Ella le sirvió un café bastante cargado en una gran taza del tamaño de un cuenco.
– Te esperaré esta noche en el Albert’s Club – dijo ella.
Los clubes nocturnos estaban oficialmente cerrados, al igual que los cines y los teatros. Incluso el Folies Bergère estaba a oscuras. Las cafeterías cerraban a las ocho y los restaurantes, a las nueve y media. Sin embargo, no era tan fácil echar el cierre a la vida nocturna de una gran ciudad, y personalidades empresariales como Albert no habían tardado en abrir garitos clandestinos donde podían vender champán a precios abusivos.
– Intentaré estar allí a medianoche – aseguró él.
El café era amargo, pero acabó con los últimos rastros de la somnolencia que sentía. Dio a Gini un soberano de oro británico. Era un pago generoso por una noche y, en aquella época, el dorado metal era mucho más preciado que los billetes.
Cuando él le dio un beso de despedida, ella se le abrazó con fuerza.
– Te presentarás allí esta noche, ¿verdad? – preguntó.
Él sintió lástima por la chica. Su mundo se venía abajo y ella no sabía qué hacer. A Fitz le habría gustado cobijarla bajo su ala y prometerle que la protegería, pero era imposible. Tenía una esposa embarazada y, si Bea se disgustaba, podía perder el bebé. Aunque hubiera sido un hombre soltero, cargar con una fulana francesa lo hubiera convertido en un hazmerreír. En cualquier caso, Gini no era más que una entre un millón. Todo el mundo tenía miedo, salvo los que estaban muertos.
– Haré lo que pueda – respondió y se zafó del abrazo.
Su Cadillac azul estaba aparcado en la acera. Llevaba una pequeña bandera británica ondeando en el capó. Quedaban pocos coches particulares en las calles, y la mayoría llevaba un banderín, normalmente, una insignia tricolor o una de la Cruz Roja, como prueba de que se utilizaban para cometidos de guerra esenciales.
El conseguir que el coche llegase hasta allí desde Londres había costado a Fitz el uso indiscriminado de sus contactos y una pequeña fortuna en sobornos, pero estaba contento de haberse tomado tantas molestias. Necesitaba desplazarse a diario entre los cuarteles generales británicos y franceses, y era un alivio no tener que suplicar para que le prestasen un coche o un caballo a los ejércitos que ya de por sí se veían en apuros.
Presionó el mando de encendido automático, el motor empezó a girar e hizo ignición. Las calles estaban prácticamente desiertas de vehículos. Incluso los autobuses habían sido requisados para servir al ejército en el frente. Tuvo que detenerse por un enorme rebaño de ovejas que cruzaba la ciudad, supuestamente de camino a la Gare de l’Est, para ser enviadas por tren como carne para las tropas.
Le intrigó ver a un pequeño grupo de gente reunida alrededor de un cartel recién pegado en la fachada del Palais Bourbon. Estacionó el coche y se unió a las personas que estaban leyéndolo.
EJÉRCITO DE PARÍS
CIUDADANOS DE PARÍS
Fitz dirigió la vista al final del bando y vio que estaba firmado por el general Galliéni, el gobernador militar de la ciudad. Galliéni, un viejo soldado gruñón, había sido recuperado de la jubilación. Era conocido por celebrar reuniones en las que nadie tenía permiso para sentarse: creía que las personas tomaban decisiones con mayor rapidez de esa forma.
El cuerpo del mensaje rezumaba su característico tono lacónico.
Los miembros del gobierno de la República han abandonado París para dar un nuevo empuje a la defensa nacional.
Fitz estaba consternado. ¡El gobierno había huido! Hacía unos días que se rumoreaba que los ministros se esfumarían para irse a Burdeos, pero los políticos habían tenido ciertas dudas, pues no querían abandonar la capital. Sin embargo, se habían marchado. Era una muy mala señal.
El resto del comunicado tenía un tono desafiante.
Me han encomendado la misión de defender París contra el invasor.
«Así que, al final, París no se entregará – pensó Fitz -. La ciudad luchará. ¡Bien!» Eso era sin duda lo que interesaba a los británicos. Si la capital tenía que caer, que al menos el enemigo pagara cara su conquista.
Debo llevar a cabo esta misión hasta sus últimas consecuencias.
Fitz no pudo evitar sonreír. ¡Que Dios bendijera a los viejos soldados!
Al parecer, las personas que lo rodeaban tenían sentimientos encontrados. Algunos comentarios expresaban admiración. Alguien dijo con satisfacción que Galliéni era un luchador; no permitiría que tomasen París. Otros se mostraban más realistas. «El gobierno nos ha abandonado – dijo una mujer -. Eso significa que los alemanes estarán aquí hoy mismo o mañana.» Un hombre con un maletín comentó que había enviado a su mujer y a sus hijos a la casa que su hermano tenía en el campo. Una elegante dama explicó que tenía treinta kilos de alubias secas almacenados en la despensa de la cocina.
Fitz se limitó a sentir que la contribución británica a la campaña de la contienda, y la parte que él había tomado en la misma, se había vuelto más importante que nunca.
Con una intensa sensación de estar yendo en pos de su destino, condujo hasta el Ritz.
Entró en el vestíbulo de su hotel favorito y fue directo a una cabina de teléfono. Una vez dentro, llamó a la embajada británica y dejó un mensaje para el embajador, en el que le hablaba del comunicado de Galliéni, solo por si la noticia no había llegado todavía a la rue du Faubourg Saint-Honoré.
Al salir de la cabina se topó con el asesor de sir John, el coronel Hervey.
Hervey miró el chaqué de Fitz y dijo:
– ¡Comandante Fitzherbert! ¿Por qué demonios va vestido así?
– Buenos días, coronel – dijo Fitz, sin responder de forma deliberada a la pregunta. Resultaba evidente que había estado fuera toda la noche.
– ¡Son las nueve de la mañana, diantre! ¿Es que no sabe que estamos en guerra?
Esa era otra pregunta que no precisaba respuesta. Fitz contestó con frialdad:
– ¿Puedo hacer algo por usted, señor?
Hervey era un matón que odiaba a todo aquel al que no pudiera intimidar.
– No sea tan insolente, comandante – respondió -. Ya tenemos bastante trabajo tal como están las cosas, para encima tener que aguantar a los malditos visitantes metomentodo de Londres.
Fitz enarcó una ceja.
– Lord Kitchener es el ministro de Guerra.
– Los políticos deberían dejarnos hacer nuestro trabajo. Pero alguien con amigos en las altas esferas ha hecho que se larguen. – Miró a Fitz con recelo, pero no tuvo el valor de decirlo en voz alta.
– No creo que le haya sorprendido que el Ministerio de Guerra esté preocupado – dijo Fitz -. ¡Un descanso de diez días con los alemanes a las puertas!
– ¡Los hombres están agotados!
– En diez días podría haber terminado la guerra. ¿Para qué estamos aquí si no es para salvar París?
– Kitchener se ha llevado a sir John de su cuartel general en un día fundamental para la batalla – bramó Hervey.
– Vi que sir John no tenía mucha prisa por volver con sus tropas – replicó Fitz -. Lo encontré cenando aquí en el Ritz esa misma noche. – Sabía que estaba siendo insolente, pero no podía contenerse.
– ¡Fuera de mi vista! – espetó Hervey.
Fitz dio media vuelta sobre los talones y subió la escalera.
No era tan indiferente como había fingido. Nada lo haría doblegarse ante idiotas como Hervey, aunque para él era importante tener una carrera militar de éxito. Odiaba pensar que la gente pudiera decir que no era un hombre como fue su padre. Hervey no era un personaje muy útil para el ejército porque se pasaba el tiempo promocionando a sus favoritos y desprestigiando a sus enemigos. No obstante, por esa misma razón, podía acabar con las trayectorias de hombres que se concentraban en otros asuntos, como ganar la guerra.