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La línea alemana, a casi cuatrocientos metros de distancia, quedaba camuflada por una neblina matutina que era del mismo color que los uniformes germanos: un apagado azul grisáceo llamado «gris militar». Fitz oyó una musiquilla a lo lejos: los alemanes estaban cantando villancicos. Él no era muy melómano, pero le pareció reconocer la melodía de Noche de paz.

Regresó al refugio subterráneo para tomar un magro desayuno consistente en pan duro y jamón en lata con los demás oficiales. Al terminar, salieron a fumar. Jamás se había sentido tan triste en su vida. Pensó en el desayuno que estarían sirviendo en ese instante en Ty Gwyn: salchichas calientes, huevos frescos, riñones en salsa picante, arenques salados y ahumados, tostadas con mantequilla y un aromático café con leche. Soñaba con ropa interior limpia, con una camisa recién planchada, y tan almidonada que crujiera, y un terso traje de lana. Quería sentarse junto al reluciente fuego y sus ascuas en la sala de estar sin otra cosa que hacer que leer los chistes malos de la revista Punch.

Murray lo siguió al exterior del refugio y dijo:

– Le llaman por teléfono, comandante. Es del cuartel general.

Fitz estaba sorprendido. Alguien se había tomado muchas molestias para localizarlo. Esperó que no fuera la noticia de alguna contienda iniciada entre franceses e ingleses mientras él había estado repartiendo los regalos de Navidad. Con el ceño fruncido por la preocupación, se agachó para entrar al refugio y levantó el teléfono de campaña.

– Fitzherbert al habla.

– Buenos días, comandante – dijo una voz que no reconoció -. Capitán Davies al aparato. Usted no me conoce, pero me han pedido que le transmita un mensaje de su casa.

¿De su casa? Fitz esperó que no fueran malas noticias.

– Es usted muy amable, capitán – dijo -. ¿Qué dice el mensaje?

– Su esposa ha dado a luz un hermoso niño, señor. Madre e hijo se encuentran en perfecto estado de salud.

– ¡Oh! – Fitz cayó desplomado de la sorpresa sobre una caja.

Al bebé todavía no le tocaba nacer… debía de haberse adelantado una o dos semanas. Los niños prematuros eran más débiles. Pero el mensaje decía que estaba bien de salud. Y Bea también.

Fitz tenía un hijo, y el título de conde, un heredero.

– ¿Sigue ahí, comandante? – preguntó el capitán Davies.

– Sí, sí – dijo Fitz -. Solo un poco sorprendido. Todavía es pronto.

– Como es Navidad, señor, hemos pensado que la noticia le alegraría.

– Y así es, ¡se lo aseguro!

– Permítame ser el primero en felicitarlo.

– Muy amable – respondió Fitz -. Gracias. – Pero el capitán Davies ya había colgado.

Pasado un rato, Fitz se dio cuenta de que los demás oficiales del refugio estaban mirándolo en silencio. Al final, uno de ellos preguntó:

– ¿Buenas o malas noticias?

– ¡Buenas! – exclamó Fitz -. Estupendas, de hecho. He sido padre.

Todos le estrecharon la mano y le dieron palmaditas en la espalda. Murray sacó la botella de whisky, pese a lo temprano que era, y bebieron a la salud del bebé.

– ¿Cómo va a llamarse? – preguntó Murray.

– Vizconde Aberowen, mientras yo viva – respondió Fitz, pero entonces se dio cuenta de que Murray no preguntaba por el título nobiliario del niño, sino por su nombre de pila -. George, por mi padre, y William por mi abuelo. El padre de Bea se llamaba Petr Nikolaiévich, así que, a lo mejor, también añadimos esos dos.

A Murray le hizo gracia.

– George William Peter Nicholas Fitzherbert, vizconde Aberowen – dijo -. ¡Son bastantes nombres!

Fitz asintió de buen humor.

– Sobre todo porque no debe de pesar más de tres kilos.

Se sentía rebosante de orgullo y alegría, y tenía la urgencia de compartir la noticia con todos.

– Podría ir a primera línea – dijo cuando hubieron acabado con el whisky -. Y repartir unos cuantos cigarros entre los hombres.

Salió del refugio y caminó hacia la trinchera de comunicaciones. Se sentía eufórico. No había disparos, y el aire estaba fresco y limpio, salvo cuando pasó junto a la letrina. Descubrió que estaba pensando no en Bea, sino en Ethel. ¿Ya habría tenido a su bebé? ¿Estaría feliz en la casa que se habría comprado con el dinero que le había sacado a Fitz con su chantaje? Se sentía desconcertado al pensar en cómo había negociado con él, pero no podía evitar recordar que la criatura que llevaba en su vientre era hijo suyo. Esperaba que pudiera dar a luz a salvo, como lo había hecho Bea.

Todos esos pensamientos abandonaron su mente cuando llegó a primera línea. Al doblar la esquina y llegar al frente se quedó impresionado.

No había ni un alma.

Recorrió toda la trinchera, zigzagueando por un travesaño, luego por el otro, y no vio a nadie. Era como una historia de fantasmas, o uno de esos barcos flotando intacto sin tripulantes a bordo.

Tenía que existir alguna explicación. ¿Es que se había producido algún ataque del que Fitz, por algún motivo, no se había enterado?

Se le ocurrió echar un vistazo al otro lado de un parapeto.

Aquello no podía ser una casualidad. Muchos hombres habían muerto el primer día en el frente por echar un vistazo rápido asomándose por la trinchera.

Fitz agarró una de las palas de mango corto llamadas «herramienta de trinchera». Metió la hoja de la pala por el borde del parapeto. Luego se subió al saliente de tierra en forma de escalón en el que se apoyaban los soldados para disparar y, poco a poco, fue asomando la cabeza para mirar a través de la pequeña ranura abierta con la hoja de la pala.

Lo que vio lo dejó atónito.

Los hombres se encontraban en el territorio lleno de cráteres que era tierra de nadie. Pero no estaban combatiendo. Estaban agrupados en corrillos, charlando.

Había algo curioso en su aspecto, pasados unos segundos, Fitz se dio cuenta de que algunos uniformes eran de color caqui y otros, gris militar.

Los hombres estaban hablando con el enemigo.

Fitz tiró la pala de trinchera, sacó la cabeza por el parapeto y se quedó mirando. Había cientos de soldados en tierra de nadie, que llegaban hasta donde alcanzaba la vista, a derecha e izquierda, británicos y alemanes entremezclados.

¿Qué demonios estaba pasando?

Encontró una escalerilla de mano para salir de la trinchera y subió como pudo por el parapeto. Avanzó por la tierra revuelta. Los hombres enseñaban las fotos de sus familias y sus novias, ofrecían cigarrillos e intentaban comunicarse entre ellos, diciendo cosas como: «Yo Robert, ¿tú quién?».

Fitz localizó a dos sargentos, uno inglés y el otro alemán, totalmente enfrascados en la conversación. Dio un golpecito en el hombro al inglés.

– ¡Eh, usted! – exclamó -. ¿Se puede saber qué demonios está haciendo?

El hombre le respondió con el acento gutural de los muelles de Cardiff.

– No sé cómo ha ocurrido exactamente, señor. Un par de kartoffel se asomaron por su parapeto, desarmados, y gritaron: «¡Feliz Navidad!», y uno de los nuestros hizo lo mismo y empezaron a acercarse unos a otros caminando y, antes de poder decir esta boca es mía, todo el mundo estaba haciendo lo mismo.

– Pero ¡si no hay nadie en las trincheras! – dijo Fitz, enfadado -. ¿Es que no cree que puede ser una trampa?

El sargento echó un vistazo a ambos lados de la línea.