Fitz estuvo rumiándolo mientras se bañaba, se afeitaba y se vestía con el uniforme caqui de comandante de los Fusileros Galeses. Como sabía que era posible que no comiera nada hasta la cena, pidió al servicio de habitaciones una tortilla y más café.
A las diez en punto de la mañana empezaba su jornada laboral, y se quitó de la cabeza al malicioso Hervey. El teniente Murray, un simpático joven escocés, llegó del cuartel general británico, y llevó a la habitación de Fitz el polvo del camino y el informe del reconocimiento aéreo de la mañana.
Fitz no tardó en traducir el documento al francés y lo transcribió con su clara caligrafía cursiva en el papel de carta celeste del Ritz. Todas las mañanas, los aviones británicos sobrevolaban las posiciones alemanas y tomaban nota de la dirección en que se movían las fuerzas enemigas. El cometido de Fitz era transmitir la información lo antes posible al general Galliéni.
Al salir al vestíbulo, el botones principal le avisó de que tenía una llamada telefónica.
La voz que se encontraba al otro lado de la línea dijo:
– Fitz, ¿eres tú? – Se oía lejos y con interferencias, pero, para asombro de Fitz, era, sin lugar a dudas, su hermana, Maud.
– ¿Cómo diantre has conseguido llamar aquí? – preguntó.
Solo el gobierno y los militares podían llamar a París desde Londres.
– Estoy en el despacho de Johnny Remarc, en el Ministerio de Guerra.
– Me alegro de escuchar tu voz – dijo Fitz -. ¿Cómo estás?
– Por aquí todo el mundo está muy preocupado – respondió ella -. Al principio, los periódicos solo publicaban buenas noticias. Solo las personas con ciertos conocimientos de geografía eran conscientes de que después de cada aguerrida victoria francesa, los alemanes avanzaban otros ochenta kilómetros más por territorio francés. Pero el domingo, The Times publicó una edición especial. Qué curioso, ¿no? El periódico de la semana está plagado de mentiras, así que, para decir la verdad, tienen que publicar una edición especial.
Intentaba sonar ocurrente y cínica, pero Fitz se percató del miedo y la rabia subyacentes en sus palabras.
– ¿Qué decía la edición especial?
– Hablaba de nuestro «ejército abatido y en retirada». Asquith está furioso. Ahora, todo el mundo espera que París caiga cualquier día. – El muro que había levantado se resquebrajó, y se mezcló el sollozo con su voz mientras decía -: Fitz, ¿estarás bien?
No podía mentirle.
– No lo sé. El gobierno se ha trasladado a Burdeos. A sir John French le han leído la cartilla, pero sigue aquí.
– Sir John se ha quejado al Ministerio de Guerra de que Kitchener se fue a París con el uniforme de mariscal de campo, y que eso contrariaba las normas de etiqueta, porque ahora es ministro del gobierno y, por tanto, un civil.
– ¡Por el amor de Dios! En un momento como este, ¡y él está pensando en la etiqueta! ¿Por qué no lo han echado?
– Johnny dice que eso sería como admitir un error.
– ¿Y qué parecerá si París cae en manos de los alemanes?
– ¡Oh, Fitz! – Maud empezó a llorar -. ¿Y qué ocurre con el bebé que está esperando Bea… tu hijo?
– ¿Cómo está Bea? – preguntó Fitz, al tiempo que recordaba con sentimiento de culpa dónde había pasado la noche.
Maud se sorbió la nariz y tragó saliva. Con más serenidad, dijo:
– Bea está radiante, y ya no sufre esas agotadoras náuseas matutinas.
– Dile que la echo de menos.
Se produjo una interferencia, y se oyó otra voz por la línea durante unos segundos, luego dejó de oírse. Eso significaba que podían cortarles la llamada en cualquier momento. Cuando Maud volvió a hablar, lo hizo con un tono lastimero.
– Fitz, ¿cuándo terminará?
– Dentro de un par de días – respondió Fitz -. De una forma u otra.
– Por favor, ¡cuídate!
– Por supuesto.
Se cortó la comunicación.
Fitz colgó el teléfono, dio una propina al jefe de mozos y salió a la Place Vendôme.
Se subió al coche y se puso en marcha. Maud lo había disgustado al hablarle del embarazo de Bea. Fitz estaba deseando morir por su país y esperaba hacerlo como un valiente, pero también quería conocer a su bebé. Todavía no había sido padre y estaba ansioso por conocer a su hijo, por verlo aprender y crecer, por ayudarlo a convertirse en un hombre adulto. No quería que su hijo o hija creciera sin un padre.
Cruzó con el coche uno de los puentes del Sena en dirección al complejo de edificios del ejército conocido con el nombre de Les Invalides. Galliéni había establecido su cuartel general en una escuela cercana a la zona llamada Lycée Victor-Duruy, que quedaba oculta tras unos árboles. La entrada estaba celosamente vigilada por centinelas con guerreras de un intenso color azul y pantalones rojos con gorras del mismo color; mucho más elegante que el caqui de tono terroso de los ingleses. Los franceses todavía no se habían dado cuenta de que los avanzados fusiles de precisión eran una señal de que el soldado moderno pretendía confundirse con el paisaje.
Fitz era un viejo conocido de los guardias y entró sin problemas en el recinto. Se trataba de un colegio femenino, con cuadros de mascotas y flores, y verbos en latín conjugados en pizarras que habían sido quitadas del paso. Los fusiles de los centinelas y las botas de los oficiales parecían una ofensa a la amabilidad de lo que allí había sucedido antes.
Fitz fue directamente a la sala de profesores. En cuanto entró, se apercibió de la atmósfera de entusiasmo. En la pared había un gran mapa del centro de Francia en el que las posiciones de los ejércitos se habían marcado con alfileres. Galliéni era alto, delgado y permanecía siempre muy erguido pese al cáncer de próstata que lo había obligado a jubilarse en febrero. En ese momento, de nuevo ataviado de uniforme, miraba con agresividad el mapa a través de sus quevedos.
Fitz saludó y luego, muy al estilo francés, estrechó la mano a su homólogo, el coronel Dupuys, y le preguntó entre susurros qué estaba ocurriendo.
– Estamos intentando localizar a Von Kluck – dijo Dupuys.
Galliéni tenía un escuadrón de nueve aviones antiguos que utilizaba para seguir los movimientos del ejército invasor. El general Von Kluck estaba al mando del I Ejército, la fuerza alemana más próxima a París.
– ¿Qué han conseguido? – preguntó Fitz.
– Dos informes. – Dupuys señaló el mapa -. Nuestro reconocimiento aéreo indica que Von Kluck está avanzando en dirección sudeste, en dirección al río Marne.
Aquello fue una confirmación de la información que habían dado los ingleses. Siguiendo esa trayectoria, el I Ejército se trasladaría hasta el este de París. Y, puesto que Von Kluck estaba al mando del ala derecha alemana, todas sus fuerzas evitarían el paso por la ciudad. ¿Acabaría París librándose de la invasión?
Dupuys prosiguió:
– Y tenemos un informe de un soldado de la patrulla de reconocimiento de la división de caballería que sugiere lo mismo.
Fitz asintió con expresión reflexiva.
– La teoría militar alemana se basa en destruir el ejército enemigo y tomar posesión de las ciudades más adelante.
– Pero ¿es que no lo ve? – preguntó Dupuys de forma exaltada -. ¡Están dejando expuesto su flanco!
Fitz no había pensado en eso. Se había concentrado en el destino de París. En ese momento se dio cuenta de que Dupuys estaba en lo cierto, y de que esa era la razón de tanta euforia. Si el servicio secreto no se equivocaba, Von Kluck había cometido un error militar clásico. El flanco de un ejército era más vulnerable que su cabecera. Un ataque por el flanco era como una puñalada por la espalda.