. Al principio le decepcionó que lo destinaran a París como oficial de enlace: anhelaba combatir con su regimiento. Estaba seguro de que los generales lo trataban como a un aficionado que había sido enviado a otro lugar para que no pudiera perjudicar mucho al conjunto. Sin embargo, él conocía París y hablaba francés, así que no se podía negar que estaba muy bien cualificado.

Al final resultó que su cometido era más importante de lo que había imaginado. Las relaciones entre los altos mandos franceses y sus homólogos británicos estaban peligrosamente deterioradas. La Fuerza Expedicionaria Británica estaba dirigida por un maniático demasiado susceptible cuyo nombre, ligeramente confuso, era sir John French. En un momento bastante inicial de la contienda, se sintió ofendido por lo que él consideró una falta de consulta por parte del general Joffre, y se enfurruñó. Fitz se esforzaba por mantener un flujo constante de información general y secreta entre los dos comandantes aliados pese a la atmósfera de hostilidad.

Todo esto resultaba embarazoso y un tanto vergonzoso, y Fitz, como representante de los ingleses, se sentía mortificado por el desdén mal disimulado de los oficiales franceses. Sin embargo, la situación había empeorado sobremanera hacía cuestión de una semana. Sir John había dicho a Joffre que sus hombres necesitaban dos jornadas de descanso. Al día siguiente cambió su petición y la aumentó a diez días. Los franceses se quedaron horrorizados, y Fitz se sintió profundamente avergonzado de su propio país.

Había mantenido una acalorada discusión con el coronel Hervey, un adulador asesor de sir John, pero sus quejas encontraron por toda respuesta la indignación y la negación. Al final, Fitz habló por teléfono con lord Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra. Habían sido compañeros en Eton, y Remarc era uno de los chismosos amigos de Maud. Fitz no se sintió bien al actuar a espaldas de sus oficiales superiores de aquel modo, pero la lucha por París pendía de un hilo tan fino que creyó que debía tomar cartas en el asunto. Había aprendido que el patriotismo no era algo sencillo.

El resultado de sus quejas fue explosivo. El primer ministro Asquith envió al nuevo ministro de Guerra, lord Kitchener, a toda prisa a París, y el jefe de sir John le echó la bronca el día antes. Fitz tenía grandes esperanzas de ser sustituido en breve. Si eso no sucedía, al menos saldría de golpe del letargo en que se encontraba.

No tardaría en descubrirlo.

Volvió la espalda a Gini y apoyó los pies en el suelo.

– ¿Te vas? – preguntó ella.

Él se levantó.

– Tengo trabajo pendiente.

Ella se retiró la sábana de una patada. Fitz contempló sus senos perfectos. Gini captó su mirada, sonrió a pesar de las lágrimas y separó las piernas de forma provocativa.

Él resistió la tentación.

– Prepara café, chérie – dijo.

La chica se puso un batín de seda de color verde claro y calentó agua mientras Fitz se vestía. La noche anterior había cenado en la embajada británica con el uniforme de gala de su regimiento, pero, después de la cena, había cambiado la guerrera militar de color escarlata, que habría levantado demasiadas sospechas, por un chaqué corto para visitar los bajos fondos.