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Fitz sonrió de oreja a oreja.

– ¡Aleluya! – exclamó.

Un minuto después se acercó el coronel Hervey. Fitz se levantó con cortesía.

– Ha ido usted demasiado lejos – dijo Hervey -. El general Lourceau me ha contado lo que ha hecho. Él creyó que estaba haciéndole un cumplido.

– No seré yo quien lo niegue – repuso Fitz -. El resultado sugiere que fue una decisión acertada.

– Escúcheme, Fitzherbert – respondió Hervey, bajando la voz -. Está usted acabado, imbécil. Ha sido desleal a un oficial superior. Hay una mancha negra sobre su nombre que jamás se borrará. No conseguirá un ascenso, ni aunque la guerra siga un año más. Es usted comandante y con esa graduación se quedará.

– Gracias por su sinceridad, coronel – respondió Fitz -. Pero entré en el ejército para ganar batallas, no para que me ascendieran.

Fitz tuvo la sensación de que el avance dirigido por sir John el domingo fue de una prudencia vergonzosa, pero, para su alivio, bastó para obligar a que Von Kluck respondiera a la amenaza enviando a la zona soldados que no podía permitirse desperdiciar a la ligera. En ese momento, el germano estaba luchando en dos frentes, el del oeste y el del sur: la pesadilla de cualquier comandante.

Fitz se despertó el lunes por la mañana tras pasar la noche sobre una manta en el suelo del castillo, sintiéndose optimista. Desayunó en el comedor de oficiales y luego esperó con impaciencia que llegaran los aviones de reconocimiento de su recorrido matutino. La guerra podía ser o una carrera de locos o de una inactividad fútil. En los terrenos pertenecientes al castillo había una iglesia que decían databa del año 1000. Fitz fue a visitarla, aunque jamás había entendido qué le veía la gente a las iglesias antiguas.

El parte de la misión de reconocimiento se dio en un magnífico salón con vistas al parque y al río. Los oficiales se sentaron en sillas de campamento frente a una vulgar mesa compuesta por un tablón y unos caballetes situada en el espléndido decorado dieciochesco que los rodeaba. Sir John tenía la barbilla prominente y una boca, bajo su mostacho de morsa, que parecía estar siempre retorcida en un gesto de orgullo herido.

Los aviadores informaron de que, por delante de las fuerzas británicas, el terreno estaba despejado, ya que las columnas alemanas avanzaban en dirección norte.

Fitz estaba eufórico. El contraataque de los aliados se había producido de forma inesperada y, al parecer, había pillado a los alemanes con la guardia baja. Resultaba claro que no tardarían en reagruparse, pero, por el momento, estaban metidos en un buen lío.

Fitz esperaba que sir John ordenase un avance rápido, pero, para su decepción, el comandante solo confirmó los apocados objetivos marcados con anterioridad.

Fitz redactó el informe en francés y luego se dirigió a su coche. Condujo los cuarenta kilómetros hasta París a la máxima velocidad posible luchando contra el flujo de camiones, coches y carromatos que abandonaban la ciudad, abarrotados de personas y cargados hasta los topes de equipaje, en dirección al sur, para escapar de los alemanes.

Una vez en la capital francesa, lo retrasó una formación de soldados argelinos que marchaba por la ciudad de una estación de tren a otra. Sus oficiales iban montados en mulas y vestían capotes de un rojo intenso. A su paso, las mujeres los obsequiaban con flores y fruta, y los dueños de las cafeterías les servían bebidas frías.

En cuanto hubieron pasado, Fitz siguió su camino hasta Les Invalides y entregó su informe en el colegio.

Una vez más, el reconocimiento aéreo de los ingleses quedó confirmado por los informes franceses. Algunas fuerzas alemanas se batían en retirada.

– ¡Debemos forzar el ataque! – exclamó el viejo general -. ¿Dónde están los ingleses?

Fitz se acercó al mapa y señaló la posición británica y los objetivos de la marcha que había establecido sir John para antes de que finalizara la jornada.

– ¡Con eso no basta! – replicó Galliéni, airado -. ¡Tiene que ser más agresivo! Necesitamos que ataque y así Von Kluck estará demasiado ocupado para reforzar su flanco. ¿Cuándo cruzará el río Marne?

Fitz no lo sabía. Se sintió avergonzado. Estaba de acuerdo con las cáusticas palabras que había pronunciado Galliéni, pero no podía reconocerlo, así que se limitó a decir:

– Haré hincapié en ello al hablar con sir John, general.

Sin embargo, Galliéni ya estaba pensando en cómo compensar la lasitud de los ingleses.

– Enviaremos la 7ª División del VII Cuerpo como refuerzo para el ejército de Manoury, quien estará en el río Ourcq esta tarde – dijo con decisión.

De inmediato, su personal empezó a redactar las órdenes.

Entonces el coronel Dupuys dijo:

– General, no tenemos trenes suficientes para conseguir que estén todos allí esta tarde.

– Pues utilicen coches – ordenó Galliéni.

– ¿Coches? – Dupuys parecía perplejo -. ¿De dónde vamos a sacar tantos coches?

– ¡Consigan taxis!

Todos los presentes se quedaron mirándolo. ¿Es que el general se había vuelto loco?

– Llame al jefe de policía – dijo Galliéni -. Dígale que ordene a sus hombres detener a todos los taxis de la ciudad, que saquen a los pasajeros a patadas y que los conductores vengan hasta aquí. Los cargaremos de soldados y los enviaremos al campo de batalla.

Fitz sonrió de oreja a oreja cuando se dio cuenta de que Galliéni hablaba en serio. Esa era la actitud que a él le gustaba. Hacer lo que sea necesario siempre que el resultado sea la victoria.

Dupuys se encogió de hombros y levantó el teléfono.

– Por favor, póngame con el jefe de policía de inmediato – dijo.

«Esto tengo que verlo», pensó Fitz.

Salió de la sala y encendió un cigarro. No tuvo que esperar mucho. Pasados un par de minutos, un taxi rojo de la marca Renault llegó cruzando el puente de Alejandro III, rodeó el enorme jardín ornamental y aparcó delante del edificio principal. A ese coche lo siguieron dos más, luego una docena y más adelante, una centena.

En un par de horas, varios cientos de taxis igualmente rojos estaban aparcados en Les Invalides. Fitz jamás había visto nada parecido.

Los taxistas aguardaban apoyados en sus coches, fumando en pipa y hablando animadamente, esperando instrucciones. Cada conductor tenía una teoría diferente sobre la razón por la que se encontraban allí.

Al final, Dupuys salió de la escuela y cruzó la calle con un megáfono en una mano y un fajo de formularios del ejército para los requisamientos oficiales en la otra. Se subió al capó de un taxi y los conductores se quedaron callados.

– El comandante militar de París necesita quinientos taxis para ir desde aquí hasta Blagny – gritó a través del megáfono.

Los conductores se quedaron mirándolo, incrédulos y en silencio.

– Allí, cada coche recogerá a cinco soldados y los llevará hasta Nanteuil.

Nanteuil estaba a unos cincuenta kilómetros al este y muy cerca de la primera línea del frente. Los conductores empezaron a entenderlo todo. Se miraron entre sí, sonriendo y asintiendo. Fitz supuso que les alegraba tomar parte en la campaña de guerra, sobre todo, de una forma tan peculiar.

– Por favor, recojan uno de estos formularios antes de partir y rellénenlo con sus datos para poder recibir el pago correspondiente a su regreso.

La reacción fue un murmullo de agitación. ¡Iban a pagarles! Eso reforzó las ganas que ya tenían de ayudar.

– Cuando los quinientos coches hayan salido, daré instrucciones a los siguientes quinientos. Vive Paris! Vive la France!