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¿Por qué había cometido un error así Von Kluck? Debía de creer que la debilidad de los franceses era tal que no podían contraatacar.

En tal caso, estaba equivocado.

Fitz se dirigió al general.

– Creo que esto puede interesarle mucho, señor – dijo, y le pasó el sobre que llevaba encima -. Es nuestro informe del reconocimiento aéreo de esta mañana.

– ¡Ajá! – exclamó Galliéni con entusiasmo.

Fitz se acercó al mapa.

– ¿Me permite, general?

El militar hizo un gesto de asentimiento. Los ingleses no eran populares, pero cualquier información secreta era bienvenida.

Tras consultar el original en inglés, Fitz dijo:

– Los nuestros han situado al ejército de Von Kluck aquí. – Clavó un nuevo alfiler en el mapa -. Y moviéndose en esta dirección. – Aquello confirmaba lo que ya pensaban los franceses.

Durante un instante, los presentes en la sala permanecieron en silencio.

– Entonces es cierto – comentó Dupuys en voz baja -. Han dejado expuesto el flanco.

Al general Galliéni le brillaron los ojos bajo sus quevedos.

– Pues bien – dijo -, es nuestro momento de atacar.

Fitz se puso de un humor terriblemente pesimista a las tres de la madrugada, acostado junto al delgado cuerpo de Gini, cuando terminó el acto sexual con la chica y descubrió que añoraba a su esposa. Entonces pensó, muy abatido, que, seguramente, Von Kluck se habría dado cuenta de su error y habría dado marcha atrás.

Sin embargo, a la mañana siguiente, el viernes 4 de septiembre, para deleite de los defensores de los franceses, Von Kluck siguió avanzando hacia el sudeste. Con eso bastó al general Joffre. Dio órdenes al VI Ejército francés de salir de París a la mañana siguiente y atacar a Von Kluck por la retaguardia.

Pero los ingleses siguieron batiéndose en retirada.

Esa noche, Fitz estaba desesperado cuando se encontró con Gini en Albert’s.

– Esta es nuestra última oportunidad – explicó a la chica mientras bebía un cóctel de champán que estaba consiguiendo de todo menos animarlo -. Si ahora podemos debilitar con contundencia a los alemanes, cuando están agotados y sus líneas de abastecimiento ya no dan más de sí, conseguiremos detener su avance. Pero si este contraataque falla, París caerá.

Ella estaba sentada en un taburete de la barra, y cruzó sus largas piernas provocando el susurro de sus medias de seda.

– Pero ¿por qué estás tan triste?

– Porque, en un momento como este, los ingleses se baten en retirada. Si París cae ahora, jamás nos libraremos de la vergüenza que eso supondría.

– ¡El general Joffre tiene que enfrentarse a sir John y exigirle que los ingleses luchen! ¡Tienes que hablar en persona con Joffre!

– No concede citas a los comandantes ingleses. Además, seguramente creería que se trata de alguna jugarreta de sir John. Y yo me metería en un buen lío, y no es que me interese mucho.

– Entonces habla con uno de sus asesores.

– Supondría el mismo problema. No puedo presentarme en el cuartel general de los franceses y anunciar que los ingleses están traicionándolos.

– Pero podrías hablar de forma confidencial con el general Lourceau, sin que nadie se enterase.

– ¿Cómo?

– Está sentado ahí.

Fitz siguió su mirada y vio a un francés de unos sesenta años vestido de civil y acomodado en una mesa con una joven de vestido rojo.

– Es muy simpático – añadió Gini.

– ¿Lo conoces?

– Fuimos amigos durante un tiempo, pero prefirió a Lizette.

Fitz dudó un instante. Una vez más consideraba la posibilidad de actuar a espaldas de sus superiores. Aunque aquel no era momento para andarse con muchos miramientos. París estaba en juego. Tenía que hacer lo que estuviera en su mano.

– Preséntamelo – dijo.

– Dame unos minutos. – Gini bajó deslizándose con elegancia del taburete y cruzó el club, contoneándose ligeramente al ritmo de la música ragtime del piano, hasta llegar a la mesa del coronel. Lo besó en los labios, sonrió a su acompañante y se sentó. Pasado un rato de animada conversación hizo un gesto a Fitz.

Lourceau se levantó, y ambos se estrecharon la mano.

– Es un honor conocerle, señor – dijo Fitz.

– Este no es lugar para mantener una conversación seria – comentó el general -. Pero Gini me ha asegurado que lo que tiene que decirme es de máxima urgencia.

– Desde luego que lo es – afirmó Fitz, y se sentó.

Al día siguiente, Fitz fue al campamento británico en Melun, a unos cuarenta kilómetros al sudeste de París, y se enteró, para su desesperación, de que la Fuerza Expedicionaria seguía batiéndose en retirada.

Tal vez su mensaje no había llegado a Joffre. O tal vez sí le había llegado, y Joffre había creído, sencillamente, que no podía hacer nada al respecto.

Fitz entró en Vaux-le-Penil, el magnífico castillo de Luis XV que sir John utilizaba como cuartel general, y se topó con el coronel Hervey en el vestíbulo.

– Si me permite la pregunta, señor, ¿por qué estamos batiéndonos en retirada cuando nuestros aliados están lanzando un contraataque? – preguntó con la mayor educación posible.

– No, no le permito la pregunta – respondió Hervey.

Fitz insistió, conteniendo la rabia.

– Los franceses tienen la sensación de que los alemanes y ellos están igualados en fuerzas, y que incluso nuestra pequeña guarnición podría desequilibrar la balanza.

Hervey rió con desdén.

– Estoy seguro de que eso es lo que creen. – Hablaba como si los franceses no tuvieran derecho a exigir ayuda de sus aliados.

Fitz sintió que empezaba a perder la paciencia.

– ¡Podemos perder París por culpa de nuestra timidez!

– ¡No se atreva a usar esa palabra, comandante!

– Nos enviaron aquí para salvar Francia. Esta puede ser la batalla decisiva. – Fitz no pudo evitar levantar la voz -. Si perdemos París y, con la capital, Francia ¿cómo explicaremos, ya en casa, que pasamos el tiempo descansando?

En lugar de contestar, Hervey miró a Fitz por encima del hombro. Fitz se volvió y vio una pesada y lenta figura ataviada con el uniforme francés: una guerrera negra desabrochada por la amplia cintura, unos bombachos rojos demasiado ajustados, unas polainas estrechas, y una gorra roja y dorada de general muy calada hacia delante. Unos ojos incoloros miraron a Fitz y a Hervey enmarcados por unas cejas de vellos blancos y negros. Fitz reconoció al general Joffre.

Cuando el general hubo pasado con sus andares cansinos, seguido por su séquito, Hervey preguntó:

– ¿Es usted responsable de esto?

Fitz era demasiado orgulloso para mentir.

– Es posible – respondió.

– Pues todavía no se ha dicho la última palabra – sentenció Hervey, que se volvió y salió corriendo a la zaga de Joffre.

Sir John recibió a Joffre en una pequeña sala con la única presencia de un par de oficiales, y Fitz no se encontraba entre ellos. Él esperaba en el comedor de oficiales, preguntándose qué estaría diciendo Joffre y pensando en si podría convencer a sir John de que pusiera fin a la vergonzosa retirada británica y se uniera al ataque.

Obtuvo la respuesta dos horas después a través del teniente Murray.

– Dicen que Joffre lo ha intentado todo – le informó Murray -. Que ha suplicado, ha llorado y hasta ha insinuado que el honor de los ingleses corría peligro de quedar manchado para siempre. Y les ha convencido. Mañana viraremos hacia el norte.